La guerra que hay detr¨¢s de la guerra
Estaba en Z¨²rich cuando o¨ª la noticia. Eran las diez menos cuarto de la ma?ana, hora de la costa este en Estados Unidos, y yo participaba en una conferencia transatl¨¢ntica con ejecutivos de una de las empresas de energ¨ªa m¨¢s importantes de Estados Unidos que explota algunas de las mayores centrales nucleares del pa¨ªs. Dos de los ejecutivos interrumpieron la reuni¨®n, inform¨¢ndonos de que las dos torres del World Trade Center (las Torres Gemelas) hab¨ªan sido atacadas por aviones. La conferencia acab¨® bruscamente para que pudieran poner en marcha procedimientos de seguridad de emergencia en muchas instalaciones nucleares estadounidenses. (Imag¨ªnense cu¨¢les habr¨ªan podido ser las consecuencias si los aviones hubieran tenido las centrales nucleares como objetivo).
Al igual que todos los dem¨¢s, puse la CNN, y la imagen que vi quedar¨¢ grabada para siempre en mi memoria de forma indeleble. La primera torre -m¨¢s de 100 pisos de vidrio y metal- se derrumbaba de pronto y unas columnas rugientes de humo se elevaban hacia el cielo. En unos minutos, el humo se hab¨ªa ido hacia la bah¨ªa de Manhattan y rodeaba la Estatua de la Libertad con una neblina espeluznante e irreal.
All¨ª estaban los dos s¨ªmbolos de la grandeza de Estados Unidos entrelazados de pronto en la tragedia de proporciones impensables que se estaba desarrollando. Las Torres Gemelas, representativas de la fuerza comercial de Estados Unidos en el mundo, convertidas en una pira funeraria. Dentro de ellas, miles de personas, envueltas en humo y llamas, se lanzaban a la muerte. En el puerto, la elegante dama se ergu¨ªa cubierta por un velo de humo, y se tornaba cada vez m¨¢s p¨¢lida y difusa en medio de la matanza que se extend¨ªa. Record¨¦ las palabras grabadas en la base de la estatua: 'Dadme a vuestras masas api?adas, cansadas y pobres, que anhelan respirar en libertad, el triste desecho de vuestra rebosante orilla. Envi¨¢dmelos, a los sin hogar, a los que hacia m¨ª arroj¨® la tempestad. ?Alzo mi antorcha junto a la puerta dorada!'. ?sta es mi Am¨¦rica, en la que crec¨ª y en la que a¨²n creo. ?C¨®mo podr¨ªa cualquier ser humano volver su ira y su furia contra ideales tan nobles?
Han pasado ya varios d¨ªas. El humo se ha disipado, los muertos est¨¢n siendo identificados y honrados, y los estadounidenses estamos furiosos. Queremos que sean llevados a la justicia todos aquellos que cometieron estos actos atroces, as¨ª como las organizaciones y pa¨ªses que los ayudan. ?Queremos un justo castigo! ?Lo tendremos! Pero despu¨¦s, qu¨¦ hacemos con las heridas psicol¨®gicas que sin duda seguir¨¢n supurando y que podr¨ªan dejar cicatrices a toda una generaci¨®n de estadounidenses, cambiando nuestra misma forma de pensar, de sentir y de actuar. Y c¨®mo vamos a plantar cara a la fuente de este profundo odio por Estados Unidos y su forma de vida que lleva a algunas personas de este mundo a cometer actos de barbarie de tal alcance y magnitud.
Estos dos s¨ªmbolos de lo que Estados Unidos representa, la Estatua de la Libertad y las Torres Gemelas, nos dicen mucho de lo que ha sucedido, por qu¨¦ y qu¨¦ tenemos que hacer para asegurarnos de que esta tragedia no se repita y de que se aprendan valiosas lecciones de esta horrible experiencia.
