Estado de la justicia: responsabilidad para todos
El problema justicia ocupa en los medios de comunicaci¨®n un notable espacio. Es m¨¢s, para llamar la atenci¨®n sobre sus dimensiones, al debate se han incorporado voces que, con inflexiones de emergencia y una llamativa unilateralidad en los planteamientos, lo se?alan como el ¨²nico en el marco de las instituciones. Cualquiera dir¨ªa que, fuera de este campo, ni pasa ni habr¨ªa pasado nada digno de tanto fervor en la denuncia...
El problema existe, faltar¨ªa m¨¢s. Pero de justicia es tratar de hacer luz sobre las causas, nada simples, y distribuir con equilibrio las responsabilidades. Pues el asunto es cosa de jueces, pero no s¨®lo. Si la Administraci¨®n de Justicia fuera, como hay quien sugiere, un campo de minas, lo cierto es que ¨¦stas se fabrican, al menos en medida no desde?able, en otra parte. Adem¨¢s, debe hacerse notar que la percepci¨®n social del asunto pasa a trav¨¦s de la ¨®ptica de los media. Y, en fin, que la instituci¨®n ha sido y es, tambi¨¦n, un f¨¢cil y socorrido chivo expiatorio.
Vaya por delante que en la jurisdicci¨®n se registran defectos de calidad y de rendimiento imputables a algunos de los que la ejercen. Pero no creo que su incidencia porcentual sea superior a la de los constatables en otros ¨¢mbitos institucionales. En cualquier caso, si de calidad se trata, habr¨ªa que decir que, incre¨ªblemente, hasta hace apenas cinco a?os, la formaci¨®n inicial de los jueces no ha existido realmente como tal, m¨¢s all¨¢ de la asimilaci¨®n b¨¢sicamente memor¨ªstica de un programa de oposiciones. Y en cuanto a rendimiento, es de se?alar que todo lo que hace y lo que no hace el juez como profesional consta y puede conocerse con relativa facilidad; la misma con que se podr¨ªa responder a los incumplimientos.
Ambas cuestiones remiten a otras que no son precisamente banales: las de la organizaci¨®n y las leyes de procedimiento, y la de la oficina judicial. La primera tiene su origen pr¨®ximo en la Ley Org¨¢nica del Poder Judicial de 1985, presentada a la opini¨®n como la del siglo XXI, pero esencialmente tributaria del XIX. Elaborada con prisa para llegar a tiempo de cambiar el sistema de formaci¨®n del Consejo, se agot¨® en ese esfuerzo, sin aportar nada realmente transformador, dejando muchos problemas irresueltos y creando otros. En materia de leyes procesales, ya se sabe, la civil, con su jungla de procedimientos, toda una negaci¨®n de la m¨¢s elemental racionalidad pr¨¢ctica, s¨®lo ha merecido la atenci¨®n del legislador del a?o 2000. La penal sigue siendo de 1882, con incrustaciones posteriores que -salvo una de 1978 y otra de 1988- no es que vinieran a mejorarla. Y, todo hay que decirlo, funciona razonablemente merced a una relectura constitucional que es jurisprudencial. Tanto, que hay buenos motivos para temer una reforma reactiva, estimulada por los escozores provocados por algunos procesos bien conocidos. El cambio de la minor¨ªa de edad penal, fundamental para la humanizaci¨®n de la respuesta punitiva, qued¨® incomprensiblemente aparcado en momentos de crecimiento democr¨¢tico y ha tenido que arrancar, contra corriente, en una ¨¦poca, como ¨¦sta, de reflujo.
La oficina judicial merece un cap¨ªtulo aparte. Su trazado sigue siendo el inmortalizado por Gald¨®s, con una distribuci¨®n de roles burocr¨¢ticos que se mantiene invariable. Se ha informatizado, pero en el sentido de que el ordenador sustituye a la m¨¢quina de escribir en, pr¨¢cticamente, las mismas funciones. A ello debe a?adirse la notoria falta de racionalidad en la distribuci¨®n de los efectivos personales, con inexplicables desigualdades entre ¨®rganos en lo relativo a la dotaci¨®n, a despecho de la carga de trabajo. De otra parte, las diferencias retributivas y el notable n¨²mero de plazas cubiertas en r¨¦gimen de interinidad ocasiona, en cada concurso, desplazamientos, a veces masivos, de funcionarios, inductores de desajustes gratuitos, sumamente perturbadores, que ninguna empresa podr¨ªa soportar sin costes impagables.
Los asuntos a que acaba de aludirse llaman en causa a otros sujetos institucionales, que no son los jueces: al ejecutivo y al legislativo, en esta materia mucho menos urgidos que en otras. Quiz¨¢ porque las disfuncionalidades judiciales cumplen, en el fondo, alg¨²n papel. O porque los costes se proyectan m¨¢s bien sobre los agentes directos del sistema; de manera que no existe un precio para los incumplimientos pol¨ªticos, por m¨¢s que las omisiones o las faltas de previsi¨®n puedan ser realmente graves.
Se impone hablar del Consejo, instituci¨®n cardinal de la justicia, con graves problemas de legitimidad y de eficacia. No me detendr¨¦ en cuestionar, una vez m¨¢s, el modelo vigente. Me basta recordar que el Tribunal Constitucional lo caracteriz¨® como de constitucionalidad d¨¦bil. Y se?alar que la carga de la prueba de su bondad corresponde a quienes lo defienden, a veces frente a sus propios argumentos de anta?o.
