Urbes
El recinto hist¨®rico de las ciudades es el espacio del despilfarro (llamado 'consumo') y el turismo (llamado 'cultura'). Ninguno de los viejos s¨ªmbolos ciudadanos significa nada. ?Qui¨¦n recuerda la batalla de Trafalgar cuando los hooligans se matan a botellazos en Trafalgar Square? ?Qui¨¦n ve a la diosa cuando los hinchas asaltan la Cibeles? ?Qui¨¦n lee la ciudad como un espacio que nos representa? Sus propios habitantes viven en la ciudad como extranjeros. Son turistas. Los festejos ordenados por la Administraci¨®n son un placebo. Montajes obligatorios, hijos del presupuesto, armados por expertos, e imprescindibles para que los medios mantengan la ficci¨®n de que la ciudad existe. ?Hay pol¨ªticos, serpentinas, desfiles, ruido y trajes regionales? Entonces, hay ciudad, o eso creen nuestros representantes.
De modo que las batallas campales tienen cada vez mayor atractivo. Sea para participar en ellas o para verlas en la tele. Antiglobales, okupas, anarcos, hinchas, devuelven el espacio urbano a la vida verdadera. Sus capuchas, perforaciones, tatuajes, cascos, cachiporras y c¨®cteles m¨®lotov son m¨¢s convincentes que los disfraces ochocentistas y folcl¨®ricos que adornan la vida oficial. La violencia es el precio que pagamos para vivir la imagen real del mundo en la ciudad. Los grandes y violentos espect¨¢culos urbanos, tan similares a los de 1968, arrasan la mentira folcl¨®rica, rom¨¢ntica e idealista que la Administraci¨®n quisiera para una ciudad dise?ada por publicitarios. La violencia del mundo entra en el parque tem¨¢tico y por unas horas estamos en Palestina, en Colombia o en Chechenia. Luego vuelve Disney.
Las actuales batallas campales se organizan por Internet (y no en ciclostilo), la lucha se lleva a cabo con el m¨®vil en la mano (y no Mundo Obrero), los subversivos tienen recursos para viajar a Gotemburgo y Seattle, o para pasar una semana en G¨¦nova (y no en el calabozo). La revoluci¨®n se ha tecnificado y lleva un considerable adelanto sobre la simbolog¨ªa reaccionaria, cursi, aldeana, de la pol¨ªtica oficial, incluida la abertzale. Porque lo sorprendente de la antiglobalizaci¨®n es que es producto (y no efecto) de la globalizaci¨®n.
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