Lo p¨²blico y lo privado
A no pocos se les ha ocurrido asemejar o por lo menos establecer comparaciones entre el actual esc¨¢ndalo de Gescartera y el denominado Ibercorp durante la etapa socialista. Estos paralelismos no suelen ser inocentes, porque de forma inmediata se pondera el grado de responsabilidad pol¨ªtica del Gobierno, la diligencia en la persecuci¨®n de los culpables y el volumen de los afectados. Aunque fuera s¨®lo por este ¨²ltimo aspecto, a la cuesti¨®n le sobra envergadura para intentar una reflexi¨®n que trate de alejarse del partidismo y llegar a algunas claves ¨²tiles.
De entrada, henos aqu¨ª de nuevo en un terreno que no puede gustar a nadie que resulte medianamente sensato, incluso si observa en ¨¦l una excelente arma arrojadiza contra el adversario. Se ha dicho que vivimos en la era de la corrupci¨®n, y esta afirmaci¨®n no parece injustificada. La corrupci¨®n pod¨ªa ser vista en otro tiempo como una especie de perversi¨®n excepcional que viv¨ªa en los arrabales de la pol¨ªtica. Hoy nos damos cuenta de que la conciencia moral ha progresado y que lo que en otros tiempos era juzgado como tolerable ha pasado a ser inaceptable. As¨ª ha sucedido, por ejemplo, con la financiaci¨®n de los partidos, la ejemplaridad personal de los pol¨ªticos o los privilegios que se autoconceden.
Pero, al margen del avance en la conciencia moral, hay casos distintos, como aquel al que nos enfrentamos, en los que existe, aparte del delito tipificado como tal, el ambiente que lo alimenta y lo hace posible. En cierto sentido, este ¨²ltimo es todav¨ªa peor que aqu¨¦l, porque es el que da?a al sistema de convivencia. Lejos de ser una an¨¦cdota, la corrupci¨®n resulta, as¨ª, una patolog¨ªa de resultados devastadores que reduce a la nada la propia esencia del r¨¦gimen democr¨¢tico. Afecta a la transparencia de lo p¨²blico, que es esencial en una democracia, al sustituir los procedimientos contradictorios y abiertos por los sesgados y opacos, en beneficio de personas concretas. Pero no es s¨®lo eso, sino que degrada la calidad de las instituciones p¨²blicas a disposici¨®n de los ciudadanos y da lugar a un verdadero estado de excepci¨®n en favor de los beneficiarios, lo que acaba generando la m¨¢s encendida indignaci¨®n popular en su contra. Se aprovecha de la a menudo incierta frontera entre lo privado y lo p¨²blico que un r¨¦gimen liberal-democr¨¢tico debiera tener muy precisamente definida. Rompe de modo frontal con la idea de igualdad de los derechos de la persona y, en consecuencia, pervierte la misma idea del pacto social. Pulveriza la noci¨®n de que existen unos deberes (una ¨¦tica p¨²blica) respecto de la comunidad de que se forma parte. Introduce la duda y la inseguridad respecto del comportamiento del individuo ante el Estado y, por tanto, puede prostituir la relaci¨®n con ambos. Crea en el ambiente pol¨ªtico diario una sensaci¨®n de incertidumbre angustiosa, hasta que resuelva una instancia lenta y farragosa. Parafraseando a Montesquieu, podr¨ªa decirse que la corrupci¨®n en la democracia es la corrupci¨®n de la democracia misma.
Lo peor es el efecto que acabar¨¢ causando sobre el ciudadano. Engendra una cultura que, a poco que se presenta la frecuencia en la repetici¨®n de los casos, acaba por ser adictiva. Tiene como consecuencia inmediata el cinismo, o cuando menos la indiferencia ante lo p¨²blico, el repudio esc¨¦ptico ante la participaci¨®n y la sensaci¨®n de anomia -o, lo que es lo mismo, la falta de reglas- en la vida colectiva. Constituye como una especie de lepra, que fomenta toda una serie de c¨ªrculos viciosos de la vida p¨²blica. Se alimenta del clientelismo, pero tambi¨¦n lo estimula, y algo semejante acontece con la ineficiencia administrativa. Cuando la corrupci¨®n se instala en una sociedad democr¨¢tica, todo en la pol¨ªtica se convierte en una caricatura: el partido se convierte en un clan personalista o clientelar, la ¨¦tica p¨²blica se convierte en una moral de situaci¨®n de los instalados e incluso la legislaci¨®n destinada a combatir la corrupci¨®n se convierte en ineficaz porque es demasiado estricta y acaba por ser incumplida, llega demasiado tarde o se descubre pronto c¨®mo sortearla.
