Adams, Eckermann, Goethe
Mil doscientas p¨¢ginas son una disciplina como otra cualquiera. Mil doscientas p¨¢ginas repartidas, a saber, entre las m¨¢s de quinientas de La educaci¨®n de Henry Adams (Alba) y las setecientas de las Converses amb Goethe en els darrers anys de la seva vida reeditadas por Columna en la sabrosa y elegante traducci¨®n de Jaume Bofill i Ferro. Sospechaba que eran dos libros que deb¨ªan leerse juntos, y el azar editorial me ha proporcionado ese placer.
Las Converses, de Johann Peter Eckermann, no necesitan presentaci¨®n: se trata de un cl¨¢sico de la cultura occidental, una recreaci¨®n de los di¨¢logos que mantuvieron Eckermann y Goethe en la ¨²ltima d¨¦cada de vida de ¨¦ste ¨²ltimo (1823-1832). La educaci¨®n, sin embargo, me da en la nariz que, en Europa, y entre un p¨²blico gen¨¦ricamente culto, es menos conocida. Y no precisamente porque sea una obra balad¨ª: las at¨ªpicas memorias de Henry Adams han sido encumbradas por alguna augusta instituci¨®n como 'la mejor obra de no ficci¨®n en lengua inglesa del siglo XX'. Lo cual, dicho sea con todos los respetos que vengan al caso, queda muy bien en la solapa o en la contrapartada de un libro. E incluso puede ocurrir, como ahora, que se trate probablemente de un juicio bastante exacto.
?Y qui¨¦n demonios es Henry Adams? Un pol¨ªtico e historiador de hace dos siglos, nacido en 1838 en Boston, una suerte de diplom¨¢tico itinerante y publicista a tiempo parcial, un observador privilegiado del devenir de su pa¨ªs que, en la vejez, siente la necesidad de transmitir su peculiar proceso de autoconocimiento. En verdad, no todo el mundo nace en su ¨¦poca 'con Dios sabe cuantos puritanos y patriotas a su espalda' (entre ellos, dos presidentes, John Adams y John Quincy Adams), un entorno amueblado con sillas Luis XVI y una serie de venerables retratos de Stuart en las paredes. Dicho de otro modo: el contexto m¨¢s propicio para malograr una vida. Pero Adams opt¨® por la educaci¨®n, es decir, por no hacer caso ni de las modas ni de los intereses de su tiempo, supedit¨¢ndolo todo al fin superior de encontrar una v¨ªa propia hacia el conocimiento. Un hombre como ¨¦l, que pudo haber llegado a las m¨¢s altas cimas de la Administraci¨®n o de la pol¨ªtica, se retrae ante ¨¦stas y comienza muy pronto la tendencia a almacenar en los desvanes de la memoria las peque?as peculiaridades de los hechos que presencia, y de las figuras que los pueblan. Surgen as¨ª retratos antol¨®gicos, como el de su padre, el del hijo de Robert E. Lee ('Lee era un caballero de la vieja escuela y, como todo el mundo sabe, un caballero de la vieja escuela bebe casi tanto como un caballero de la nueva escuela'), el de Garibaldi ('el vigoroso jugador en un juego que no comprend¨ªa') o el de Grant ('El progreso de la evoluci¨®n desde el presidente Washington hasta el presidente Grant era una prueba suficiente para desbaratar a Darwin'). Ni los supuestos grandes hombres de su ¨¦poca, ni Harvard, ni Londres, ni Berl¨ªn, ni Roma ense?an nada o casi nada a Adams, quiz¨¢ porque 'no buscaba la verdad absoluta', sino 's¨®lo un carrete en que devanar el hilo de la historia sin romperlo'. As¨ª que nos lo cuenta todo en tercera persona, en una prosa densa, acerada, a veces amarga, siempre sin concesiones. Una historia, ?cuidado!, 'de educaci¨®n', no una mera vulgar lecci¨®n de vida.
Pero mientras Adams a¨²n capturaba los melocotones m¨¢s perfectos en el huerto de su abuelo, el viejo presidente John Quincy, Eckermann urd¨ªa su obra maestra, las armoniosas, fluviales e inolvidables conversaciones con el autor de Las afinidades electivas. Otra obra de educaci¨®n, bien mirado. Y es que presiento que, tal como Europa trama el universo de la Ilustraci¨®n y Norteam¨¦rica le responde con el mito de la independecia, las memorias de Adams son al otro lado del Atl¨¢ntico -y del canal de la Mancha- lo que las de Eckerman en ¨¦ste. Dos inteligencias con vastos prop¨®sitos gnoseol¨®gicos: uno se sirve de su propia figura contemplada en el espejo y el otro encuentra en Goethe el ep¨ªtome brillante y viviente para completar con creces sus propios intereses. Y es que no hay que menospreciar lo que hay de Eckermann en estas p¨¢ginas dedicadas en cuerpo y alma a la memoria de Goethe. Al fin y al cabo, el primero opera con las palabras del seguno como el pastelero con la harina, y eso es especialmente evidente en la tercera parte del volumen, escrita tras la muerte del gran sabio. Eckermann se inventa un Goethe veros¨ªmil, un gigante entra?able sentado en su silla de madera con quien compartir una mesa regada con vino viejo del Rin o paseos peripat¨¦ticos en el exuberante entorno de Weimar; una figura entra?able y severa -un 'monarca anciano'-, vestida con frac negro si hab¨ªa visita o en bata de franela blanca en la intimidad. Alguien fascinante, qu¨¦ duda cabe, al que escuchar incansablemente y con quien contrastar ideas sobre los autores predilectos (Voltaire, Lord Byron, los cl¨¢sicos), los artistas preferidos (el escultor David, el pintor Claude Lorraine), las observaciones de la naturaleza, la pol¨ªtica de su tiempo... Quien termina la lectura de estas p¨¢ginas y no se ha vacunado contra el fanatismo, la pereza intelectual y el oscurantismo simplememte no las merece.
No escribi¨® Nietzsche en vano que este era el mejor libro alem¨¢n, despu¨¦s de observar -en El caminante y su sombra- que 'Goethe no era necesario para los alemanes, y por eso no saben qu¨¦ hacer con ¨¦l'. Tampoco Adams era 'necesario' para los americanos -presumo que ni siquiera para los ingleses-. Ambos fueron hombres del siglo XVIII -as¨ª se define Adams, contra la mera evidencia cronol¨®gica- que tuvieron el privilegio de asistir a sendos convulsos cambios de ¨¦poca. Ambos nos han dejado sus palabras sin duda como ant¨ªdoto del doloroso derroche de inteligencia que ha arrastrado tras s¨ª la historia humana. Esas p¨¢labras tratan de lo ¨²nico importante: la capacidad de observar el mundo para aprender. Que cada uno las juzgue seg¨²n lo que es o lo que quiera ser.
Joan Gar¨ª es escritor.
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