La agon¨ªa de Elisabeth
Cuando uno viaja por el campo en Ruanda, al cabo de un tiempo le llama la atenci¨®n la ausencia de perros. En otros lugares de ?frica, en el Tercer Mundo, los perros vagabundos, los chuchos, forman parte del paisaje. Pero en Ruanda no se ve ninguno.
Antes del genocidio de 1994 s¨ª exist¨ªan. Pero se dice que los soldados de Naciones Unidas los mataron. Que fueron las ¨²nicas balas disparadas por las tropas de la ONU durante el genocidio. El motivo fue que los perros devoraban los restos humanos que en aquellos d¨ªas cubr¨ªan campos, iglesias y carreteras.
Sin embargo, si no hubiera sido por uno de aquellos perros, Elisabeth Bazizane no estar¨ªa hoy viva.
Elisabeth, de la provincia central de Gitarama, es una de las viudas de Ruanda. Una mujer tutsi delgada y de seriedad aristocr¨¢tica, cada movimiento que hace le resulta doloroso. Cada movimiento. Hablar le cuesta. Respirar, tambi¨¦n. Nunca se ha recuperado por completo de los golpes de machete que recibi¨® en la cabeza, el cuello, el cuerpo. La cortaron hasta tal punto que la dejaron por muerta.
La muerte, quiz¨¢, es lo que deseaba mientras yac¨ªa all¨ª, agonizante, con la imagen fresca de los milicianos hutu que hab¨ªan matado a su marido y a sus dos hijos, despedaz¨¢ndolos.
Lo m¨¢s terrible del genocidio ruand¨¦s, han dicho algunos supervivientes, no fue la eficacia mec¨¢nica, de cosechadora, con la que los habitantes de esta naci¨®n pobre y rural murieron asesinados a lo largo de tres meses, a raz¨®n de 8.000 diarios; un ritmo m¨¢s impresionante que el que alcanzaron los nazis con los jud¨ªos, pese a tener todos los recursos de una sociedad industrializada a su disposici¨®n. Lo m¨¢s terrible fue la manera de matar a la gente, como si su intenci¨®n fuera prolongar todo lo posible la agon¨ªa, tanto f¨ªsica como mental.
A Elisabeth la dejaron para que se desangrara hasta morir, en una agon¨ªa terrible. Pero lo mismo ocurri¨® con otros cientos de miles, a muchos de los cuales, antes, les hab¨ªan cortado un brazo, o una pierna, o ambos. Uno de los trucos favoritos de los asesinos era cortar los tendones de Aquiles de sus v¨ªctimas para que no huyeran, para poder rematarlos a la ma?ana siguiente si era necesario. La gente ofrec¨ªa dinero a sus verdugos para que les mataran r¨¢pidamente.
En cuanto a la tortura mental, el verdadero ingrediente del horror, no se ha visto ni o¨ªdo nada semejante desde Cal¨ªgula. Los asesinos obedec¨ªan al pie de la letra el lema que reclamaba acabar con todos los tutsi, y no era raro que se obligara a las madres a ver c¨®mo aplastaban las cabezas de sus beb¨¦s contra la pared hasta que les estallaban los sesos. Tambi¨¦n corren historias de madres a cuyos hijos mutilados los arrojaron, vivos, al fondo de profundas letrinas, mientras ellas ten¨ªan que o¨ªrles gritar, a veces durante d¨ªas, hasta que los gritos se convert¨ªan en gemidos y, por ¨²ltimo, los ni?os mor¨ªan.
A Elisabeth la arrojaron a una letrina. Como a otros muchos. En la Ruanda rural, donde el retrete de cisterna es un lujo escaso, estos pozos profundos sirvieron de c¨®modos y ubicuos dep¨®sitos para los restos humanos putrefactos del genocidio.
Antes de ser arrojada a la letrina, junto a docenas m¨¢s de muertos y moribundos, Elisabeth fue v¨ªctima de una violaci¨®n en grupo. Igual que decenas de miles de mujeres, la mayor¨ªa de las cuales est¨¢n muertas. Entre las supervivientes, muchas tienen lo que Elisabeth denomina la 'enfermedad sexual'. Sida. Que es otro motivo por el que le cuesta hablar. Dice que siente el dolor de la infecci¨®n en la garganta y el pecho.
'La raz¨®n por la que sobreviv¨ª fue que estaba en lo alto del mont¨®n de cuerpos dentro de la letrina. Mis piernas sobresal¨ªan'.
?Por qu¨¦ es ¨¦sa la raz¨®n de que sobreviviera? Se quita el zapato derecho y empieza a explicarse: 'Estaba inconsciente. Por todo el dolor y la p¨¦rdida de sangre. S¨®lo esperaba a la muerte. Entonces, el perro me despert¨®'. ?El perro? Se?ala dos cicatrices, una en el empeine y otra en el tobillo. 'S¨ª, un perro que se hab¨ªa acercado. Me estaba mordiendo. Me estaba comiendo. Buscaba alimento. Aqu¨ª es donde me comi¨®'.
El dolor del perro comi¨¦ndosela le hizo recobrar la conciencia. 'Me despert¨¦. Era de noche. Grit¨¦ y me oy¨® alguien. Era un hombre. Un hutu. Me llev¨® a su casa y me cur¨® las heridas'.
Cuatro d¨ªas despu¨¦s busc¨® asilo en una iglesia, abarrotada de gente m¨¢s muerta que viva. Sobrevivi¨® hasta la llegada, en julio, del ej¨¦rcito rebelde de liberaci¨®n, el Frente Patri¨®tico de Ruanda. Sigue sobreviviendo -aunque seguramente no por mucho tiempo- gracias a la ayuda de una organizaci¨®n
de viudas del genocidio llamada AVEGO.
?Tiene alguna esperanza de que los ruandeses puedan vivir un d¨ªa en paz? 'Para m¨ª', responde, 'no hay esperanza. No digo que todos los hutus sean asesinos. No. Fue un hutu el que me salv¨®. Pero tambi¨¦n es verdad que, donde vivo, no hay afecto entre hutus y tutsis. Muchos hutus todav¨ªa odian a los tutsi, pese a que sus familias mataron a las nuestras. No hay arrepentimiento, no hay compasi¨®n, no piden perd¨®n'.
?Significa esto que, siete a?os despu¨¦s de la pesadilla, sigue teniendo miedo? 'Siempre tengo miedo. Desde 1994 hasta ahora. Siempre. Cada d¨ªa'.
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