Charlatanes
Me fascinan los charlatanes. Esos tipos que emboban a la gente manejando un rallador de hortalizas o un destornillador multiusos son, sencillamente, geniales. La forma en que combinan dial¨¦ctica y gestualidad para convencer al p¨²blico de que su vida carece ya de sentido alguno si no adquieren el artilugio que les ofrece constituye todo un arte. Un ejercicio de seducci¨®n del que deber¨ªan aprender muchos dirigentes pol¨ªticos quienes, a pesar de contar con instrumentos bastante m¨¢s poderosos, son incapaces de ilusionarnos. En tan ¨¢rido desierto de motivaci¨®n le resulta f¨¢cil operar a cualquier predicador de tres al cuarto que quiera manipular las neuronas sesteantes de los ciudadanos ¨¢vidos de emociones.
Recuerdo la impresi¨®n que me produjo hace quince a?os el ¨¦xito de audiencia que cosechaba en la televisi¨®n de Florida un telepredicador que pon¨ªa a sus seguidores como una moto. Era un se?or negro como el bet¨²n al que, sin lugar a duda, hab¨ªa vestido el enemigo. Con su chaqueta morada, la camisa carmes¨ª y una corbata fucsia que levantaba ampollas en las pupilas, aquel armario parlante invocaba a Dios, promet¨ªa la felicidad y la salvaci¨®n eterna al tiempo que lanzaba vociferantes 'aleluyas' que retumbaban en toda la sala. Mientras tanto, una decena de empleados pulcramente uniformados recorr¨ªa el patio de butacas con enormes cestas que los fieles en ¨¦xtasis atiborraban de d¨®lares. Aquello me resultaba inexplicable. No pod¨ªa entender que en un pa¨ªs tan avanzado y con todas las posibilidades econ¨®micas y culturales triunfara semejante ceremonia de la estupidez. Apagu¨¦ el televisor del hotel de Miami en que me alojaba con el convencimiento y el orgullo de que nunca ver¨ªa algo as¨ª en mi pa¨ªs. El pasado s¨¢bado por la noche, cinco mil personas abarrotaron la plaza de toros de Legan¨¦s para asistir al show de un famoso telepredicador americano cuyo nombre no tengo el menor inter¨¦s en recordar. Me cuentan que fue la bomba. Seg¨²n parece, este iluminado no se corta ni con un serrucho. Y lo mismo utiliza ni?os para devolverles supuestamente el habla, incluyendo el aprendizaje de idiomas en el milagro, que contrata a unos cuantos farsantes para que entren en el escenario en silla de ruedas y salgan con ella al hombro. Muchos de los asistentes fueron como quien va al circo y se part¨ªan de risa, pero la inmensa mayor¨ªa se trag¨® aquello como si tuviera delante a un nuevo Mes¨ªas. Una experiencia realmente alarmante al revelar que cualquier papanatas puede venir a idiotizarnos y vendernos el para¨ªso terrenal. Tres d¨ªas despu¨¦s de que el telepredicador norteamericano saliera a hombros de la plaza de toros de Legan¨¦s, el Air Force One tomaba tierra en Barajas con el nuevo amo del mundo en su interior. Aunque George Bush no acertara a pronunciar correctamente el nombre del presidente espa?ol y le llamara Anzark y confundiera adem¨¢s la finca toledana de Quintos de Mora con un rancho mejicano, nuestro Gobierno se puso inmediatmente a su servicio. Bus encontr¨® en Aznar el primer aliado para su escudo antimisiles y, a cambio, el presidente norteamericano le prometi¨® colaboraci¨®n en la lucha antiterrorista. Todos saben por ah¨ª fuera lo que sangramos por culpa de ETA y las ganas que tenemos de acabar con sus burradas, as¨ª que se aprovechan. A cambio de acabar con su santuario, y no lo hizo del todo, Francia nos vendi¨® sus trenes veloces que siempre son m¨¢s presentables que los misiles. El n¨²mero uno en USA enamoraba a Jose Mar¨ªa Aznar el mismo d¨ªa en que el presidente de Madrid reun¨ªa a los suyos para darse un ba?o de autocomplacencia. Con la excusa del primer bienio de su segundo mandato, sent¨® en una grada a sus consejeros y altos cargos, repas¨® uno a uno los ¨¦xitos de su gesti¨®n, proyect¨® un v¨ªdeo con las grandes obras en marcha y, tras calificar de fabuloso el progreso de Madrid en estos dos a?os, se plant¨® asimismo un sobresaliente sin el menor rubor. A pesar de que su arenga result¨® menos anodina que el encuentro de Aznar y Bush y que truf¨® alguna frase populista de Kennedy, Ruiz-Gallard¨®n no hubiera arrancado en la plaza de Legan¨¦s ni un solo aleluya. Toda una crisis de ilusi¨®n que magnifica al charlat¨¢n callejero, al que tanto admiro. Escuch¨¢ndole se que corro el riesgo de comprar un pelador de patatas o una herramienta in¨²til, pero no de volverme idiota.
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