Ayer mismo, hace mucho tiempo
En el and¨¦n del metro, nada m¨¢s salir del vag¨®n, ya se nota el olor, muy intenso, muy definido, un olor a ceniza fr¨ªa y mojada que est¨¢ en todas partes, que provoca enseguida un picor en la garganta, que no se amortigua al salir al aire libre, a la noche pl¨¢cida de octubre. El olor a ceniza mojada, el humo invisible que a¨²n dura en el aire, provoca un vago dolor de cabeza, un mareo que no lo abandona a uno ni cuando se ha marchado de la zona del desastre. El olor impregna luego la ropa, y uno lo percibe en ella a la ma?ana siguiente, como despu¨¦s de una noche en la que se estuvo en un lugar cerrado y lleno de humo.
He salido del metro en la estaci¨®n de Canal Street, justo dos paradas antes de lo que fue el World Trade Center: es muy raro recordar que hace tiempo, en otro tiempo, unos d¨ªas tan s¨®lo antes del ataque, sub¨ª de los andenes hasta los grandes vest¨ªbulos que hab¨ªa en los s¨®tanos de la Torre Sur, llenos de gente, de tiendas, de r¨¢fagas de m¨²sica y olores de comida r¨¢pida.
S¨®lo aqu¨ª puede intuirse de verdad la magnitud de lo que ha ocurrido
Nueva York sigue oliendo a ceniza mojada y todo tiene a¨²n un aire de provisionalidad
La palabra muertos sigue sin decirse, y a los que no volver¨¢n a¨²n se les llama desaparecidos
Ahora ese mismo lugar, seg¨²n las pocas fotos que se han publicado, es una Pompeya de cenizas, un subsuelo de sepulturas l¨®bregas por el que se mueven los focos de las linternas y en el que hombres con m¨¢scaras respiratorias cavan entre los escombros hallando restos de vidas que tan s¨®lo en un mes se han vuelto tan remotas como las reliquias de las tumbas egipcias: una tienda de relojes en la que todos los relojes est¨¢n cubiertos de polvo, un puesto de perritos calientes que ya pertenece a la arqueolog¨ªa de una ¨¦poca perdida. Incluso ha habido noticias sobre saqueadores de tumbas, aunque un velo de discreci¨®n o de pudor oculta los detalles m¨¢s siniestros de lo que sin duda se estar¨¢ encontrando. Un mes m¨¢s tarde, la palabra muertos sigue sin decirse, y a los que no volver¨¢n a¨²n se les llama desaparecidos.
Tribeca es un barrio en penumbra la noche del 11 de octubre. Del lugar donde estuvieron las torres asciende un resplandor vertical que es como un monumento involuntario y quim¨¦rico a su ausencia, como un fantasma luminoso de las Torres Gemelas proyectado en la negrura del cielo, sobre los bloques abstractos de los edificios que ahora han recobrado su tama?o verdadero al no medirse con ellas.
A la salida del metro, junto a la acera, hay aparcados tres remolques inmensos de la polic¨ªa, generadores que vibran y hacen temblar el suelo bajo las pisadas. En el centro de la calzada, una alta chimenea de pl¨¢stico blanco y amarillo emite una columna densa de vapor. Todo tiene todav¨ªa un aire de provisionalidad, de emergencia y alarma. En el costado de los generadores han clavado anchos telones de papel, y sobre ellos la gente ha ido dejando mensajes en peque?as tarjetas adhesivas, o pegando fotos de los muertos, de los desaparecidos, y la acera sigue estando llena de velas diminutas, de ramos de flores, de mensajes. Alguien ha copiado a mano un fragmento de los m¨¢s sombr¨ªos de La tierra bald¨ªa, que, le¨ªdo aqu¨ª, cobra una calidad de augurio.
Hay dibujos infantiles, oraciones, peticiones de auxilio, banderas dibujadas con tizas de colores. El tono de los mensajes suele ser religioso y patri¨®tico, pero casi nunca belicista: m¨¢s de luto o de estupor sin alivio que de rabia. Hay una estampa de san Antonio de Padua, y junto a ella, un tiesto de flores de pl¨¢stico. Hay una l¨¢mina recortada de una revista con una foto en color de la Virgen de la Macarena.
