Verdades encubiertas
AQUEL INVIERNO, el m¨¢s fr¨ªo que hab¨ªamos visto en Par¨ªs en mucho tiempo, cerraba con su aire gris y cortante como una navaja el a?o de 1955, y la vida, al menos para nosotros, resultaba m¨¢s dura que nunca. En su cuarto del s¨¦ptimo piso del hotel de Flandre, situado al frente del m¨ªo, Garc¨ªa M¨¢rquez (Gabo, para sus amigos) hab¨ªa empezado a escribir una novela. La escrib¨ªa de noche, en una m¨¢quina de escribir que yo le hab¨ªa vendido por 40 d¨®lares (a la que le faltaba la letra 't'), con un paquete de cigarrillos Gauloises al alcance de la mano y las rodillas pegadas al apenas tibio radiador de la calefacci¨®n. 'La vaina', me dec¨ªa, ' es que no consigo que en la novela haga calor y la historia transcurre en Sucre (un puerto fluvial en la ardiente regi¨®n de la Mojana, en Colombia). ?C¨®mo puedo hacer sentir calor si yo mismo vivo cagado de fr¨ªo?'.
En 1956 lo dej¨¦ en esa tarea mientras yo regresaba a Venezuela para ocupar la jefatura de redacci¨®n de una revista semanal. Poniendo de lado su novela, Garc¨ªa M¨¢rquez me enviaba de vez en cuando a Caracas espl¨¦ndidas cr¨®nicas que yo publicaba en aquella revista, cr¨®nicas por las cuales no le pagaban m¨¢s de treinta d¨®lares y, para colmo, de manera irregular. Cerrado por el dictador Rojas Pinilla el peri¨®dico colombiano del cual hab¨ªa sido ¨¦l corresponsal en Par¨ªs, dudo que Gabo tuviese entonces otro ingreso que esos d¨®lares esquivos llegados muy de tarde en tarde por correo. El caso es que siempre estaba esperando una carta; siempre, un cheque. Compart¨ªa su vida de entonces una muchacha espa?ola, delgada, generosa y tan vivaz como una casta?uela, que no hac¨ªa mucho hab¨ªa llegado de Bilbao con el sue?o de abrirse paso en el mundo del teatro. Mientras acechaba una oportunidad, se ganaba la vida de cualquier manera, lavando platos o cuidando ni?os. Intr¨¦pida, con un car¨¢cter blindado en acero, no pod¨ªa aceptar que aquel desamparado colombiano amigo suyo, con cara de ¨¢rabe triste y un pudor que lo amordazaba impidi¨¦ndole pedir ayuda a nadie, se dejara morir de hambre. 'Haz cualquier cosa. Sal por las noches a recoger botellas vac¨ªas. Te las compran', le dec¨ªa. Pero ¨¦l no sab¨ªa sino poner los dedos en las teclas de su m¨¢quina de escribir.
En mayo de 1957, cuando volv¨ª a Par¨ªs, encontr¨¦ a Gabo en los f¨ªsicos huesos, con un jersey de lana agujereado en los codos y una cara que habr¨ªa hecho llorar a su mam¨¢: s¨®lo p¨®mulos y bigote y de un verdor casi fosforescente como la de los santos que pintaba el Greco. Apenas me instal¨¦ en el hotel, me entreg¨® un f¨®lder con dos centenares de delgadas p¨¢ginas amarillas escritas en m¨¢quina a doble espacio y con las 't' puestas a mano. Era su nueva novela, la que hab¨ªa estado escribiendo noche tras noche en su cuarto envenenado por el humo de infinitos cigarrillos: El coronel no tiene quien le escriba.
La le¨ª de un jal¨®n y, naturalmente, descubr¨ª que todo lo vivido por ¨¦l en aquellos ¨²ltimos tiempos estaba en el libro. Como ¨¦l, el coronel siempre estaba aguardando una carta. Como ¨¦l, su pudor le imped¨ªa dejar conocer su situaci¨®n. Como ¨¦l, tambi¨¦n su personaje ten¨ªa a su lado una mujer perentoria que lo empujaba a vencer la timidez para empe?ar o vender cualquier cosa. Y como ¨¦l, toda su esperanza estaba en algo incierto: en el coronel, su gallo de pelea; en el escritor, supongo, aquella novela suya tan vulnerable como el gallo. Por esas alquimias propias de toda ficci¨®n, el fr¨ªo se hab¨ªa convertido en calor, los cielos de bruma de Par¨ªs en el ciego resplandor del sol en los mediod¨ªas de la Mojana, y el preg¨®n condolido de un vendedor de alcachofa que todas las ma?anas pasaba frente a nuestros dos hoteles, en las insomnes cigarras del tr¨®pico.
Desde entonces, descubr¨ª que en las buenas novelas las mentiras son s¨®lo verdades encubiertas y que lo vivido, aun si parece algo destilado s¨®lo por la imaginaci¨®n, debe latir como el coraz¨®n bajo la piel de cada p¨¢gina. Si eso se sabe poner en una trama, con las palabras justas y dejando que la emoci¨®n contenida en la historia s¨®lo se adivine en vez de hacerse expl¨ªcita, hay posibilidad de tocar el alma de los lectores... aunque no necesariamente de los editores. El coronel no tiene quien le escriba vivi¨® los azares de otras c¨¦lebres novelas. Yo ense?¨¦ el manuscrito a medio Caracas y un amigo, Germ¨¢n Vargas, a medio Bogot¨¢ sin encontrar editor. Traducida al franc¨¦s por un estudiante amigo nuestro fue inicialmente ofrecida a Gallimard. Juan Goytisolo, entonces lector de esta casa, rindi¨® un informe favorable al libro. Pero prevaleci¨® el concepto negativo de Roger Caillois, para quien aqu¨¦lla era apenas una 'petite anecdote sans importance'. La obra fue editada finalmente por Julliard. Sin ¨¦xito: s¨®lo se vendieron 25 ejemplares. El resto fue enviado al 'pil¨®n', aquel lugar donde se estrujan y pulverizan los libros no vendidos para devolverlos a su primitiva condici¨®n de pasta de papel. El tiempo, sin embargo, se encargar¨ªa de hacerle justicia consagr¨¢ndola como lo que es: una peque?a obra maestra escrita con los h¨ªgados en un invierno desventurado de Par¨ªs, mientras su autor esperaba una carta.
Plinio Apuleyo Mendoza (Colombia, 1932) es autor de libros como El olor de la guayaba (Mondadori), A?os de fuga (Plaza Jan¨¦s) o Cinco d¨ªas en la isla (Plaza Jan¨¦s).
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