La primera impresi¨®n de Estados Unidos que recibe la mayor¨ªa de los visitantes es lo abierta que es la gente. El estadounidense parece, a veces, tan expansivo como el mismo paisaje, acogedor, efusivo y magn¨¢nimo. Estas virtudes son la quintaesencia estadounidense, enarboladas por una naci¨®n de inmigrantes y refugiados, de multitudes no deseadas, abandonadas y desesperadas que huyeron hacia aqu¨ª buscando un refugio de la miseria y la injusticia de sus tierras nativas. Como hemos sido siempre una naci¨®n de inmigrantes, hemos tenido que luchar continuamente contra la estrechez de miras y la xenofobia. Hemos tenido que aprender a aceptar a otros cuyas ideas, valores, tradiciones y formas de vida difer¨ªan de las nuestras. Ha sido una lucha dif¨ªcil, empa?ada por fracasos y reveses. Hay muchos momentos y periodos de la historia de Estados Unidos de los que no estamos orgullosos: nuestro trato a los indios americanos, la esclavitud de los africanos, las injusticias perpetradas contra las nuevas oleadas de inmigrantes. Pero gracias a todo esto hemos aprendido, laboriosamente, a ser tolerantes con los dem¨¢s. En resumen, hemos aprendido a vivir hombro con hombro con gente que viene a este pa¨ªs y manifiesta de distintas formas su humanidad.
A ra¨ªz de los ataques terroristas contra Estados Unidos, corremos el riesgo de perder la inocencia que nos ha hecho tan abiertos y acogedores con los extranjeros, visitantes y nuevos inmigrantes que han llegado a nuestras costas. Ya estamos empezando a desconfiar de los extranjeros, de la gente que tiene un aspecto distinto o amenazador. Nos preguntamos: ?qui¨¦n es esa persona que acaba de entrar en el ascensor, o en el autob¨²s, o en el tren, o en el avi¨®n? ?Qui¨¦n es ese extra?o que est¨¢ en el restaurante? ?Qu¨¦ hay de ese hombre que camina lentamente por nuestra calle o que pasa por delante de nuestra casa en ese coche? Por primera vez, los estadounidenses se est¨¢n volviendo cautelosos, inseguros y maliciosos.
Exigimos que el Gobierno aumente la seguridad y la vigilancia en todo el pa¨ªs para controlar mejor las posibles amenazas y que ataque objetivos en el extranjero para eliminar las bases de entrenamiento y los santuarios donde estos terroristas residen. Nadie podr¨ªa mostrarse en desacuerdo, ni siquiera yo, con la necesidad de hacerlo. Pero, incluso con la mejor vigilancia e intervenci¨®n militar que el dinero pueda procurar, nunca habr¨¢ suficiente protecci¨®n del FBI, la CIA, el Ej¨¦rcito o la polic¨ªa como para frustrar a todos los extremistas en potencia decididos a infligir dolor a Estados Unidos. Si ¨¦sta se convierte en la ¨²nica respuesta a los ataques terroristas, nos arriesgamos a una p¨¦rdida mucho mayor en los meses o a?os venideros. Nuestro miedo creciente a los 'enemigos desconocidos' que est¨¢n entre nosotros podr¨ªa alimentar el tipo de paranoia de masas contra los grupos religiosos, ¨¦tnicos o raciales que socavar¨ªa para siempre el esp¨ªritu de apertura que es el sello del modo de vida estadounidense y la clave de nuestra grandeza. En nuestro deseo desesperado de seguridad personal y colectiva podr¨ªamos renunciar a nuestras m¨¢s preciadas libertades civiles y acabar en un Estado policial. Si esto sucediera, entonces los terroristas responsables de los ataques a las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono habr¨¢n conseguido una victoria mucho mayor, al haber mutilado el peculiar esp¨ªritu estadounidense.
Tenemos que hacernos la pregunta de por qu¨¦ eligieron los terroristas las Torres Gemelas. Aunque la mayor¨ªa de los estadounidenses cree que el comercio mundial es la mayor esperanza de mejorar la suerte de los pueblos de todo el mundo, hay muchos otros que han sufrido el lado oscuro de la globalizaci¨®n y que consideraban las Torres Gemelas como un s¨ªmbolo del mal. De hecho, la globalizaci¨®n tiene un lado siniestro, y negarse a reconocerlo y a hacer algo al respecto s¨®lo puede polarizar m¨¢s a¨²n a la comunidad mundial y dar nuevos ¨ªmpetus a los movimientos extremistas de todas partes.