Si tan graves son las consecuencias se convendr¨¢ que ser¨ªa necesario un diagn¨®stico de c¨®mo un determinado clima ambiental puede llegar a favorecer que la planta de la corrupci¨®n germine. Se tratar¨ªa, en definitiva, de descubrir esa clave que hace en un determinado momento que, como dec¨ªa Bernanos, se destruya el propio sentimiento de culpabilidad. Lo que sucede es que no siempre es una y la misma. En el caso de las dos ¨²ltimas situaciones gubernamentales en Espa?a ha sido muy diferente. Claro est¨¢ que la inmensa mayor¨ªa de quienes han ocupado posiciones de poder son irreprochables. Pero no es menos cierto que quiz¨¢ tambi¨¦n fueron demasiado ingenuos o despreocupados al no prever que anidara la posibilidad de la corrupci¨®n en el invernadero de las buenas intenciones.
El cambio socialista no era, en realidad, 'que las cosas funcionaran', sino una voluntad decidida de que cambiara sustancialmente la vida de los espa?oles y la idea de que era posible conseguirlo en un plazo relativamente corto si el pulso era firme y si se actuaba con el imprescindible pragmatismo. Adem¨¢s, fue protagonizado por una generaci¨®n a la que le sobraban motivos para la autosuficiencia, en especial si se comparaba con las precedentes. Prop¨®sitos excelentes, se dir¨¢, y buena prueba de ello es el amplio y largo apoyo que logr¨®. Pero del 'cambio' podr¨ªa haber tambi¨¦n derivaciones que, en lo colectivo y lo personal, acabar¨ªan convirti¨¦ndose en degeneraciones. La bondad del 'cambio' induc¨ªa al atajo, y de ah¨ª, a considerar que el fin pod¨ªa justificar algunos medios poco ortodoxos; lo que val¨ªa en la acci¨®n pol¨ªtica podr¨ªa ser tambi¨¦n de aplicaci¨®n en el terreno personal. Por otro lado, sin duda, cualquier pol¨ªtica que no sea pragm¨¢tica debe ser inmediatamente desechada, pero cosas distintas son el pragmatismo y la asunci¨®n de un sistema diferente (el capitalismo, por ejemplo) a aquel con el que uno se ha identificado sin tener en cuenta las reglas en las que se basa. M¨¢s que en la sobreabundancia de poder es con estas dos claves con las que se puede interpretar la erupci¨®n de esc¨¢ndalos en la ¨¦poca socialista.
Tambi¨¦n los populares tra¨ªan consigo un ¨ªmpetu generacional y un programa omnicomprensivo dispuesto a dar un vuelco a la vida de los espa?oles. La 'segunda transici¨®n' distaba de la milagrer¨ªa del cambio socialista, pero muchos espa?oles pudieron en su d¨ªa coincidir con los deseos de 'pasar p¨¢gina'. Lo que ha sucedido a continuaci¨®n no ha sido s¨®lo que los populares se hayan descuidado en la imprescindible tarea de estar atentos a posibles casos de corrupci¨®n por identificar a ¨¦sta con los adversarios pol¨ªticos. Por desgracia ha habido motivos m¨¢s de fondo. Los populares part¨ªan de unas tesis muy discutibles sobre el Estado y la sociedad civil. Hablaban con unci¨®n de ¨¦sta y, en cambio, consideraban que el mismo tama?o del Estado induc¨ªa a la corrupci¨®n al generar de forma espont¨¢nea mercados negros en su entorno. Eso es contradicho por la propia experiencia emp¨ªrica: el Estado est¨¢ mucho m¨¢s presente en la vida cotidiana en el norte de Europa y, no obstante, all¨ª hay menos corrupci¨®n.
La mezcla entre esta repulsi¨®n al Estado y aquella unci¨®n ha provocado climas ambientales peligrosos propicios a que germine en ellos la corrupci¨®n. Lo de menos es descubrir, selectivamente, las bondades de la porci¨®n de la sociedad civil adicta, se llame Norma Duval o Carlos D¨¢vila. Mucho m¨¢s grave es luego pensar que el Estado puede tener, por as¨ª decirlo, una capacidad fundacional en el seno de la sociedad civil e inmediatamente despu¨¦s reivindicar la absoluta autonom¨ªa de esta ¨²ltima. Algo as¨ª sucedi¨® en el pasado con las privatizaciones, y es digna de maravilla la cantidad de defensores a ultranza que han surgido de la sociedad civil en fechas recientes entre nosotros. El ¨²ltimo paso es aquel cuya patolog¨ªa ha aparecido en Gescartera. El mercado, apuntaba ese gran liberal que fue Octavio Paz, no es una ley divina ni humana, sino un mecanismo inventado por los hombres que ha dado un resultado razonablemente bueno. Pero exige instituciones eficientes y respetables, c¨®digos de conducta severos e inalterables y, sobre todo, una neta distinci¨®n entre el campo de lo p¨²blico y de lo privado. Lo de menos en Gescartera es el reloj como regalo, el partido de f¨²tbol en Par¨ªs o que los arzobispados hayan sido puestos por delante de los obispados. Lo decisivo es que ninguna de aquellas exigencias se ha cumplido medianamente bien. Y, sobre todo, que eso no es casual, sino que nace de una degeneraci¨®n de unos prop¨®sitos que pudieron ser correctos, pero en los que tambi¨¦n estaba oculto el germen de la lepra.
Javier Tusell es historiador.
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