A la espera
Soy el capit¨¢n de mi alma, dice en uno de sus versos el poema de Henley que Timothy McVeigh nos dej¨® como testamento. Pero me resulta dif¨ªcil hablar del horror mientras disfruto de las ben¨¦volas quemaduras del sol. De un doble horror, el de la pena capital y el de la masacre que dej¨® tras de s¨ª el barco desalmado del alma del capit¨¢n. Porque no cabe olvidar, bajo el impacto de la v¨ªctima televisada, la estela que ¨¦sta nos dej¨® en su deriva marinera. Lo sabemos todo del capit¨¢n, lo sab¨ªamos ya antes de que contempl¨¢ramos su rostro en la antesala de la muerte. Por el contrario, nada sab¨ªamos de cada una de las ciento ochenta personas que el alma de McVeigh necesit¨® liquidar para seguir navegando sin escollos. De todas ellas, la televisi¨®n no nos ofreci¨® la biograf¨ªa de sus rostros, sino un amasijo de destrucci¨®n y sangre, un revuelto indiferenciado al que s¨®lo pusieron rostros los sufrimientos de los familiares. La persona, la ¨²nica de toda aquella carnicer¨ªa, dej¨® su rostro en negativo, una ausencia que urg¨ªa rellenar. Pero estaba all¨ª, era el protagonista absoluto.
Hoy lo sabemos todo del capit¨¢n. Es la ventaja del asesino al que se le concede el dudoso privilegio de la muerte. ?O es la de todo asesino? El vaciado de su huella lo convirti¨® ya en protagonista que hizo pasar a segundo plano la destrucci¨®n indiferenciada de sus v¨ªctimas. Lo que importaba de ¨¦stas era su n¨²mero. Pero ¨¦ste lo magnificaba, hac¨ªa del asesino una estrella del mal, un destello al que hab¨ªa que ponerle nombre. Luego, cuando supimos qui¨¦n era, su indiferencia y su falta de arrepentimiento no consiguieron aminorar el nuevo horror del que volv¨ªa a erigirse en protagonista. La pena de muerte a la que se le conden¨® lo convert¨ªa en v¨ªctima, una transmutaci¨®n que lo erig¨ªa en h¨¦roe-m¨¢rtir sobre el dep¨®sito de cad¨¢veres que el mismo fabric¨®. Y a nuestras almas modernas les conmueve el h¨¦roe-m¨¢rtir. Les horroriza la v¨ªctima, de la que tratan de huir como de la peste, puesto que es una amenaza para su seguridad y pone en riesgo su universo de indiferencia moral. Pero el h¨¦roe-m¨¢rtir nos fascina porque devuelve las cosas a su sitio. Y qu¨¦ mejor h¨¦roe-m¨¢rtir que el asesino para que se cierre definitivamente el c¨ªrculo de la inquietud y el olvido reinstaure el orden natural de las cosas.
La estampa del dolor, en este caso, le corresponde al monstruo. Lo mismo da que en ning¨²n momento haya dejado de ser el monstruo que era. Hubi¨¦ramos deseado su repentina conversi¨®n a la santidad para sublimar de alg¨²n modo nuestro revolc¨®n en la amnesia y para que un algo de sentimiento, un ¨¢pice de compasi¨®n, le hubieran dado a la farsa la dimensi¨®n de la tragedia. Pero tampoco era indispensable ese matiz. Ha muerto McVeigh, y su muerte ha sido dulce, un modelo de muerte. De ese modo, todo es perfecto. En esa muerte que hemos consentido, que incluso hemos contemplado, nos vengamos y nos liberamos. Pero hemos concedido al asesino la gloria a cambio de nuestro olvido. Olvido de las ciento ochenta personas que asesin¨® -ese n¨²mero- y olvido de nuestra fragilidad, en la que debiera fundarse una conciencia moral de la que ya carecemos.
Tumbado al sol, el caso McVeigh me queda lo bastante lejos como para permitirme una reflexi¨®n del tipo pro suo domo. No obstante, esa reflexi¨®n en provecho propio me salva al menos de la indiferencia. Tambi¨¦n yo quer¨ªa olvidar, hundido entre el olor del salitre y de los jazmines, para olvidarme de mi pa¨ªs. Y puesto a hablar, quer¨ªa hablar de algo ajeno a nosotros. Pero la elecci¨®n del motivo me ha traicionado, y as¨ª como tras el horror de la masacre estaba en negativo el rostro de McVeigh, as¨ª para m¨ª detr¨¢s de ¨¦ste bull¨ªa mi pa¨ªs.
No hay olvido, afortunadamente no puede haberlo. Y ese es el testigo que ha de orientar la actuaci¨®n pol¨ªtica en nuestra tierra. Ninguna operaci¨®n de venganza que sirva para instaurar la amnesia tras la glorificaci¨®n del asesino, pero de ninguna manera tampoco una escenificaci¨®n del valor de la v¨ªctima para otorgarle al asesino un reinado sobre sus cad¨¢veres. La v¨ªctimas son nuestras porque son nosotros, pero de esta categor¨ªa queda excluido el asesino. S¨®lo la ley, y la clemencia de sus v¨ªctimas, lo pueden devolver al universo que ¨¦l destruy¨®. Reincorporarlo a ¨¦ste, al universo de las v¨ªctimas, obviando sus responsabilidades y trat¨¢ndolo en paridad con aquellas, ser¨ªa indicio de una perversi¨®n moral no inferior a la que supon¨ªa el ajusticiamiento de McVeigh. Una operaci¨®n del olvido sobre una hip¨®crita escenificaci¨®n del recuerdo, de la que el asesino se convertir¨ªa en due?o y se?or. Fundar una pol¨ªtica sobre el valor de la v¨ªctima implica el autoreconocimiento de los ciudadanos como v¨ªctimas y actuar en consecuencia.
Rodeado de jazmines y de adelfas, mi pa¨ªs me escuece. No pod¨ªa ser de otra manera.
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