La guerra que viene
El mensaje del presidente Bush ante el Congreso, jaleado por republicanos y dem¨®cratas, no deja lugar a dudas sobre la determinaci¨®n de Estados Unidos de desencadenar una ofensiva contra los bastiones del terrorismo isl¨¢mico. El discurso formal que el mundo esperaba del l¨ªder estadounidense tras los ignominiosos ataques en Nueva York y Washington ha definido en un tono inusualmente crudo -'quien no est¨¦ con nosotros est¨¢ contra nosotros'- el alcance del choque que se prepara, una vez descartada por los jefes religiosos afganos la entrega de Osama Bin Laden, el principal sospechoso. Bush anticipa sangre y l¨¢grimas en un combate dilatado en el tiempo, de objetivos m¨²ltiples, y seguramente sucio en ocasiones.
Uno de los tab¨²es impl¨ªcitamente rotos en el en¨¦rgico mensaje es el de que se puede hacer una guerra sin v¨ªctimas. Las palabras del presidente, pese a que sus estrategas no hayan fijado a¨²n el c¨®mo y el cu¨¢ndo de la respuesta, e incluso haya divisiones conocidas entre ellos, descartan un conflicto s¨®lo a¨¦reo, del tipo Kosovo. Los estadounidenses ya aprendieron en Vietnam cu¨¢l es el precio de un combate distante contra un enemigo de perfiles confusos, y Washington ha dejado claro que no se va a limitar a la hipot¨¦tica captura de Bin Laden, quiz¨¢ fuera de Afganist¨¢n, sino que pretende la destrucci¨®n de los campos terroristas y el derrocamiento mismo de los fundamentalistas afganos.
Bush y sus generales saben que ni un plan militar pluscuamperfecto resiste el contacto con la realidad. Afganist¨¢n es una de las zonas m¨¢s agrestes del mundo, donde formidables ej¨¦rcitos, el sovi¨¦tico el ¨²ltimo, han fracasado tras a?os de acumular v¨ªctimas y bombardear piedras en un intento vano de degradar las condiciones de vida de un pa¨ªs que nunca ha salido de la Edad Media. Los estrategas estadounidenses conf¨ªan en sus unidades de comandos para protagonizar acciones r¨¢pidas y decisivas, pero el blanco elegido son 600.000 kil¨®metros cuadrados de desolaci¨®n y un atrincherado ej¨¦rcito de sombras. Los misiles lanzados en 1998 contra las bases de Bin Laden, a ra¨ªz de los atentados contra las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, no resolvieron nada.
El aspecto militar es s¨®lo una de las caras del poliedro. El ataque contra los talib¨¢n provocar¨¢ la proclamaci¨®n por los fundamentalistas afganos de la yihad, un edicto con valor universal para los musulmanes m¨¢s exaltados. La repercusi¨®n de semejante contingencia en el vecino Pakist¨¢n podr¨ªa ser devastadora, a juzgar por la violencia de las manifestaciones duramente reprimidas ayer por un poder entre la espada y la pared, al que Washington ya ha comenzado a retribuir su apoyo inicial. Pero EE UU no puede controlar una explosi¨®n de pasiones religiosas en un pa¨ªs inestable donde una buena parte de la poblaci¨®n no comparte la decisi¨®n de sus dirigentes. Entre muchos otros, el eventual vuelco de Pakist¨¢n resulta un argumento decisivo para que se restrinjan al m¨¢ximo los objetivos y la duraci¨®n de las acciones.
Pese a sus peligros evidentes, el alevoso ataque del 11 de septiembre no puede quedar sin respuesta. La guerra en ciernes pondr¨¢ a prueba muchas alianzas y el temple de Gobiernos y pa¨ªses, tambi¨¦n en Europa. La dimensi¨®n global del asalto planeado por EE UU en leg¨ªtima defensa puede tener consecuencias imprevisibles; pero evitar una confrontaci¨®n que nos ata?e a todos enviar¨ªa al submundo del terror una inequ¨ªvoca se?al sobre la inanidad occidental para protegerse de su amenaza. M¨¢s all¨¢ del fracaso de los servicios de seguridad de la superpotencia, m¨¢s all¨¢ incluso de la ignominiosa muerte de tantos inocentes, los atentados han puesto brutalmente de manifiesto que un pu?ado de psic¨®patas resueltos puede hacer tambalearse los cimientos del orden menos malo que conocemos.
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