El circo 'Precio'
Me llevaban de peque?a al circo Price. Antiguamente ocupaba la plaza del Rey, pero cuando yo iba lo instalaban ya en la plaza de Castilla. Aunque siempre quer¨ªa ir, hab¨ªa algo del circo que no llegaba a gustarme. Pero entonces no hubiera sido capaz de definirlo, ni siquiera de concebir qu¨¦, indefinible, era capaz de provocarme esa tristeza ambigua tan propia de la infancia, esa inocencia confusa que consiste en poder compaginar la risa con el llanto o disfrutar del miedo. Mucho despu¨¦s descubr¨ª que esa tristeza ambigua era fruto del price, del precio de la risa y de la excitaci¨®n.
Adoraba a los trapecistas, tan leves, tan lejanos; a los funambulistas, tan concentrados y extremos. Me re¨ªa con los payasos, porque a¨²n no sab¨ªa nada de su simpat¨ªa. Envidiaba a los domadores, que se comunicaban con fieras inaccesibles o hac¨ªan piruetas a lomos de elefantes y caballos. Recuerdo la sensaci¨®n de verme muy peque?a ante la fascinaci¨®n de aquel mundo, sentadita bajo una carpa que hubiera dicho inmensa, comiendo Toblerone. Y, despu¨¦s, siempre ten¨ªa ganas de llorar. De cansancio, pensar¨ªan los adultos, de tantas emociones. Los adultos siempre piensan que los ni?os lloran porque est¨¢n cansados, no se imaginan que el llanto de los ni?os puede ser fruto de la intuici¨®n de ese algo peligroso que vuela en el trapecio, ese algo precario que mantiene el equilibrio en el alambre, ese algo esforzado en las bromas de los payasos, ese algo frustrado en la boca de los leones y esclavo en las galas de los elefantes. Los ni?os no saben qu¨¦. Simplemente, se ponen nerviosos y se echan a llorar. Pero los ni?os lloran por el price. Hacerse adulto deber¨ªa consistir, simplemente, en desarrollar una capacidad antes in¨¦dita: la indignaci¨®n; porque abandonar la infancia consiste en descubrir los qu¨¦.
Esta semana, Madrid ha sido un circo: el circo Precio, podemos traducir, ahora que ya sabemos ingl¨¦s. Pues da la casualidad de que han coincidido en la capital Joaqu¨ªn Jos¨¦ Mart¨ªnez, reci¨¦n llegado del corredor de la muerte, y George W. Bush, reci¨¦n llegado del despacho oval de la muerte: los mapas de vuelo de la Parca son inextricables. Primero llega Mart¨ªnez y es recibido en Barajas por todo ese p¨²blico, tan infantil, que lucha contra la pena de muerte. El ambiente evoca el del final de aquellos n¨²meros de ilusionismo en los que una persona era encadenada, encerrada en una jaula y sumergida sin el m¨¢s m¨ªnimo atisbo de salvaci¨®n. Con el coraz¨®n en un pu?o y la boca entreabierta, le ve¨ªamos debatirse como un tit¨¢n y aparecer, al fin, alzando sus dos brazos voluntariosos y musculados. S¨®lo que Mart¨ªnez viene m¨¢s p¨¢lido y los brazos de su voluntad tienen forma de padre y madre. Cuando el forzudo del circo lograba liberarse, sol¨ªa ser recibido por una se?orita, sumamente banal, que le daba una toalla. A Mart¨ªnez lo recibi¨® Ana Rosa Quintana, la se?orita que le dio una exclusiva. Y ah¨ª fue, entre nuestros aplausos manchados de Toblerone, cuando algo provoc¨® aquella tristeza ambigua que de peque?os nos daba ganas de llorar. Se trataba del qu¨¦. Era el price.
Despu¨¦s llega Bush, alto y arreglado como el payaso listo que nunca nos ca¨ªa del todo bien: escond¨ªa algo. En Barajas es recibido por un ministro espa?ol que casi se va a pique a golpe de reverencias y que da un poco de pena, como aquellos payasos segundones, m¨¢s bajitos y m¨¢s tontos, que se tropezaban y se ca¨ªan a prop¨®sito y eran muy despreciados por el listo y la burla de la afici¨®n infantil. El riesgo a romperse el cuello y a hacer mucho el rid¨ªculo es el price. Pero en esta fase del n¨²mero circense todav¨ªa no nos dan ganas de llorar. Eso es m¨¢s tarde, cuando Aznar pasea suavemente con Bush por la finca de Quintos de Mora y por los jardines de La Moncloa, espacios ambos contemplados, de forma gen¨¦rica, por el Protocolo de Kioto. Por cierto. Y luego, cuando Aznar, como aquellos payasos intermediarios que aparec¨ªan entre las reverencias del payaso tonto para que resultara m¨¢s digna la raz¨®n del payaso listo y sospechoso, declar¨® que su charla hab¨ªa sido 'extremadamente productiva'. Los adultos dir¨ªan que nuestras ganas de llorar son producto de tanta emoci¨®n, que estamos cansados, naturalmente. Pero no, es ese algo pausado que despide el paseo de Bush y de Aznar: la suavidad. Se trata del price, del precio de esa suavidad. Porque ya sabemos que ese precio es el qu¨¦.
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