?Qu¨¦ pinta la verdad?
En estos tiempos de crisis tanto de la pintura como de la filosof¨ªa y las bases que definen sus respectivos papeles, las relaciones entre ambas abren nuevas preguntas.
LA VERDAD EN PINTURA
Jacques Derrida Traducci¨®n de M. C. Gonz¨¢lez y D. Scavino Paid¨®s. Barcelona, 2001 396 p¨¢ginas. 3.900 pesetas
La deconstrucci¨®n quiere justamente, como la mayor¨ªa de las instalaciones, desmontar la distinci¨®n entre el adentro y el afuera
'Las desavenencias entre filosof¨ªa y poes¨ªa vienen de antiguo', escribi¨® Plat¨®n. Lo mismo podr¨ªa decirse de la filosof¨ªa y la pintura, y en el mismo contexto: siempre la vieja sospecha de que el pintor no tiene buenas relaciones con la verdad, de que se ve obligado a deformar la realidad para convertirla en cuadro, de que tiene que enga?ar a la vista pintando las cosas donde no est¨¢n o como no son, y todo ello en funci¨®n de unas supuestas prescripciones de la 'belleza', en nombre de las cuales se estar¨ªa autorizado a 'traicionar' a las cosas para 'mejorarlas', siquiera para hacerlas 'veros¨ªmiles' all¨ª donde la verdad no se parece a s¨ª misma. Por otra parte, la pintura tiene buenas razones para sospechar de la filosof¨ªa: cuando un fil¨®sofo la emprende con un cuadro, siempre existe el temor fundado de que el cuadro terminar¨¢ desapareciendo entre las articulaciones de un discurso en el cual no tendr¨¢ m¨¢s que un lugar accidental, accesorio o auxiliar, en ¨²ltima instancia intercambiable, merced a lo cual se habr¨¢ escapado aquello que del cuadro es propiamente pict¨®rico. Hay, por fortuna o por desgracia, algo en nuestros d¨ªas que impide continuar la discusi¨®n de este modo est¨¦ril y miserable; este algo podr¨ªa describirse diciendo que ya no es tan seguro como en otros tiempos qu¨¦ sea la pintura (d¨®nde empieza y d¨®nde termina, cu¨¢les son sus g¨¦neros can¨®nicos y sus procedimientos pautados), que ciertamente no hay pintor o artista que hoy no sepa que pintar no consiste, ni ha consistido jam¨¢s, en reproducir una realidad supuestamente extrapict¨®rica, hecho que constituye en toda su extensi¨®n la crisis de la pintura; y tambi¨¦n podr¨ªa describirse diciendo que ya no es tan seguro como en otros tiempos qu¨¦ sea la filosof¨ªa, en qu¨¦ se distingue de otros g¨¦neros de escritura, cu¨¢les son sus fronteras con la ficci¨®n o con la ciencia, qu¨¦ es en ella lo esencial y qu¨¦ lo auxiliar o accesorio, y que no hay fil¨®sofo que hoy pueda ignorar la crisis de la propia filosof¨ªa en este punto. Y ¨¦ste es precisamente el punto en el que se sit¨²a la obra -puntillosa, puntillista- de Derrida sobre La verdad en pintura, una obra gen¨¦ricamente tan ambigua como lo son la mayor¨ªa de las obras pl¨¢sticas contempor¨¢neas, un verdadero an¨¢logo de lo que en las artes visuales se llama instalaci¨®n, pero practicado en el terreno del pensamiento.
A la entrada de la instalaci¨®n,
el espectador encontrar¨¢ las Lecciones de est¨¦tica de Hegel, que flotan sobre el texto: s¨®lo el arte puede decirnos qu¨¦ es la belleza (que no existe m¨¢s que en el seno del arte, es decir, de los productos del esp¨ªritu), pero s¨®lo la filosof¨ªa puede decirnos qu¨¦ es el arte, y eso porque ella misma lo presupone desde su mismo comienzo. Bajo este c¨ªrculo suspendido en el aire se abre un abismo en el que se lee El origen de la obra de arte, de Heidegger, en donde todas las 'frivolidades' de la est¨¦tica (la preferencia por lo sensible frente a lo inteligible, por lo accidental frente a lo sustancial, por lo formal frente a lo material) se hunden en una relaci¨®n con la verdad en la que a la obra se le encarga la manifestaci¨®n del ser de los entes desde el fondo inhabitable de una tierra que se resiste a toda penetraci¨®n. En mitad de la sala, entre el c¨ªrculo y el abismo, se despliega la Cr¨ªtica de la facultad de juzgar de Kant, aut¨¦ntico lugar com¨²n del encuentro entre arte y filosof¨ªa, pero rigurosamente desmontada: en primer plano, la afirmaci¨®n en que Kant distingue la obra de arte propiamente dicha de los 'ornamentos' y adornos que la complementan, pero que tambi¨¦n la distraen, como las florituras del marco en cuyo interior se sit¨²a un cuadro. Pues, para que una obra pueda ser llamada bella, debe quedar excluido todo goce sensorial y, al mismo tiempo, toda aprehensi¨®n conceptual. Para poder desarrollarla toda a lo largo de la sala, y con la misma longitud del di¨¢metro de la circunferencia hegeliana y de la boca del abismo heideggeriano, Derrida somete esta observaci¨®n de Kant a un proceso cruel de atirantamiento, la hace sufrir la prueba que ella misma propone para las obras de arte: ?es posible, en el discurso filos¨®fico por excelencia, distinguir lo extr¨ªnseco de lo intr¨ªnseco, separar los ejemplos, los vestidos, las columnas y los marcos del contenido, especialmente en este caso -el caso del juicio est¨¦tico puro-, en el cual no hay contenido conceptual ni sensible alguno, en el que se trata de un juicio hecho sin apelar al 'goce sensible' ni tampoco a la 'claridad intelectual'? ?O es precisamente ese vac¨ªo de contenido sensorial e intelectual lo que exige, como colaboradores necesarios, adornos, ornamentos, marcos, ejemplos? 'No s¨¦ lo que es accesorio o esencial en una obra, d¨®nde tiene lugar el cuadro, d¨®nde comienza, d¨®nde termina, cu¨¢l es su l¨ªmite interno. Externo. Y su superficie entre dos l¨ªmites. No s¨¦ si el lugar de la Cr¨ªtica de la facultad de juzgar en donde se define el ornamento no es tambi¨¦n un ornamento'.