S¨ª, la globalizaci¨®n ha mejorado las perspectivas de muchos. Pero tambi¨¦n es cierto que muchos otros han sido las v¨ªctimas de la globalizaci¨®n: mano de obra infantil, de la que se abusa y a la que se explota en f¨¢bricas dickensianas en todo el Tercer Mundo; millones de personas desarraigadas de sus tierras ancestrales para dejar sitio al negocio agrario; concentraciones de poblaci¨®n cada vez mayores en las zonas urbanas, sin empleo y a menudo sin hogar; espacios naturales que se han esquilmado hasta dejarlos desnudos e incapaces de mantener ni siquiera la existencia humana m¨¢s rudimentaria.
Las estad¨ªsticas a menudo son insensibles y dif¨ªciles de entender para la mayor¨ªa de los que vivimos una vida privilegiada en los mundos desarrollados del Norte. Consideremos, por ejemplo, el hecho de que las 356 personas m¨¢s ricas del mundo disfrutan de una riqueza colectiva que excede a la renta anual del 40% de la humanidad. Mientras hablamos con entusiasmo de la globalizaci¨®n, del comercio electr¨®nico y de la revoluci¨®n de las telecomunicaciones, el 60% de las personas del mundo no ha hecho nunca una sola llamada telef¨®nica y una tercera parte de la humanidad no tiene electricidad. En esta nueva era, en la que hay m¨¢s y m¨¢s conexiones econ¨®micas globales, cerca de 1.000 millones de personas permanecen sin empleo o subempleadas, 850 millones de personas est¨¢n desnutridas y cientos de millones de personas carecen de agua potable adecuada, o de combustible suficiente para calentar sus hogares. La mitad de la poblaci¨®n del mundo est¨¢ completamente excluida de la econom¨ªa formal, obligada a trabajar en la econom¨ªa extraoficial del trueque y la subsistencia. Otros consiguen llegar a fin de mes en el mercado negro o con el crimen organizado.
Por ¨²ltimo, est¨¢ el ataque implacable de la globalizaci¨®n a la diversidad e identidad cultural. Segmentos enteros de la humanidad sienten que sus historias irrepetibles y los valores que rigen sus comunidades est¨¢n siendo pisoteados por las empresas globales. Ellos perciben una p¨¦rdida de coherencia y de significado en un mundo cada d¨ªa m¨¢s dominado por la producci¨®n cultural, las marcas, los logotipos y los tipos de vida corporativos. Tienen miedo, y con raz¨®n, de que se les imponga un tipo de vida empresarial o una especie de homogeneidad de pensamiento y actividad, y les preocupa que en este nuevo mundo se pierda la esencia misma de quienes son en nombre del comercio y del beneficio de empresa.
?sta es la triste realidad a la que nos enfrentamos en el mundo de hoy, y aunque nosotros los estadounidenses no estamos en este momento de humor para hablar de estas otras realidades de la vida, est¨¢ claro que, si no lo hacemos, los extremistas seguir¨¢n proliferando. La marginaci¨®n y la pobreza abyecta conducen a la desesperaci¨®n, y ¨¦sta es, en ¨²ltima instancia, el caldo de cultivo de los movimientos extremistas, tanto si son de naturaleza religiosa, ¨¦tnica o pol¨ªtica.
Estados Unidos y el mundo est¨¢n en un punto de no retorno de su historia. Las naciones se unen para manifestar una respuesta militar unificada a las amenazas muy reales y peligrosas que suponen los movimientos terroristas. Sin embargo, tendremos que ser igualmente atrevidos y un¨¢nimes en nuestra determinaci¨®n para mantener el esp¨ªritu democr¨¢tico de apertura y tolerancia, y para abordar las injusticias econ¨®micas que permiten que florezcan los pensamientos extremistas y el terrorismo. Esta segunda iniciativa es la ¨²nica forma de garantizar realmente que el terrorismo sea definitivamente derrotado a largo plazo.
Jeremy Rifkin es autor de La era del acceso (Paidos, 2000) y presidente de la Foundation on Economic Trends, en Washington DC.
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