La cr¨ªtica y la Monarqu¨ªa
Parece como si el cumplimiento de un cuarto de siglo de la restauraci¨®n de la Monarqu¨ªa haya coincidido con la apertura de un g¨¦nero de debate acerca de quienes la personifican que se sit¨²a de forma decidida en un plano distinto al habitual hasta el momento presente. Hasta hoy hab¨ªa funcionado una especie de restricci¨®n de la cr¨ªtica que era voluntaria y de la que se puede pensar que nac¨ªa de una constataci¨®n muy respetable. En el proceso de la transici¨®n hubo, en efecto, un poderoso y subyacente deseo de consenso colectivo que poco a poco se fue identificando con la Corona, pues ¨¦sta era el s¨ªmbolo mismo del tr¨¢nsito pac¨ªfico de una dictadura a una democracia.
De este modo en el pasado la cr¨ªtica a la persona del monarca, siempre con sordina, se ha visto reducida a cuatro actitudes m¨¢s bien marginales. Ha habido, en primer lugar, la enmienda a la totalidad de quienes considerar¨ªan que el hecho de no haber plebiscitado el r¨¦gimen -como si eso hubiera sido, siquiera, posible- era raz¨®n bastante para vilipendiarlo. Han hecho tambi¨¦n acto de presencia las cr¨ªticas vagorosas e incomprobables sobre comportamientos privados que poco tienen que ver con el ejercicio de la funci¨®n pol¨ªtica por el jefe del Estado. Los m¨¢s pintorescos entre los cr¨ªticos han sido los prodigiosos fabuladores que pretenden descubrir tras el 23-F maquiav¨¦licos prop¨®sitos legitimadores de una instituci¨®n que para nada los necesitaba. Claro est¨¢ que ellos compiten en extravagancia con los hipermon¨¢rquicos profesionales que se atribuyen una potestad exclusiva para administrar la instituci¨®n y suelen tener la utilidad comprobada de acabar demostrando que en Espa?a los monarcas suelen ser m¨¢s listos que ellos.
En Espa?a se ha reinventado la Monarqu¨ªa democr¨¢tica y, sobre todo, un estilo de ejercerla muy peculiar y oportuno para los tiempos que nos ha tocado vivir. Del oficio de Rey ha dicho quien lo desempe?a que debe ganarse d¨ªa a d¨ªa y una afirmaci¨®n como ¨¦sa ha obtenido la aprobaci¨®n inequ¨ªvoca de los espa?oles, tambi¨¦n en el modo de llevarlo a cabo. Como parece que as¨ª se ha demostrado la funcionalidad de la instituci¨®n mon¨¢rquica ha tenido lugar un lento trasvase del juancarlismo al monarquismo. Hoy los espa?oles se definir¨ªan mucho m¨¢s con el primer t¨¦rmino que con el segundo, pero es muy posible que puedan ser adscribibles a ¨¦ste.
As¨ª las cosas, dos cuestiones sobrevenidas parecen habernos instalado en una nueva etapa de la que debiera ser necesario sacar el mejor partido posible. Sin duda debe estar presidida por la cr¨ªtica razonable y constructiva, con el deseo de que este instrumento de convivencia siga funcionando como hasta ahora.
Las palabras del Rey en la entrega del Premio Cervantes fueron, ante todo, literalmente incomprensibles. Cualquiera que haya vivido la etapa de la transici¨®n recuerda lo que signific¨® aquel viaje a Barcelona en que don Juan Carlos emple¨® una lengua que todav¨ªa tardar¨ªa en ser cooficial. Hay funciones que afortunadamente la Monarqu¨ªa perder¨¢ con el transcurso del tiempo: resulta evidente que don Felipe no tendr¨¢ que parar golpes de Estado. En cambio, no cabe la menor duda de que deber¨¢ continuar la tarea de su progenitor en lo que respecta a ser s¨ªmbolo de la unidad pero tambi¨¦n de la pluralidad espa?olas. ?sta ha resultado tan excelente que eso mismo convierte la afirmaci¨®n sobre la no imposici¨®n del castellano en incoherente con ese tan laudable pasado.
La declaraci¨®n en esos t¨¦rminos resultaba innecesaria, hist¨®ricamente falsa, incitadora de pol¨¦mica y ofensiva para una parte de la sociedad. El castellano en absoluto necesita de pretendidas adhesiones ang¨¦licas en el pasado; todos sabemos lo que significa en el mundo y el porvenir que le espera a medio y largo plazo y estamos orgullosos de ello. La alusi¨®n supone, por el contrario, olvidar que en todo el mundo en tiempos lejanos, de forma quiz¨¢ inevitable, se produjeron procesos de aculturaci¨®n que fueron aut¨¦nticos 'genocidios culturales' -en expresi¨®n del historiador franc¨¦s Emmanuel Le Roy Ladurie-, los cuales hicieron desaparecer realidades que hoy considerar¨ªamos inatacables. Por supuesto, ese hecho no supone que los espa?oles hayan sido diferentes del resto de los humanos en la Historia, ni la afirmaci¨®n que nadie se solidarice con ese pasado. En nuestro caso lo grave es que hay espa?oles vivos que han pasado por una tr¨¢gica experiencia. Si el resto de sus compatriotas tras la guerra civil perdieron la libertad, ellos, adem¨¢s, se vieron privados de la posibilidad de emplear su lengua y su cultura. En cuanto a la pol¨¦mica despertada con esas frases, basta con recordar lo que se ha escrito en Catalu?a y el Pa¨ªs Vasco sobre esta cuesti¨®n y tomar nota de la atribuci¨®n a 'cursiler¨ªa' que en medios de extrema derecha madrile?a se ha atribuido a la protesta.
