Cervantes de portero
Ya que no puedo tener en mi mesa de trabajo una calavera que me recuerde la fugacidad de la vida, como hac¨ªan los hombres piadosos del Renacimiento, me he agenciado un mont¨®n de peri¨®dicos atrasados, que producen el mismo efecto. De vez en cuando los hojeo, y me sumerjo en la lectura de aquellos titulares a toda p¨¢gina que anunciaban hechos que hoy resultan insignificantes; asisto otra vez a las presentaciones de aquellos libros esperados que ya nadie recuerda; y revivo pol¨¦micas que un d¨ªa fueron candentes, pero de las cuales no se conserva ya ni su rescoldo. Pocas cosas revelan mejor la inconsistencia de la realidad que las declaraciones p¨²blicas de los pol¨ªticos le¨ªdas un a?o despu¨¦s. De hecho, lo que se deber¨ªa comprar cada ma?ana no es el peri¨®dico del d¨ªa, sino la prensa de hace un mes, para que nos recordara diariamente la levedad de cuanto nos rodea.
Estaba yo comprando un botijo en la villa almeriense de N¨ªjar la primera vez que constat¨¦ en la prensa atrasada la fatuidad de quienes salimos en ella. El alfarero me lo envolv¨ªa diligentemente en una hoja de peri¨®dico cuando vi impresa cierta colaboraci¨®n que yo acababa de publicar el d¨ªa anterior. No es que yo creyera que el alfarero ten¨ªa que haber recortado mi art¨ªculo y haberlo conservado en un portafolios transparente, no es eso; es simplemente que me impresion¨® comprobar de un modo tan evidente la fugacidad de lo que me hab¨ªa llevado alg¨²n tiempo escribir. Es m¨¢s: varios a?os despu¨¦s de aquella an¨¦cdota no conservo ni un jir¨®n del peri¨®dico, pero s¨ª la totalidad, por as¨ª decirlo, del botijo en cuesti¨®n. No quisiera obsesionarme con la perdurabilidad de la cer¨¢mica, pero el caso es que siempre hay fragmentos de vasijas prehist¨®ricas entre los hallazgos arqueol¨®gicos. O restos m¨¢s aleccionadores, f¨ªjense: hace unos meses se descubri¨® un f¨®sil que apoyaba la tesis de que las aves proceden del dinosaurio. Se trataba de un amasijo de plumas y huesos regurgitados por un mam¨ªfero que acababa de merend¨¢rselo. No me digan que no es para ponerse a pensar que el testimonio de toda una era no se haya conservado en la escritura de dicha ¨¦poca ni en su cer¨¢mica, sino en el devuelto de un mastodonte que pasaba por all¨ª hace dos millones de a?os.
No hay gloria que valga; eso es lo que nos recuerdan los peri¨®dicos atrasados que amontono en mi mesa de trabajo como si fueran calaveras del Renacimiento. Y con la literatura sucede tres cuartos de lo mismo. En realidad, la ¨²nica diferencia entre ella y la prensa escrita es que los peri¨®dicos suelen caducar antes que la mayor¨ªa de los libros. Pero al final el Quijote acabar¨¢ envolviendo cer¨¢mica. Lamento haberme levantado hoy tan apocal¨ªptico, pero es que ayer, caminando por las callejuelas de N¨ªjar, adonde por lo visto tengo que acudir en busca de revelaciones, mi mujer me tir¨® de la manga, y me se?al¨® el interior de un zagu¨¢n. La casa se estaba ventilando, y la se?ora que trajinaba en su interior hab¨ªa colocado en el suelo un pesado busto de Cervantes. El escritor serv¨ªa de tope, y evitaba que la puerta se cerrara de golpe. Y la estampa, como es l¨®gico, me dio que pensar.
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