Nuestro futuro, ?'cuesti¨®n de juristas'?
Hace unos meses, apenas finalizadas las arduas negociaciones de Niza sobre la reforma del Tratado de la Uni¨®n Europea y de los Tratados constitutivos de las Comunidades Europeas (y otros actos conexos), tuve la ocasi¨®n de participar en uno de los primeros seminarios organizados en nuestro pa¨ªs para presentar p¨²blicamente sus resultados.
El acto, que cont¨® con la presencia de destacados especialistas nacionales, algunos de ellos miembros de las propias instituciones europeas, fue solemnemente inaugurado por un alto cargo del Gobierno, que concluy¨® su generosa intervenci¨®n (sobre todo en tiempo, pues dur¨® m¨¢s de una hora) diciendo, poco m¨¢s o menos (no tuve tiempo de tomar apuntes textuales), que la clarificaci¨®n y simplificaci¨®n de los Tratados era un tema menor que s¨®lo interesaba a los juristas.
Frivolidad semejante carecer¨ªa de importancia mayor si no fuera por la seriedad del contexto en que se produjo y por el alto rango de su autor, cuya opini¨®n, mucho me temo, es compartida por gran parte de la clase pol¨ªtica dirigente espa?ola y de los otros Estados miembros de la Uni¨®n.
Por lo pronto, se trata de una cuesti¨®n que, m¨¢s all¨¢ de los juristas, parece preocupar, al menos de cara a la galer¨ªa, a los propios Gobiernos que negociaron Niza, puesto que en una declaraci¨®n sobre el futuro de la Uni¨®n, aneja al Acta Final de la Conferencia Intergubernamental, se convino que la futura Conferencia prevista para 2004 deber¨ªa abordar, en particular, el problema de 'la simplificaci¨®n de los Tratados con el fin de clarificarlos y facilitar su comprensi¨®n sin modificar su significado'.
Pero aclaremos de qu¨¦ estamos hablando exactamente antes de continuar con nuestra reflexi¨®n.
La Constituci¨®n espa?ola, suprema norma que rige la convivencia de los ciudadanos, incluidos los juristas, cuenta, recordemos, con un breve pre¨¢mbulo, 168 art¨ªculos, cuatro disposiciones adicionales, nueve disposiciones transitorias, una disposici¨®n derogatoria y una disposici¨®n final. En total, pues, no alcanza doscientos preceptos, como tampoco alcanzan tal n¨²mero, y en algunos casos ni siquiera la centena, la mayor¨ªa de las Constituciones de los dem¨¢s Estados miembros de la Uni¨®n (tan s¨®lo sobrepasado por los Pa¨ªses Bajos -por muy poco- y Portugal -cuyo texto constitucional se sit¨²a en torno a los trescientos art¨ªculos-).
Pasemos del escal¨®n nacional al europeo. ?Qu¨¦ son exactamente esos Tratados -de la Uni¨®n y de las Comunidades Europeas- respecto de los cuales nuestros gobernantes reclaman (y la reclamaci¨®n no es en absoluto novedosa) una profunda reflexi¨®n a los efectos de su posible simplificaci¨®n 'con el fin de clarificarlos y facilitar su comprensi¨®n'? Pues son, ni m¨¢s ni menos, la 'carta constitucional' (y la expresi¨®n no es m¨ªa, sino del Tribunal Europeo de Justicia) del propio entramado pol¨ªtico europeo, al que Espa?a, y de manera similar nuestros socios, ha atribuido 'el ejercicio de competencias derivadas de la Constituci¨®n' (seg¨²n reza el art¨ªculo 93 de nuestro texto constitucional).
Sin entrar en disquisiciones, que no vienen aqu¨ª a cuento, pese a su importancia, me limitar¨¦ a se?alar que, desde 1986, nuestra convivencia est¨¢ presidida, en r¨¦gimen de mutua tolerancia constitucional, por la Constituci¨®n de 1978 y por los Tratados de las Comunidades Europeas, a los que vino a superponerse en 1992 el Tratado de la Uni¨®n.
Capaces hemos sido todos (y no s¨®lo los juristas), con el paso del tiempo, de ir asumiendo, y entendiendo como algo muy importante en nuestras vidas, la Constituci¨®n de 1978. Veamos si estamos en disposici¨®n de hacer lo propio con la 'carta constitucional' europea, de la cual tambi¨¦n depende, de manera cada vez m¨¢s determinante, nuestro futuro.
Esa 'carta constitucional', sobre la que tuvieron que pronunciarse en su momento y tras sus sucesivas reformas (Maastricht y Amsterdam) las Cortes Generales, por mayor¨ªa absoluta en el caso del Congreso, y respecto de la cual se ha solicitado en alguna ocasi¨®n el respaldo por el pueblo espa?ol mediante refer¨¦ndum, consta de cuatro Tratados -el de la Uni¨®n y los de las Comunidades Europeas- con sus correspondientes anexos, a los que hay que a?adir treinta y siete Protocolos, cuyo valor es el mismo que el de los Tratados, o, lo que es igual, hay que leer y entender aproximadamente ?ochocientos art¨ªculos! (los m¨¢s de seiscientos cincuenta art¨ªculos de los Tratados m¨¢s los de los Protocolos, algunos de los cuales cuentan con m¨¢s de cincuenta preceptos). Ello por no mencionar las Declaraciones, de escaso valor jur¨ªdico, pero de alto valor pol¨ªtico, que en m¨¢s de cien han acompa?ado a las reformas de Maastricht, Amsterdam y ahora Niza (que a?ade cuatro nuevos Protocolos, si bien deroga algunos de los vigentes, y veintisiete Declaraciones).