?Basta con hacer las afirmaciones que anteceden? A mi modo de ver, no. Hubiera sido l¨®gica una m¨¢s neta petici¨®n de disculpas o una dimisi¨®n de quien tuvo esa infausta idea (y la plasm¨® por escrito) en alg¨²n recoveco del Ministerio de Cultura. Sorprende tanto la desatenci¨®n en materia tan sensible que m¨¢s mueve a la perplejidad que a la condena. Nada parecido debiera repetirse en el futuro y hay que tomar las medidas preventivas para que as¨ª suceda.
Otra cuesti¨®n que la actualidad ha situado sobre el tapete se refiere al supuesto compromiso matrimonial del Pr¨ªncipe de Asturias. Quien la quiera abordar de entrada quedar¨¢ en la inconfortable situaci¨®n de tratar de temas fr¨ªvolos en apariencia, de entrometerse en cuestiones privadas o de especular sobre materias sobre las que se carece de informaci¨®n. Pero si tomamos medianamente en serio una instituci¨®n que hasta la actualidad ha funcionado muy bien y tiene un grado de aprobaci¨®n popular francamente satisfactorio, inencontrable en el resto del Viejo Continente, habremos de llegar a la conclusi¨®n de que lo superficial es eludir una cuesti¨®n como la mencionada.
Pocos poderes pol¨ªticos tiene la Monarqu¨ªa espa?ola, lo que a fin de cuentas subraya su condici¨®n simb¨®lica o de magistratura moral. Las circunstancias que le han dado caracter¨ªsticas muy especiales y la han configurado como una pieza cardinal del sistema pol¨ªtico son irrepetibles. El paso del tiempo -un cuarto de siglo- ha acabado por quitar raz¨®n al sentido reverencial que pudo tener; la cr¨ªtica sobre aspectos concretos y precisos de su actuaci¨®n resulta aceptable e incluso debida siempre que est¨¦ presidida por el mismo respeto que merece la voluntad de consenso de los espa?oles. La fragilidad de la Monarqu¨ªa, por otro lado, es mayor de lo que pueda parecer a primera vista. Se ha dicho en t¨¦rminos generales que los Reyes, que han conseguido resistir bien el inexorable paso del tiempo, en cambio se han demostrado muy vulnerables ante la sobrexposici¨®n medi¨¢tica. En el caso de Espa?a parece que la repetici¨®n de casos como los que se han dado en otras latitudes tendr¨ªa unos efectos mucho m¨¢s devastadores. A fin de cuentas nuestra discontinuidad en la tradici¨®n mon¨¢rquica durante la ¨¦poca contempor¨¢nea es mucho m¨¢s acentuada. Eso fue lo que hizo sorprendente la restauraci¨®n de 1975.
Esa pieza fundamental del sistema pol¨ªtico espa?ol no puede malbaratarse, permitirse el lujo de funcionar a medio gas o, menos a¨²n, crear problemas adicionales en un panorama pol¨ªtico siempre complicado. El matrimonio de un futuro Rey de Espa?a est¨¢ sujeto a previsiones constitucionales, pero tambi¨¦n a reglas de prudencia elemental. Ni el origen familiar ni la dedicaci¨®n de una persona pueden ser considerados como factores determinantes de una decisi¨®n sobre el particular. Ser¨ªa un absurdo y la ant¨ªtesis misma de lo exigible que todo ello importara m¨¢s que el v¨ªnculo afectivo. Pero, al mismo tiempo, la idea de que el amor puede sobreponerse a cualquier exigencia de idoneidad, preparaci¨®n y dedicaci¨®n resulta m¨¢s propia de un lector de fotonovelas o de un comentarista que, por gusto de ofrecer una posici¨®n original, no midiera las consecuencias finales de lo que defiende. Muy acertado parece, en esta cuesti¨®n, poner en estrecha y directa relaci¨®n privilegios y deberes. Y esto debiera ser tenido muy en cuenta por unas pocas personas, sobre todo por dos muy concretas. Una de ellas debiera pens¨¢rselo cuanto es exigible y otra, adem¨¢s de ello, tendr¨ªa que demostrar unas capacidades y cualidades que de momento no son patentes. Pero, adem¨¢s, ¨¦sta no es cuesti¨®n que pueda ni deba permanecer en los estrechos m¨¢rgenes de lo privado. Nos afecta a todos no s¨®lo como contribuyentes, sino como beneficiarios del funcionamiento de una instituci¨®n que, por fortuna, ha servido hasta ahora muy razonablemente los intereses de todos.
Javier Tusell es historiador.
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