Ecos visuales
La fotograf¨ªa es el arte de la nostalgia: sus instantes pertenecen siempre al pasado por m¨¢s que hayan sido concebidos como retratos del presente. En contraste con ella, la pintura queda suspendida m¨¢s f¨¢cilmente en la atemporalidad y la escultura simula a menudo aspirar a un futuro eterno. La fotograf¨ªa arrebata los cuerpos y las cosas hacia el pasado.
Nada mejor para confirmarlo que las fotos de familia, que parecen arrastrar decenios cuando han transcurrido a?os, y siglos cuando han transcurrido decenios. Pero no es m¨¢s leve el destino de los objetos o de las arquitecturas. Una vez fotografiados, por recientes que sean, se sumergen en las profundidades del tiempo y aparentan una lejan¨ªa que los hace irrecuperables. El rostro fotografiado ayer, por su parte, huye hacia horizontes remotos sin que podamos observarlo en adelante como era antes de ser captado por el objetivo.
Esta era, pienso, la causa ¨²ltima del rechazo que sent¨ªan muchos indios americanos frente a la c¨¢mara de los primeros fot¨®grafos a mediados del siglo XIX. Ten¨ªan miedo, en efecto, a que les fuera robada el alma -como nos ha informado la antropolog¨ªa-, pero no en cualquiera de sus dimensiones sino, seguramente, en su perspectiva m¨¢s pr¨®xima: el 'alma del presente', lo vivido al filo de las horas, lo que todav¨ªa no ha sido arrojado al vertedero del tiempo. La vida era succionada por aquella m¨¢quina que la devolv¨ªa muerta y empapelada.
La belleza turbadora que es capaz de alcanzar la fotograf¨ªa se apoya en esta capacidad vamp¨ªrica. Tambi¨¦n, naturalmente, en un poder sim¨¦trico que le otorga una fuerza evocadora in¨¦dita, de la que carecen tanto la pintura como la escultura. ?stas, en sus mejores manifestaciones, pueden llegar a crearnos la sensaci¨®n de situarnos al margen del tiempo. Pero ¨²nicamente la fotograf¨ªa parece atravesarlo como si un cuchillo lo rasgara y una aguja lo cosiera de nuevo.
Con un movimiento pendular, la fotograf¨ªa, primero, nos saquea el presente y lo reduce a bot¨ªn del pasado y, luego, en sentido inverso, nos devuelve aquellos fragmentos para que la memoria los reincorpore a nuestra existencia. Sin embargo, al igual que no accedemos al centro del estanque donde hemos arrojado la piedra, sino a las leves olas que llegan a la orilla, tampoco recuperamos nunca la visi¨®n original, sino sus sucesivas resonancias. Al contemplar la fotograf¨ªa contemplamos los ecos visuales de aquel cuerpo, de aquella cara, de aquella casa o calle, de aquel paisaje que el fot¨®grafo captura.
En cierto modo, por tanto, el fot¨®grafo es un creador de ecos visuales, y esto le acerca al poeta, que trabaja con ecos verbales por m¨¢s que quisiera, a veces, percibir el sonido originario. Para comprobarlo, pocos ejemplos ser¨ªan tan v¨¢lidos como el que permite el escritor mexicano Juan Rulfo cuando accedemos a su faceta de fot¨®grafo en la exposici¨®n que se abrir¨¢ al p¨²blico a partir del 20 de abril en el Palau de la Virreina de Barcelona.
El mundo de Pedro P¨¢ramo revive, s¨²bitamente, en estas im¨¢genes de Rulfo, aunque tambi¨¦n ser¨ªa v¨¢lido afirmar que los habitantes de las fotograf¨ªas realizadas durante a?os por el escritor por todo M¨¦xico pueblan el mundo de Pedro P¨¢ramo: en ambos casos es un territorio de espectros, de reverberaciones, de fronteras borrosas entre la realidad y el sue?o, entre los muertos y los vivos. Verbales o visuales, los ecos tejen una telara?a tan densa que atrapa al mismo aire.
Las fotograf¨ªas de Rulfo est¨¢n impregnadas de la atm¨®sfera insatisfecha de las tumbas de Comala y su fantasmagor¨ªa se refleja en este amor por las ruinas, tanto barrocas como zapotecas, por esos pueblos deshabitados que se funden bajo el cielo ardiente, por esas calles descarnadas y vac¨ªas. Rulfo cuida delicadamente a sus espectros.
Tambi¨¦n cuida a los vivos, retratados con firmeza y suavidad. A Juan Rulfo no le interesaba la existencia urbana, a la que juzgaba condenada irremisiblemente. Le interesaba el M¨¦xico campesino, rural, ind¨ªgena, sojuzgado. Los M¨¦xicos cat¨®licamente mezclados por la devastaci¨®n colonial, por la rapi?a moderna, por las infinitas brutalidades sobre los hombres y sobre las tierras.
Sin embargo, es destacable observar como Rulfo, sin ignorar la violencia, part¨ªcipe por doquier, asume una mirada extraordinariamente amorosa sobre los hombres de ese campo mexicano con tanta frecuencia calcinado. Los retratos de campesinos o ind¨ªgenas est¨¢n llenos de respeto y casi devoci¨®n. En ning¨²n momento nos encontramos ante una disecci¨®n antropol¨®gica. Siempre prevalece el c¨®mplice.
Tambi¨¦n las costumbres populares son captadas con la misma afectuosa sobriedad. En una de las m¨¢s hermosas fotograf¨ªas, Rulfo nos traslada a la danza de los Sonajeros que luego reencontramos en Talpa, uno de sus relatos m¨¢s inolvidables. Otras tradiciones populares, otras fiestas, otros cultos religiosos saltan con facilidad de la literatura a la fotograf¨ªa.
Quiz¨¢ las im¨¢genes m¨¢s importantes sean, no obstante, las que nos adentran en llanos y desiertos que rozan el vac¨ªo. En una fotograf¨ªa, unos campesinos traspasan el solitario p¨®rtico de una iglesia, de la que no ha quedado otro testimonio, como si pasaran por el arco que conduce a la nada. En otra, son los esbeltos troncos del maguey los que se recortan, con ¨¢spera altivez, contra las monta?as y las nubes. En una tercera, tal vez mi favorita, un muro interminable ondea hacia el cielo desnudo.
Juan Rulfo, elegante poeta de los espectros, conoce perfectamente, como fot¨®grafo, la capacidad transmutadora de la fotograf¨ªa, su poder para la usurpaci¨®n y la evocaci¨®n, su ambivalente magia con respecto a la vida. Pedro P¨¢ramo: 'Sent¨ª el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calent¨¢ndome el coraz¨®n, como si ella tambi¨¦n sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes, pero fue el ¨²nico que conoc¨ª de ella... Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Dec¨ªa que los retratos eran cosa de brujer¨ªa'. Un maestro de los ecos.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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