Pimpampum
El tema de este articulillo versa sobre c¨®mo envejecer cabreado en esta ciudad nuestra, por mucha inclinaci¨®n al optimismo que se tenga. La simp¨¢tica frase 'de Madrid al cielo' sigue vigente y ampliada a cualquier otro n¨²cleo urbano que est¨¦ ya terminado o en v¨ªas de terminar. Para desfogar el end¨¦mico estado de enojo que ya caracteriza a los mun¨ªcipes (los que habitamos el municipio) queda ejercitarnos, con ilusorias pelotas, en el verbenero entretenimiento de los mu?ecos del pimpampum. Deber¨ªa haber uno en cada esquina; mejor a¨²n, frontero con las paradas del autob¨²s. Creo que all¨ª se aliviar¨ªan los nervios del ciudadano siendo, por otra parte, una saneada fuente de ingresos para la alcald¨ªa. Observo que decae en intensidad lo que antiguamente se llamaba informaci¨®n municipal, aunque este peri¨®dico ofrezca a diario el suplemento donde aparecen estas l¨ªneas y pienso que es fruto del des¨¢nimo de cuantos colaboran en ¨¦l. Con injustificada petulancia agarramos la pluma -bueno, el ordenador- mascullando la otrora temida amenaza destinada al pleno municipal: 'Os vais a enterar', dando cauce a la c¨ªvica denuncia sobre los enquistados defectos que afligen a la Villa. Vana ilusi¨®n, pues se ha instalado entre nuestros administradores locales la f¨¦rrea consigna de no leer peri¨®dicos ni tomar en cuenta lo que se transmita por radio o televisi¨®n. Quiz¨¢s este juicio sea excesivo y se reduzca a que les importe un r¨¢bano lo que yo diga. Puede.
Alguien tal vez llegue a pensar que tengo una fijaci¨®n enfermiza con los transportes p¨²blicos, pero son los que utilizo a diario y, aunque abultamos menos, somos m¨¢s numerosos que los automovilistas. Dudo que los haya peores, dichos servicios, en el mundo occidental, no en cuanto a su presencia, velocidad ni, generalmente, la destreza y el comportamiento de los empleados. El ritmo, la puntualidad, no parecen figurar, ni por el forro, en su funcionamiento. Me refiero a los de superficie, pues suelo evitar el metro por el insatisfactorio rendimiento de mis bielas, que es como llamaba a las piernas un viejo amigo mec¨¢nico de profesi¨®n. A¨²n recuerdo el ascensor que hab¨ªa en la Red de San Luis, hoy instalada su infraestructura, creo, en un pazo gallego. Por cinco c¨¦ntimos, quiz¨¢s el equivalente de un euro, se bajaba y sub¨ªa tan ricamente a bordo de aquel espacioso armatoste. Nunca supe -o lo he olvidado- por qu¨¦ lo desterraron. En el mismo c¨¦ntrico paraje, unas escaleras mec¨¢nicas llegaban hasta la superficie, en ambas aceras de la Gran V¨ªa. Alguien ha debido estimar que era un lujo inmerecido y tambi¨¦n las quitaron.
Volvamos a los autobuses. Son comprensibles las dificultades en medio de una circulaci¨®n fluida, en esta ca¨®tica urbe donde se comenta hasta la saciedad lo sumamente raro que es ver un agente municipal en la calle, resolviendo un atasco, ordenando el tr¨¢fico, ayudando al pr¨®jimo. Comprobamos que la frecuencia de las manifestaciones reivindicativas ha descendido; recu¨¦rdese la dr¨¢stica soluci¨®n al problema Sintel, cuyos piquetes estaban incorporados al paisaje dom¨¦stico. Por ello se entiende mal que la confusi¨®n circulatoria sea la norma, nunca reine la uniformidad, los veh¨ªculos tarden tanto en aparecer, o lo hagan a pares, que se restrinja ferozmente su n¨²mero en los d¨ªas festivos y sus v¨ªsperas, y nos brinden la impresi¨®n de que los inspectores -los hay- suban con otro aparente prop¨®sito que el de desplazarse hacia sus domicilios, o donde fuere.
Tengo hartamente fichadas las dos l¨ªneas que utilizo habitualmente: la 21 y la 40, que se cruzan justo ante mi casa. Podr¨ªa escribir un op¨²sculo detallado sobre la intermitencia en los trayectos. Las irritantes pausas y desviaciones son interpretadas por el usuario como otra vuelta de tuerca a su mansedumbre, rara vez como un intento de normalizaci¨®n del servicio. Es posible que en otras latitudes funcione el Departamento de Quejas, pero en Madrid est¨¢ muy arraigado el fatalismo del aguantoformo, a lo sumo alg¨²n comentario irritado, que suele expresarse en voz baja para no excitar la sensibilidad del conductor, aunque haya que suponerles curados de espanto y a prueba de protestas. Al fin y al cabo, no es asunto de su responsabilidad, imagino. Al pasajero, asido donde puede, le domina el poderoso instinto de conservaci¨®n y considera un hecho casi milagroso llegar a su destino.
A veces pienso que el ¨²nico remedio es comprarme un autom¨®vil y contratar a un ch¨®fer. O insistir en que instalen casetas del pimpampum. No se me ocurren otras soluciones.
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