Hablar en prosa sin saberlo
Las desgracias descomunales nos vuelven mudos. Y luego las lenguas se destraban y tejen jerogl¨ªficos en el aire. Bast¨® que se consumara la carnicer¨ªa del 11 de septiembre para que muchos se pusieran a hablar de choque de civilizaciones. La estampa nos impresiona por lo que tiene, precisamente, de simple, yo dir¨ªa, incluso, que de ferroviario. Imagina uno dos m¨¢quinas enfilando, a toda marcha, su impacto frontal y mort¨ªfero, y luego una confusi¨®n espantable de fuego, humo y hierros rotos. Ahora bien, ?se trata de una idea ¨²til, am¨¦n de impresionante?
Las ideas son herramientas, y, a fuer de tales, servir¨¢n de poco si no las asimos por el extremo que corresponde, o no las aplicamos a los fines que les son naturales. La teor¨ªa de que la libertad civil, en su acepci¨®n contempor¨¢nea, est¨¢ ¨ªntimamente ligada al sistema de creencias que denominamos 'cristianismo' se remonta a los liberales doctrinarios, sobre todo a Guizot, y fue ampliamente desarrollada por Tocqueville. Tocqueville mantuvo a este respecto una copios¨ªsima pol¨¦mica epistolar con el conde de Gobineau. Gobineau, que blasonaba de anticristiano, hab¨ªa dado en la flor de pasearse por las calles de Par¨ªs con un turbante que desli¨® al encontrar su primer empleo: el de funcionario de Correos. Pero, en fin, demos de lado a las amenidades biogr¨¢ficas. El tipo que se ha puesto de moda no es Tocqueville, sino, por desgracia, Huntington. Desconf¨ªo de Huntington por dos razones: primero, porque complica el an¨¢lisis cultural con la geopol¨ªtica; segundo, porque su montaje invita a indagar explicaciones causales donde ¨¦stas, por definici¨®n, son m¨¢s inoperantes. Ser¨¦... m¨¢s expl¨ªcito.
Decimos que A es causa de B cuando es suficiente que se produzca A para que ocurra B. Veamos lo que ello da de s¨ª en sazones estrictamente hist¨®ricas. ?Qu¨¦ caus¨® la victoria electoral de Hitler en el 32? S¨®lo un botarate apoyar¨ªa el ¨ªndice en un rasgo determinado de la sociedad alemana y afirmar¨ªa que ese rasgo, ¨¦se en particular, aup¨® a Hitler a las alturas. Los historiadores manejan factores, que no causas: el Tratado de Versalles, la hiperinflaci¨®n del 22, las debilidades de la Rep¨²blica de Weimar, el desconcierto de Hindenburg, las t¨¢cticas suicidas de los conservadores, el miedo al bolchevismo y, por supuesto, la mala suerte contribuyeron a la instalaci¨®n de Hitler en el poder. Ninguna de estas cosas por separado, sino todas juntas, est¨¢n detr¨¢s de que Hitler consiguiera su triple de ases. El antisemitismo, por cierto, tambi¨¦n fue un factor. Pero no una causa, o, tan siquiera, un factor sensu stricto. Hay que saber hacer las preguntas, y la pregunta de si Hitler se vio auxiliado por su antisemitismo no es, probablemente, una buena pregunta. Lo pertinente es preguntarse si se vio estorbado por su antisemitismo. Y la respuesta, ?ay!, es que no. Otro tanto en lo que hace al episodio del 11 de septiembre. No existe una causa eficiente de la tragedia, quitando la obviedad de que las torres cayeron porque alguien se estrell¨® contra ellas. La situaci¨®n socioecon¨®mica de muchos musulmanes no es una causa. Tambi¨¦n abundan los despose¨ªdos en India y China, y en Occidente, y no provocan reivindicaciones cuyo desenlace sea el derribo de torres -los ejecutores de la matanza, por cierto, no pertenec¨ªan al gremio de los despose¨ªdos; por lo que se sabe hasta la fecha, eran elementos de clase media, con un trasfondo familiar semisecularizado-. El conflicto ¨¢rabe-israel¨ª tampoco es una causa. Se han dado otros conflictos de gravedad comparable, con consecuencias incomparables. De nuevo, debemos apelar a una concurrencia de factores, de los que conocemos s¨®lo algunos, y ¨¦stos, ni aun siquiera con gran precisi¨®n. Tenemos, desde luego, el contencioso palestino-israel¨ª; y dificultades serias de las naciones isl¨¢micas para sumarse al carro del progreso material que se observa en otras zonas del globo; y un sentimiento de humillaci¨®n en porciones importantes de la poblaci¨®n musulmana; y la existencia de un integrismo militante y agresivo con avales posibles en los textos sagrados; y a Bin Laden y la internacional terrorista; y el ethos, o pathos, de la autoinmolaci¨®n en la yihad; y errores de Occidente, y muchas cosas m¨¢s. Ninguna hebra, en este haz, se?ala, separada del resto, un itinerario de sangre hasta el World Trade Center; el enorme fen¨®meno civilizatorio que es el islamismo, tampoco. Hay que saber, de nuevo, hacer las preguntas.