He aqu¨ª, pues, el procedimiento de la deconstrucci¨®n y tambi¨¦n la ilustraci¨®n de ese tipo de indefinici¨®n entre el 'marco' y el 'cuadro', entre lo 'accesorio' y lo 'sustancial' que define la situaci¨®n cr¨ªtica de la pintura y de la filosof¨ªa en la actualidad. Pero la deconstrucci¨®n, indica Derrida, no tiene por misi¨®n efectuar un reencuadramiento de las obras (filos¨®ficas o pict¨®ricas), ni tampoco el pretender eliminar definitivamente el marco o so?ar con una obra absolutamente 'desmarcada'. La deconstrucci¨®n quiere justamente, como la mayor¨ªa de las instalaciones, desmontar la evidencia de la distinci¨®n entre el adentro y el afuera, entre lo extr¨ªnseco y lo intr¨ªnseco, entre lo esencial y lo accidental, mantenernos en esa perplejidad que produce la sorpresa ante lo presuntamente obvio, que es sin duda el parad¨®jico resultado (del que nada resulta) de la contemplaci¨®n de las instalaciones. Falta saber si esa 'nada' que resulta es -como lo es tantas veces- 'absolutamente nada', o si acaso su vac¨ªo es el hueco en donde instalar algo que, efectivamente, por no dar resultado, resulta ser esa verdad que no es reproducci¨®n, esa verdad que s¨®lo se puede pintar o ese lugar en donde la verdad pinta algo.
De Heidegger a la Cenicienta
EL TEXTO de El origen de la obra de arte procede de unas conferencias pronunciadas por Heidegger entre 1935 y 1936. En cierto momento, el autor utiliza 'como ejemplo' lo que denomina 'un c¨¦lebre cuadro de Van Gogh' en el que aparecen, seg¨²n su descripci¨®n, un par de zapatos de campesino. A continuaci¨®n, Heidegger hace 'hablar' a esos zapatos en un tono de l¨ªrica agr¨ªcola en el que aparecen todos los t¨®picos de la vida del campo preindustrial que, a todas luces, constitu¨ªan en la mente del fil¨®sofo una suerte de escenario ideal. Como se trata de uno de los textos m¨¢s le¨ªdos y celebrados de Heidegger, la especulaci¨®n sobre los dichosos zapatos ha alcanzado cotas oce¨¢nicas, desde el d¨ªa de la publicaci¨®n del texto hasta la reciente comparaci¨®n, propuesta por Jameson (El posmodernismo), del cuadro de Van Gogh interpretado por Heidegger con los 'zapatos de polvo de diamante' de Andy Warhol. En 1968, Meyer Schapiro repar¨® en que el cuadro de Van Gogh al que parece referirse Heidegger (n¨²mero 255 del cat¨¢logo de la Faille) no representa unos zapatos de campesino, sino los del propio Van Gogh, que por esa ¨¦poca era un hombre completamente urbano, lo que parece dar al traste con toda la po¨¦tica agropecuaria de Heidegger, a quien se acusa de haber metido el pie en el calzado equivocado. Derrida juzga que la cr¨ªtica de Schapiro no llega a la suela de los zapatos de Heidegger, pero ha se?alado otros puntos en los que a Heidegger le aprieta el zapato: ?qu¨¦ le hace a Heidegger atribuir esos zapatos pintados, no ya a un campesino, sino a una campesina? El sexo de los zapatos sirve en este caso de entrada a toda la serie de observaciones acerca del fetichismo del calzado descrito minuciosamente por Freud. Y a este detalle se a?ade otro a¨²n m¨¢s meticuloso: ?qu¨¦ nos hace suponer que esos zapatos son un par, si su deformaci¨®n sugiere m¨¢s bien un desemparejamiento? A este nuevo escenario se convocan cuadros de Magritte, Lindner y Mir¨® relativos al calzado, en una saga de posibilidades que Derrida declara a¨²n inconclusa, y en la que s¨®lo falta, por el momento, el desemparejado zapatito de cristal de La Cenicienta. Acaso porque la obra de arte y la filos¨®fica s¨®lo funcionan, como el cuento, cuando falta un zapato, cuando algo 'cojea' o no est¨¢ emparejado, como un calzado que nadie podr¨ªa ponerse pero que no podemos dejar de probarnos sin ¨¦xito.
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