El pintor en el burdel
Jean-Jacques Lebel, escritor y artista de vanguardia, que en los a?os sesenta organizaba happenings, concibi¨® en aquella ¨¦poca la atrevida idea de montar 'con absoluta fidelidad' El deseo atrapado por la cola, un delirante texto teatral escrito por Picasso en 1941, en el que, entre otros disparates, un personaje femenino, La Tarte, orina en escena diez minutos seguidos acuclillado sobre el hueco del apuntador. (Para conseguirlo, cuenta Lebel, su licuante actriz debi¨® ingerir litros de t¨¦ y abundantes infusiones de cerezas). Con motivo de este proyecto, se entrevist¨® con el pintor a comienzos de 1966 y Picasso le mostr¨® un abanico de dibujos y pinturas de tema er¨®tico, de su ¨¦poca barcelonesa, que jam¨¢s se hab¨ªan exhibido. Desde entonces tuvo la idea de organizar, alguna vez, una exposici¨®n que mostrara, sin eufemismos ni censuras, la potencia del sexo en el mundo picassiano. Esta idea se ha concretado, por fin, casi cuatro d¨¦cadas m¨¢s tarde, con una vasta muestra de 330 obras, muchas de ellas nunca expuestas, en el Jeu de Paume de Par¨ªs, donde permanecer¨¢ hasta fines de mayo. Luego, viajar¨¢ a Montreal y a Barcelona.
La primera pregunta que se hace el espectador, luego de recorrer la excitante muestra (nunca mejor empleado el adjetivo), es por qu¨¦ s¨®lo ahora tiene lugar. Se han hecho innumerables exposiciones sobre la obra de un artista cuya influencia ha dejado huellas por todas las avenidas del arte moderno, pero, hasta ahora, nunca una espec¨ªfica sobre el tema del sexo que, como demuestra de manera inequ¨ªvoca la Exposici¨®n reunida por Lebel y G¨¦rard R¨¦gnier, obsesion¨® de manera fecunda al pintor y, sobre todo en ciertas ¨¦pocas extremas -la juventud y la vejez-, lo indujo a experimentar y expresarse en este dominio con notable desenfado y audacia, en dibujos, apuntes, objetos, grabados y telas que, aparte de su desigual valor art¨ªstico, lo revelan en su intimidad m¨¢s secreta -la de sus deseos y fantas¨ªas er¨®ticas- e iluminan con una luz especial el resto de su obra.
'El arte y la sexualidad son la misma cosa', le dijo Picasso a Jean Leymarie, y en otra ocasi¨®n asegur¨® que 'no existe un arte casto'. Aunque tal vez semejantes afirmaciones no sean v¨¢lidas para todos los artistas, no hay duda que en su caso s¨ª lo son. ?Por qu¨¦, entonces, contribuy¨® el propio Picasso a ocultar durante mucho tiempo ese aspecto de su producci¨®n art¨ªstica, que existi¨® siempre, aun cuando durante ciertos per¨ªodos su existencia fuera secreta, un quehacer de catacumbas rigurosamente vedado al p¨²blico? Por razones ideol¨®gicas y comerciales, dice Jean-Jacques Lebel en un interesante di¨¢logo con Genevi¨¨ve Breerette. Durante su per¨ªodo estalinista, cuando hac¨ªa el retrato de Stalin y denunciaba 'las masacres de Corea', el erotismo hubiera sido una fuente de conflictos para Picasso con el Partido Comunista, al que estaba afiliado y el que defend¨ªa la ortodoxia est¨¦tica del realismo socialista, en el que no hab¨ªa sitio para la 'decadente' exaltaci¨®n del placer sexual. Y, m¨¢s tarde, aconsejado por sus galeristas, admiti¨® que esta variante de su obra se siguiese ocultando por temor de que ella ofendiera el puritanismo de los coleccionistas norteamericanos y ello le restringiera ese opulento mercado. Debilidades humanas de las que no est¨¢n exentos los genios, como sabemos.
En todo caso, ahora ya es posible posar la mirada sobre el Picasso integral, un universo dotado de tantas constelaciones que produce v¨¦rtigo. ?C¨®mo pudo, una sola mano, la imaginaci¨®n de un aislado mortal, generar tan desmesurada efervescencia creadora? Es una interrogaci¨®n que no tiene respuesta, que nos deja tan at¨®nitos, en Picasso, como en los casos de un Rubens, de un Mozart, de un Balzac. La trayectoria de su obra, con sus distintas etapas, temas, formas, motivos, es un recorrido por todas las escuelas y movimientos art¨ªsticos del siglo veinte, de los que se nutre y a los que insemina con un acento propio inconfundible. Luego, se proyecta hacia el pasado, al que retrotrae al presente, en agudas semblanzas, evocaciones, caricaturas, relecturas, que muestran todo lo que hay de actual y de fresco en los viejos maestros. Ahora bien, el sexo no est¨¢ nunca ausente, en ninguno de los per¨ªodos en que la cr¨ªtica ha dividido y organizado la obra de Picasso, ni siquiera en los del cubismo. Aunque, algunas veces, se manifiesta con discreci¨®n, de manera simb¨®lica, mediante alusiones, en otras, las m¨¢s, irrumpe con insolente desnudez y crudeza, en im¨¢genes que parecen desaf¨ªos a las convenciones del erotismo, al refinamiento y las pudorosas escenograf¨ªas con que el arte tradicionalmente ha descrito el amor f¨ªsico, a fin de hacerlo compatible con la moral establecida.
