Los michelines de Boris
Volv¨ªamos tarde a casa. Una cena con amigos, una de esas cenas en que el alcohol le pone a uno en el disparadero de arreglar el mundo antes de que traigan la factura. Afortunadamente, el d¨ªa siguiente era fiesta (?Viva el Primero de Mayo!), de modo que no hab¨ªa que madrugar. Ni para ir a la manifestaci¨®n, claro, porque a los trabajadores se nos olvida desfilar el primero de mayo casi tanto como a los cat¨®licos se nos olvida ir a misa el domingo.
Eran casi las dos de la ma?ana y, de pronto, en un tonto arrebato, pongo la televisi¨®n. Fue entonces una sensaci¨®n de hast¨ªo, de profunda reiteraci¨®n, como si la escena viniera repiti¨¦ndose desde el principio de los tiempos: Boris Izaguirre se estaba desnudando.
En el plat¨® de Cr¨®nicas Marcianas, en medio del entusiasmo de masas enfervorecidas (En serio: parec¨ªa que nunca hab¨ªan asistido al magno evento) Boris se desnudaba. Y no hubo que esperar con la tele encendida para prever lo que iba a pasar despu¨¦s: la ca¨ªda de la camisa, el continuo airear de los michelines m¨¢s expuestos en la historia de la televisi¨®n de este pa¨ªs.
Dos o tres d¨ªas por semana Boris expone sus michelines medi¨¢ticos. No puedo decir que me escandalice el espect¨¢culo. Al fin y al cabo, cada ma?ana encuentro en el espejo del cuarto de ba?o la misma laxitud, la misma carne blanca y entristecida. Pero aquella madrugada que preced¨ªa al heroico primero de mayo, contemplar por en¨¦sima vez los michelines de Boris, por accidental que fuera, supuso algo as¨ª como una revelaci¨®n.
Personalmente estoy cansado de los michelines de Boris Izaguirre. Quiz¨¢s la primera vez que luci¨® sus tetillas ante los focos el asunto tuvo su gracia, pero lo cierto es que explotar semanalmente el espect¨¢culo va priv¨¢ndolo de encanto. Los michelines de Boris son un tema recurrente, un referente cultural, un leitmotiv, uno de esos cuadros costumbristas que caracterizan a una ¨¦poca, como la loter¨ªa nacional de los a?os cuarenta o el seiscientos del tardofranquismo. Pero un leitmotiv es una clave y no ya una noticia. Los michelines de Boris son ya menos noticiables que el entrecejo de Cela o los jamones de Loles Le¨®n. Los michelines de Boris son al imaginario de mi generaci¨®n lo que el rizo de Estrellita Castro a la generaci¨®n de mi abuela, aunque nunca pensamos que pod¨ªamos caer tan bajo cuando en la transici¨®n so?¨¢bamos con desembarazarnos de la copla espa?ola y empezar a leer a Proust.
Posiblemente el dato sea un nuevo indicador de la progresiva disoluci¨®n de la familia (cualquier honrado padre de la misma ha visto ya las tetillas de Boris m¨¢s veces que las sagradas ubres alimenticias de su esposa). Cuando vi otra vez a Boris, sobre la mesa del estudio, amagando de nuevo un streptease, cuando regres¨® a su mirada seductora, cuando una vez m¨¢s la muchachada del estudio bati¨® palmas, pit¨®, silb¨®, chifl¨® y jale¨® al gigante medi¨¢tico, al soberbio comunicador de masas, me sent¨ª de repente muy cansado.
S¨¦ que la televisi¨®n es un instrumento paralizante, s¨¦ que est¨¢ ah¨ª para anular todo lo bueno que puede haber en m¨ª. Pero irse a la tumba tras haber digerido tal cantidad de desnudos de un muchach¨®n gruesito, de un acabado representante de la pijoter¨ªa criolla tiene algo de espantosamente desolador. Los michelines de Boris son ecum¨¦nicos, plurales, incluso representativos. Nos identifican a muchos fondones treinta?eros. Pero lo que nos separa de ¨¦l es el pudor. Ahora que soy padre me aturde hasta qu¨¦ punto han cambiado los tiempos. Mi papel de centinela ante la tele no exigir¨¢ que evite a mi peque?o la contemplaci¨®n de unos pechos femeninos cuando resulten prematuros para su tierna edad: tendr¨¦ que vigilar a Boris. Este tipo de tutelas morales jam¨¢s se me hab¨ªan explicado en el colegio: que deber¨ªa eximir a mi hijo de desnudos masculinos y grasientos, y procurar que no quede afectado como yo por tan traum¨¢tica experiencia.
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