Una concreta es la siguiente: ?cree Bin Laden, de quien desconozco si ha le¨ªdo a Huntington, en el choque de civilizaciones? Pues s¨ª, lo cree porque lo ha dicho. Y lo creen varios intelectuales integristas. Y conjeturo que lo creen asimismo algunos millones de musulmanes. Otros muchos millones no lo creen. Es cuesti¨®n de justicia no olvidar a esa mayor¨ªa. Pero ser¨ªa una simpleza fingir que la minor¨ªa no existe. Constituye, otra vez, un factor con el que hay que contar si es que se pretende hacer un an¨¢lisis realista de la situaci¨®n. La idea del choque civilizatorio, reducida a sus t¨¦rminos propios, no es, por tanto, una idea disparatada, m¨¢xime si acertamos a escoger el ¨¢ngulo de incidencia oportuno. Ciertos pensamientos, ciertas pasiones, se agitan en las cabezas de gentes como Mr. Bin Laden -as¨ª lo interpela la prensa norteamericana-. Y estos pensamientos, estas pasiones, nos hablan de una civilizaci¨®n que se percibe como incompatible con otra civilizaci¨®n.
Pasemos ahora a Occidente. Una de las caracter¨ªsticas m¨¢s sorprendentes, y sospecho que tambi¨¦n m¨¢s irritantes, de los occidentales es que, para ¨¦stos, los dem¨¢s son di¨¢fanos. Los miran y no los ven, o lo que es equivalente, persisten en verse s¨®lo a s¨ª mismos. Consecuencia de esta disfunci¨®n ¨®ptica es la noci¨®n de que el lenguaje de los derechos individuales es as¨¦ptico. Los occidentales estiman que un ser dotado de raz¨®n no puede por menos de abrazar los principios inherentes a sus construcciones contractualistas, o a las teor¨ªas que legitiman el artefacto social que denominamos 'mercado', y si por ventura el ser racional no se aviene, valga la redundancia, a raz¨®n, el occidental se azora. Se azora como si estuviese frente a un marciano. Urge, por consiguiente, recordar al occidental que sus vigencias morales, con independencia de que sean o no absolutamente justas, no son congruentes con muchas, much¨ªsimas, formas hist¨®ricas de organizaci¨®n colectiva. Tomemos, por ejemplo, el concepto de 'tolerancia'. El imperio otomano ejerci¨® la tolerancia a gran escala. Los cristianos, de hecho, gozaron de franqu¨ªa para cultivar su fe sin cuidado de sus vidas o haciendas. En el orden civil, sin embargo, viv¨ªan recluidos en un gueto, presidido por el patriarca de Constantinopla. Esto no tiene nada que ver con el Estado aconfesional, que es un invento rar¨ªsimo cuyo origen se remonta a los acomodos institucionales que pusieron t¨¦rmino a las guerras de religi¨®n. Lo t¨ªpicamente occidental es el establecimiento de una cesura que separa radicalmente la condici¨®n civil de una persona de su confesi¨®n, renta, ocupaci¨®n laboral o sexo. El proceso fue lento, claro est¨¢. El Toleration Act de los ingleses, promulgado a finales del XVII, exclu¨ªa a los cat¨®licos de la libertad de culto y de la administraci¨®n. Esto ¨²ltimo fue la causa de que, en pleno XIX, no pudiera lord Acton ingresar en Cambridge. Se hab¨ªa puesto en marcha, aun as¨ª, un mecanismo que nos ha tra¨ªdo hasta donde ahora estamos.
Retomo a los doctrinarios. ?stos se retrotraen, en su diagn¨®stico sobre la libertad, mucho m¨¢s atr¨¢s. En esencia, a la reacci¨®n qu¨ªmica que tuvo lugar al interaccionar entre s¨ª la Iglesia, la tradici¨®n municipal romana y el elemento germ¨¢nico. La tesis es ambiciosa y, por supuesto, muy debatible. Tiene, no obstante, el m¨¦rito incontestable de situar nuestros h¨¢bitos civiles en una perspectiva cronol¨®gica. Somos lo que somos porque antes nos ocurrieron otras cosas que no han ocurrido por fuerza a todo el mundo. No estoy hablando, por descontado, de los hombres sueltos, sino de un pasado concreto y sus consecuencias, disponibles para quienquiera que desee apuntarse a la fiesta. En oposici¨®n de nuevo a determinadas culturas -verbigracia, la hind¨²-, el occidental moderno no subordina la libertad de elecci¨®n a las circunstancias de nacimiento. Justo a la inversa, cifra el universalismo de su ideolog¨ªa en romper toda soluci¨®n de continuidad entre lo que circunstancialmente se es y lo que se quiera ser. Y esto tambi¨¦n reviste un acento alarmante desde perspectivas distintas de la suya. El occidental, incluso sin armas en la mano, intimida m¨¢s de lo que ¨¦l supone. A la par que M. Jourdain, habla en prosa sin saberlo.
?lvaro Delgado-Gal es escritor.
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