Si de la pura cantidad, de por s¨ª considerable, pasamos a su complejidad, el resultado no puede ser otro que la perplejidad: no s¨®lo incorpora la 'carta constitucional' europea cuestiones que en un plano interno apenas merecer¨ªan la atenci¨®n del legislador, sino que la esencia de cualquier constituci¨®n 'material', que no es otra que el reparto de poderes y los l¨ªmites infranqueables de ¨¦stos frente a los ciudadanos, se aborda de una manera casi ininteligible, cuando no brilla por su ausencia: ni est¨¢ claro el reparto de competencias entre la Uni¨®n y los Estados miembros, incluido el papel que en dicho reparto est¨¢n llamadas a desempe?ar las instancias territoriales infraestatales, ni es, desde luego, ejemplarmente l¨®gico el proceso decisorio en el seno de la Uni¨®n (que, conviene insistir en ello, cada vez decide m¨¢s, en detrimento, voluntaria pero quiz¨¢s no conscientemente asumido, de los Parlamentos nacionales), ni son di¨¢fanos de cara al ciudadano sus derechos inviolables, cualquiera que sea la instancia de poder, nacional o europeo, a la que se enfrente (pues, en lo concerniente a los derechos que nos reconocen nuestras respectivas Constituciones nacionales, sigue perdurando la eterna duda acerca de si ceden o no frente a las instancias europeas, y por lo que respecta a los derechos proclamados en el propio escal¨®n europeo, contamos con una Carta de Derechos Fundamentales, solemnemente proclamada en Niza, pero no insertada en los Tratados, a modo de 'fuente de inspiraci¨®n' de un Tribunal Europeo de Justicia no sometido al control, como lo est¨¢n los m¨¢s altos Tribunales de los Estados miembros, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo).
Cierto es que nuestros gobernantes tambi¨¦n se han comprometido a abordar estos puntos en la Conferencia Intergubernamental de 2004. Pero no lo es menos que sus compromisos cada vez merecen menos cr¨¦dito. Y desde luego no arroja especial esperanza el hecho de puntualizar que la operaci¨®n de simplificaci¨®n no debe alterar el significado de la 'carta constitucional' si por ello debemos entender seguir estando presididos por un texto (o, mejor dicho, una abundante pluralidad de ellos) que el ciudadano, no nos enga?emos, no entiende en absoluto, y que el jurista, investido en este caso a la fuerza por el manto sacerdotal que le impone el pol¨ªtico (que llegar¨¢ un momento en que se las desear¨¢ poder llegar a imponer, habida cuenta del escaso inter¨¦s que el estudio del Derecho de la Uni¨®n sigue despertando en nuestros Planes de Estudio, por no mencionar los temarios a las oposiciones para altos funcionarios, incluidos los jueces), se ve obligado a intentar hacer accesible, con muchos y cada vez mayores esfuerzos, constantemente (no es ocioso recordar que en los treinta primeros a?os de funcionamiento de las Comunidades Europeas no hubo ninguna reforma constitucional de enjundia y que en la mitad de tiempo siguiente ya hemos pasado por cuatro y hasta se ha previsto una quinta, a celebrar al mismo tiempo de la entrada en vigor de gran parte de la reforma de Niza).
Es hora de empezar a aclarar de una vez por todas hacia d¨®nde se dirige la Uni¨®n Europea del siglo XXI, no s¨®lo para recomponer un euro cuya debilidad estriba en gran medida no tanto en su -por el momento- falta de presencia f¨ªsica como en la incertidumbre respecto del quo vadis de la Uni¨®n que nos (y m¨¢s que a nos, a los inversores) ha rodeado, y sigue haci¨¦ndolo, en la ¨²ltima d¨¦cada. Y es hora de empezar a hacerlo, valga la redundancia, de una manera clara, no porque yo ni nadie lo exijamos como mejores o peores juristas, sino porque lo exigimos como ciudadanos. De otra manera, y por lo que a m¨ª y a mis conciudadanos respecta, seremos los primeros en ver el euro y tambi¨¦n, quiz¨¢s, los primeros, a trav¨¦s de nuestros representantes, en ratificar el Tratado de Niza para inaugurar brillantemente la Presidencia de la Uni¨®n, que nos corresponde en el primer semestre de 2002; dudo, en cambio, que seamos los primeros en saber de qu¨¦ va todo esto.
Ricardo Alonso Garc¨ªa es catedr¨¢tico de Derecho Administrativo y Comunitario de la Universidad Complutense.
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