En la acera de West Broadway hay caf¨¦s a media luz y gente joven cenando en las terrazas. Todo es igual que siempre, pero un poco amortiguado: las voces menos altas, los restaurantes menos llenos, las luces m¨¢s amortiguadas. Pero en Ode¨®n, que es una cafeter¨ªa espl¨¦ndida, de una modernidad intacta de los a?os cuarenta o cincuenta, con platos simples y sabrosos, con un p¨²blico moderno de marcha nocturna, todas las mesas est¨¢n ocupadas y hay gente que espera arremolinada en la puerta, y el volumen de la m¨²sica es tan alto que cuando se vuelve a salir a la calle impresiona m¨¢s la amplitud del silencio. Todo es como cualquier noche, con una agitaci¨®n anticipada de fin de semana, pero un poco m¨¢s abajo hay una barrera de la polic¨ªa, y m¨¢s all¨¢ la calle est¨¢ desierta y muy oscura, y s¨®lo circulan por ella las personas autorizadas, los residentes que han mostrado una identificaci¨®n a los polic¨ªas, una prueba de que viven al otro lado de esa frontera.
En la calle Chambers, de pronto, las barreras policiales marcan esos l¨ªmites que s¨®lo hay en las ciudades en guerra, los corredores de tierra de nadie que separan dos mundos hasta ayer mismo id¨¦nticos. Hay remolques con cabinas de tel¨¦fonos port¨¢tiles, hay grandes camiones que aguardan con los motores encendidos. A la vuelta de una esquina ya no se ve a nadie, y las pocas tiendas o restaurantes de comida r¨¢pida que siguen abiertos est¨¢n vac¨ªos, iluminados por una claridad fluorescente que exagera su desolaci¨®n.
En cada bocacalle, las barreras con luces rojas intermitentes y los polic¨ªas que las guardan marcan el trazado arbitrario de la l¨ªnea fronteriza. Por Broadway, sin embargo, es posible seguir acerc¨¢ndose al gran resplandor, al coraz¨®n del territorio prohibido. Esa zona, de noche, es habitualmente muy desolada: muy poca gente camina por las aceras, que est¨¢n llenas de bolsas de basura, de monta?as de cartones de las tiendas pr¨®ximas.
Sobre los ¨¢rboles del City Hall Park se elevan los enf¨¢ticos torreones iluminados del Ayuntamiento. Ahora, adem¨¢s de las patrullas de la polic¨ªa, se ven grupos de soldados, sin armas. Hay otra barrera, pero me acerco a ella y nadie se fija en m¨ª, de modo que puedo seguir acerc¨¢ndome. El olor a ceniza mojada casi da n¨¢useas. Como no hay tr¨¢fico, se oye con m¨¢s claridad la trepidaci¨®n de las excavadoras y las gr¨²as, de los motores de los remolques en los que se depositan los escombros.
Y ahora, al otro lado de la acera, a menos de 200 metros, puedo ver de verdad las ruinas, el espacio deslumbrado por los reflectores, las gr¨²as alt¨ªsimas que se cruzan en el aire y los bulldozers gigantescos que avanzan sobre las laderas de desechos, el humo que sube de la tierra quemada, que sigue subiendo un mes despu¨¦s, infectando el aire, impregnando la ropa de olor a ceniza. En cada esquina hay peque?os altares, paredes llenas de fotos, de dibujos, de recuerdos, velas, flores mustias, flores de pl¨¢stico.
A este lado de la barrera que vigilan los soldados, gente que habla en idiomas diversos toma fotograf¨ªas, maneja c¨¢maras de v¨ªdeo. Lo que fue la Torre Sur es una alta ruina calcinada, con una vaga forma g¨®tica en los arcos, una parrilla met¨¢lica golpeada y torcida, clavada verticalmente en un cerro de escombros. Junto a ella, lo que queda de otro edificio, es un bloque de siete u ocho pisos de chatarra prensada: afinando la vista se ven las figuras diminutas de los trabajadores, movi¨¦ndose con premura de insectos en medio de la claridad candente de los focos. S¨®lo aqu¨ª puede intuirse de verdad, aunque s¨®lo en parte, la magnitud de lo que ha ocurrido, lo que parece que ocurri¨® ayer mismo y tambi¨¦n hace mucho tiempo.
El miedo, la incertidumbre, el dolor por los muertos, la rabia at¨®nita ante tanta crueldad, tienen aqu¨ª la consistencia f¨ªsica, la toxicidad insidiosa del olor a ceniza, del humo invisible que estamos respirando.
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