El sexo que Picasso desvela en la mayor parte de estas obras, sobre todo el de los a?os juveniles pasados en Barcelona, es el elemental, no el sublimado por rituales y barrocas ceremonias de una cultura que disfraza, civiliza y convierte en obra de arte el instinto animal, sino el que busca la inmediata satisfacci¨®n del deseo, sin demora, sin subterfugios, sin remilgos ni distracciones. Un sexo de hambrientos y ortodoxos, no de so?adores ni exquisitos. Es, por consiguiente, un sexo machista a m¨¢s no poder, en el que no existe el homosexualismo masculino, y en el que, el femenino, se ejercita ¨²nicamente para gozo y contemplaci¨®n del mir¨®n. Un sexo de hombres y para hombres, primitivos y rijosos, donde el falo es rey. La mujer est¨¢ all¨ª para servir, no para gozar ella misma sino para hacer gozar, para abrir las piernas y someterse a los caprichos del var¨®n fornicador, ante el que a menudo aparece arrodillada, practicando una felaci¨®n en una postura que es como el arquetipo de este orden sexual: a la vez que le da placer, la hembra se rinde y adora al macho todopoderoso. El falo, claman estas im¨¢genes, es ante todo poder.
Es natural que, para un placer sexua1 de esta ¨ªndole, el recinto privilegiado donde se ejercita el sexo sea el burdel. Nada de desviaciones sentimentales para esa pulsi¨®n que quiere saciar una urgencia material, y luego olvidarse y pasar a otra cosa. En el burdel, donde el sexo se compra y se vende, donde no se adquieren compromisos ni es necesario buscarse coartadas morales ni afectivas de ninguna especie, el sexo se despliega en toda su descarnada verdad, como puro presente, como un intenso y desvergonzado espect¨¢culo que no deja huellas en la memoria, c¨®pula pura y fugaz, inmune al remordimiento y la nostalgia.
Las reiteradas im¨¢genes, de este sexo prostibulario, vulgarote y carente de imaginaci¨®n, que cubren cuadernos, cartulinas, telas, resultar¨ªan mon¨®tonas sin los alardes risue?os que a menudo brotan en ¨¦l, jocosas burlas y exageraciones que manifiestan un estado de ¨¢nimo colmado de entusiasmo y felicidad. Un pescado sical¨ªptico -?un Maquereau!- lame a una muchacha complaciente, pero muerta de aburrimiento. Son im¨¢genes de una jocunda vitalidad, unos manifiestos exaltados en favor de la vida. Y en todas ellas, aun en esos croquis r¨¢pidos dibujados en el desorden de la fiesta en servilletas, men¨²es, recortes de peri¨®dicos, para divertir a un amigo o dejar testimonio de un encuentro, chispea la destreza de esa mano maestra, lo certero de esa mirada taladrante capaz de fijar en unos pocos trazos esenciales el v¨®rtice enloquecido de la realidad. La apoteosis del burdel en la obra de Picasso es, claro est¨¢, Les Demoiselles d'Avignon, que no figura en esta muestra, pero s¨ª, en cambio, muchos de los innumerables bocetos y primeras versiones de esa obra maestra.
Con el pasar de los a?os, la aspereza sexual de la mocedad se va suavizando, cargando de s¨ªmbolos, el deseo ramific¨¢ndose en personajes de la mitolog¨ªa. Toda la dinast¨ªa del Minotauro, en grabados y lienzos de los a?os treinta, centellea de vigorosa sensualidad, de una fuerza sexual que exhibe su bestialismo con donaire y desverg¨¹enza, como prueba de vida y de creatividad art¨ªstica. En cambio, en la bell¨ªsima serie de grabados dedicados a Rafael y la Fornarina, de fines de los a?os sesenta, los debates amorosos del pintor y su modelo bajo los ojos lascivos de un viejo pont¨ªfice, que descansa sus flacas carnes en una bacinica, est¨¢n impregnados de una soterrada tristeza. Ah¨ª est¨¢ discurriendo no s¨®lo la dichosa entrega de los j¨®venes al amor f¨ªsico, a la voluptuosidad que se mezcla con el quehacer art¨ªstico; tambi¨¦n, la melancol¨ªa del observador, al que los a?os han puesto fuera de combate en lo que respecta a las justas amorosas, un ex combatiente que debe resignarse a gozar contemplando el gozo ajeno, mientras siente que se le va la vida, que a la muerte de su sexo seguir¨¢ pronto la otra, la definitiva muerte. Este tema ser¨¢ recurrente en los ¨²ltimos a?os de la vida de Picasso, y la exposici¨®n del Jeu de Paume lo revela en pinturas donde a menudo aparece, con ¨¦nfasis pat¨¦tico y desgarrador, esa inconsolable nostalgia de la virilidad perdida, esa amargura que es saberse arrebatado, por la fat¨ªdica rueda del tiempo, a esa vertiginosa inmersi¨®n en la fuente de la vida, en ese estallido de puro placer en el que el ser humano tiene la adivinaci¨®n de la inmortalidad, y que, ir¨®nicamente, los franceses llaman 'la peque?a muerte'. Esta muerte figurada, y la otra, la del acabamiento y la extinci¨®n f¨ªsica, son las protagonistas de estas dram¨¢ticas pinturas que Picasso sigui¨® pintando casi hasta el estertor final.
? Mario Vargas Llosa, 2001. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2001.
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