S¨ª me interesa subrayar que la crisis de identidad de la instituci¨®n, nunca resuelta, mantiene a la jurisdicci¨®n en una permanente situaci¨®n de d¨¦ficit de gobierno. Otro de esos lujos dif¨ªciles que s¨®lo la justicia puede permitirse. Y no es aventurado ver en esto la raz¨®n de un modo de actuar del Consejo inseguro y escasamente aut¨®nomo, mediatizado por los partidos y, con frecuencia, a remolque de los media. As¨ª como de la cr¨®nica debilidad en la respuesta a los incumplimientos profesionales, que, por lo dicho, no cabe atribuir a desconocimiento.
En la cuesti¨®n justicia, tambi¨¦n los medios de comunicaci¨®n tienen un papel de primer orden. Porque para sectores mayoritarios de la opini¨®n -y ?ay! de la pol¨ªtica- no existe m¨¢s que lo que ellos denuncian. Y la informaci¨®n es fragmentaria, selectiva y, con frecuencia, poco rigurosa. Sin contar con que, desde hace tiempo, en la materia se acusa una marcada tendencia a cierto amarillismo more brit¨¢nico. Es, por lo dem¨¢s, otro terreno en el que se echa de menos un serio esfuerzo del Consejo para contribuir a la creaci¨®n de una opini¨®n seriamente informada de lo que pasa en y por los tribunales, y de una buena cultura de la jurisdicci¨®n.
Lo hasta aqu¨ª expuesto pretende aportar algunos elementos de valoraci¨®n que, a mi juicio, deben estar presentes en la lectura del Pacto de Estado para la reforma de la justicia. Por ahora, mera declaraci¨®n de intenciones con importantes inc¨®gnitas. As¨ª, entre otras, fiscal instructor ?con qu¨¦ estatuto?; acci¨®n popular ?regulaci¨®n o recorte?; m¨¢s discrecionalidad en los nombramientos ?administrada como hasta la fecha? Y, de nuevo, come prima, una sola aut¨¦ntica preocupaci¨®n concreta y urgente, cambiar/mantener (se trataba de hacer posibles las dos lecturas) el sistema de formaci¨®n electiva del Consejo; que seguir¨¢ jug¨¢ndose en lo fundamental en el terreno de los partidos pol¨ªticos.
Un examen atento del texto permite hallar en ¨¦l un demoledor inventario de cosas que, en la Administraci¨®n de Justicia, est¨¢n realmente por hacer; y la evidencia de que, en lo realizado, ha sobrado improvisaci¨®n y han faltado dise?o y previsi¨®n de alg¨²n alcance. Es una suerte de (auto)denuncia impl¨ªcita de la pobreza de la pol¨ªtica de la justicia que subyace al vigente statu quo judicial, a tener en cuenta para que el reparto de responsabilidades sea realmente equitativo.
Por eso, no puedo ocultar mi asombro por la peculiar selectividad con que algunos agentes del Pacto administran sus intervenciones al respecto. Pienso en la sesgada obsesi¨®n por los jueces estrella. No dir¨¦ que no sean un problema. (Alguna vez me he referido al fen¨®meno como una forma de degradaci¨®n olig¨¢rquica de la jurisdicci¨®n, por la indeseable acumulaci¨®n de poder judicial). Pero distan mucho de ser el problema, que, con todo, no es, y menos en lo fundamental, cuesti¨®n de personas. ?ste tiene, de un lado, ra¨ªces institucionales que remiten al esquema org¨¢nico y de concentraci¨®n de competencias. Pero, sobre todo, mucho que ver con la existencia de casos estelares, en particular los debidos a algunos grav¨ªsimos actos de delincuencia con sujetos p¨²blicos por autores y/o instituciones estatales por escenario, que un correcto ejercicio de la pol¨ªtica en el respeto de la legalidad podr¨ªa haber ahorrado a los jueces (y antes al pa¨ªs). No es justo, ni un buen augurio que asunto tan espinoso y complejo se presente con semejante desenvoltura y haciendo abstracci¨®n de datos b¨¢sicos que, por pr¨®ximos, est¨¢n en la mente de todos. La correcta aproximaci¨®n al tema obligar¨ªa a recordar que lo que -o, quiz¨¢ mejor, quien- hoy es objeto de demonizaci¨®n fue antes propuesto como paradigma del operar judicial, con fines puramente electoralistas. Esto, y la necesaria evocaci¨®n de los posteriores compulsivos esfuerzos para deslegitimar una sucesi¨®n de actos jurisdiccionales inc¨®modos y a la jurisdicci¨®n misma, todo sin reparar en las consecuencias, da idea de la calidad y variedad del lastre que, en tema de cultura y actitudes, habr¨¢ que arrojar por la borda si se quiere llegar a buen puerto en materia con tantas aristas.
Por eso, puesto que de pacto pol¨ªtico se trata, y con algo de (re)fundacional, para que resulte realmente cre¨ªble y, a la postre, eficaz, es necesario que a la propuesta de soluciones preceda una clara identificaci¨®n de (todas) las causas de los problemas fundamentales. Que la cr¨ªtica y la luz p¨²blica se apliquen a los dem¨¢s responsables de la situaci¨®n que se trata de enmendar, con la misma incisividad y persistencia con que hoy se proyectan sobre los propios operadores judiciales.
Perfecto Andr¨¦s Ib¨¢?ez es magistrado.
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