El martes que nos estremecimos
En situaciones l¨ªmite como la del martes 11 de septiembre en Estados Unidos, el comportamiento de los medios informativos, la calidad y rapidez de sus servicios y el af¨¢n de narrar lo ocurrido y lo que ocurre se convierte, adem¨¢s de en la justificaci¨®n real de su funcionalidad, en una prueba de fuego de quienes componen la profesi¨®n.
Las televisiones espa?olas -p¨²blicas y privadas- creo que dieron la talla en esta ¨²ltima semana, pero lo mismo cabe decir de los diarios y emisoras de radio. Todos, o casi todos, vimos los atentados de las Torres Gemelas de Nueva York y del Pent¨¢gono. Y lo vimos pr¨¢cticamente en directo gracias al efecto globalizador de las cadenas norteamericanas. Barbara Probst narraba en la edici¨®n especial de EL PA?S, en el anochecer del terrible martes, c¨®mo era consciente de que las im¨¢genes de la cat¨¢strofe que contemplaba desde su piso neoyorquino mientras ocurr¨ªan los hechos eran compartidas por sus amigos europeos. A la vez, al mismo tiempo.
Y quiz¨¢s una de las primeras y evidentes conclusiones del comportamiento de los medios informativos, y de quienes los consumen, sea la de la complementariedad. Dicen los expertos que las audiencias televisivas del 11 de septiembre se dispararon hasta llegar a los 12 millones de espectadores. Pues bien, esa misma tarde-noche la mayor parte de los diarios lanzaron ediciones especiales, elaboradas en muy pocas horas, con las cr¨®nicas urgentes de quienes estaban en el epicentro de la noticia, con medios deficientes, con m¨¢s confusi¨®n que informaci¨®n y con unas enormes ganas de cumplir con los posibles lectores. La edici¨®n especial de EL PA?S, por ejemplo, que lleg¨® a los escasos puntos de venta abiertos a esas horas, agot¨® sus ejemplares e incluso al d¨ªa siguiente segu¨ªan pidi¨¦ndola quienes deseaban guardar un documento menos perecedero que el que ofrecen las pantallas o en las ondas.
Quienes hab¨ªan visto las im¨¢genes impresionantes de las Torres de Nueva York durante y despu¨¦s de los impactos de los aviones suicidas, o las del Pent¨¢gono ardiendo, o las fantasmag¨®ricas figuras cubiertas de polvo, o a los bomberos, o el documento del m¨¦dico brit¨¢nico con su v¨ªdeo particular, o el desconcierto de Bush y su inicial bravuconer¨ªa, o al eficaz y sensato alcalde Giuliani, no se dieron por satisfechos con lo visto y o¨ªdo: tambi¨¦n quisieron leerlo. Lo audiovisual y lo textual no se excluyen, se complementan.
La segunda conclusi¨®n, o una de ellas, es m¨¢s desesperanzadora, aunque igualmente evidente. Una buena parte de lo que generosamente se viene en llamar intelligentsia demuestra una vez m¨¢s la simpleza de sus argumentos anal¨ªticos al se?alar como una maquiav¨¦lica t¨¢ctica de las cadenas de televisi¨®n de Estados Unidos el no mostrar los cad¨¢veres o heridos; la sangre en definitiva. No mostrar la sangre no es maquiav¨¦lico. Es, simplemente, respetuoso con quienes sufren e innecesario si lo que se busca es informar y no alentar al morboso que todos llevamos dentro. Deducir que es una mixtificaci¨®n de los hechos equivale a incluir el horror en la econom¨ªa de mercado, en las leyes de la oferta y la demanda, por m¨¢s que crean que han descubierto la p¨®lvora. Silenciar el n¨²mero de v¨ªctimas ser¨ªa deleznable. Exhibirlas, tambi¨¦n.
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