Plaza Mayor
Las moreras de la plaza ya amarillean y los rosales que cobijaban han dejado de existir, v¨ªctimas del despotismo de los m¨¢s peque?os. Cada morera tiene -o ten¨ªa hasta ahora- la misi¨®n de dar sombra a un banco. Si los bancos hablaran, podr¨ªan explicar mil historias de esta plaza Mayor.
Son las ocho de la tarde de cualquier d¨ªa de verano. La plaza est¨¢ casi desierta: el sol -aunque a veces no lo parezca- tambi¨¦n clava su aguij¨®n a 1.000 metros de altura y la gente se resguarda en casa o bajo los imponentes casta?os que llenan la zona. Cuando el sol ha dado toda la vuelta a la plaza, los bancos se van llenando de gente. Los primeros en llegar son los padres de familia con cr¨ªos peque?os cargados de juguetes -b¨¢sicamente triciclos y pelotas-. Llegan luego los veraneantes jubilados, individuos de apariencia tranquila que han escogido la quietud y las noches frescas antes que el bochorno de la costa. Est¨¢n tambi¨¦n los jubilados aut¨®ctonos, casi todos mujeres porque los hombres prefieren jugar al domin¨® o al mus en el bar. M¨¢s tarde aparecen los pre-adolescentes con sus bicicletas llenas de pegatinas. Los ¨²ltimos en llegar son los monta?eros, inconfundibles por su atuendo y su aspecto de salud. En pocos minutos ya no queda un banco libre y los rezagados no tienen m¨¢s remedio que compartirlo con quien sea, aunque pocas veces se mezclen veraneantes con los del pueblo, costumbre que viene de muy lejos, de cuando hab¨ªa guerras encendidas entre cr¨ªos de ambos lados, o cuando la misma panadera despotricaba contra sus propios clientes, los forasteros, solt¨¢ndoles una frase ya popular entre los veraneantes: 'Si no queda pan, comed mierda'. Una de las gracias, pues, de este pueblo es que en la plaza uno acaba compartiendo tertulia con el vecino de banco, mientras los m¨¢s peque?os se disputan o comparten -depende de la generosidad- los juguetes, y as¨ª la plaza se convierte en una gran guarder¨ªa. Hasta que el cielo oscurece por completo y todos se van a cenar.
Recuerdo esta plaza, hace muchos a?os, cuando, a las ocho, se llenaba de cabras y ovejas en vez de veraneantes
Tiene la plaza cinco caf¨¦s y cuatro restaurantes amparados por los soportales que la rodean, una sala de exposiciones, un centro de informaci¨®n tur¨ªstica, la pescader¨ªa, una de las peluquer¨ªas, uno de los hornos, una ferreter¨ªa donde se puede encontrar de todo menos lo que uno busca en esa clase de establecimientos, el estanco oficial, un quiosco que vende hasta lechugas y tomates reci¨¦n cogidos del huerto... todo presidido por una fuente renacentista, s¨ªmbolo y orgullo de la villa, que tiene una r¨¦plica en el Poble Espanyol de Barcelona y que -?oh milagro de la naturaleza!- una vez al a?o suelta cava para deleite de los 7.000 desaprensivos que se acercan a degustar (es un decir) -m¨¢s que a contemplar- el prodigio. Por si alguien a¨²n no ha ca¨ªdo en la cuenta, el pueblo se llama Prades, y desde hace unos a?os se ha convertido en el centro de veraneo campestre de reusenses, tarraconenses y, cada vez m¨¢s, barceloneses que descubren los encantos del sur.
Recuerdo esta plaza, hace ya muchos a?os, cuando, a las ocho, se llenaba de cabras y ovejas en vez de veraneantes. Llegaban con el pastor, que las abandonaba en el portal del pueblo, y ellas solas se desparramaban por las calles en busca de su corral y esperaban frente a la puerta a que llegara el due?o. Mientras, lam¨ªan la cal de la fachada con verdadero fervor. Eran otros tiempos, cuando la televisi¨®n era sustituida por largas tertulias nocturnas en el bar Sport. Se jugaba al parch¨ªs y se beb¨ªa leche con grosella -algo que ahora me dar¨ªa n¨¢useas. Fue all¨ª donde nos enteramos de que el hombre hab¨ªa alcanzado la luna -la real. Aquella noche nadie dorm¨ªa; en el bar se respiraba un aire de fiesta, pero nosotros, por aquel entonces casi adolescentes, segu¨ªamos jugando a pillarnos en la plaza, hasta que nos avisaron de que ya, de que por fin, el hombre hab¨ªa pisado el sat¨¦lite blanco, ese que pod¨ªamos ver en directo desde la misma plaza. Y corrimos al bar Sport a presenciar la maravilla, aunque, la verdad, prefer¨ªamos la luna de la plaza, la que iluminaba nuestros juegos y nuestras incursiones al cementerio. Claro que nunca lleg¨¢bamos a menos de dos metros de la puerta, porque la gracia consist¨ªa en fomentar el miedo por el camino y a ver qui¨¦n era el valiente que tocaba los barrotes oxidados del portal. O sea: nadie.
Ten¨ªa la plaza sus personajes: la Marina, una mujer barbuda y llena de mugre que llevaba un tropel de gatos entre las piernas y que ol¨ªa a muerte. O la famosa campanera, encargada, como su nombre indica, de tocar las campanas, una mujer viej¨ªsima con un ojo blanco y un pa?uelo gris en la cabeza. Adorable campanera: hubiera dado la vida por la fuente de la plaza, que vigilaba d¨ªa y noche, y maldec¨ªa con toda clase de tacos al forastero que la osara tocar en su presencia. Y era la plaza un desfile de modelos cada domingo a la hora del baile, amenizado por la orquesta del pueblo, Els Monells. Todos luc¨ªan sus mejores galas y el olor a perfume dejaba rastro. Hasta que las discotecas de la costa vaciaron la sala. Esa plaza Mayor ya no tiene nada que ver con la de ahora, pero los que entonces ¨¦ramos unos cr¨ªos seguimos yendo, ahora con nuestros hijos. Y as¨ª el ciclo contin¨²a. S¨®lo la fuente se mantiene intacta, como si la campanera, desde el otro mundo, continuara preserv¨¢ndola.
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