El relato interior
En la Europa de entreguerras, la mejor creaci¨®n literaria del siglo XX coexisti¨® con diversos movimientos vanguardistas -los ismos- que apuntaban a otro tipo de creaci¨®n literaria, a una literatura que superase o fuese m¨¢s all¨¢ de la barrera de las palabras. Una literatura que ser¨ªa equivocado considerar meramente experimental, toda vez que su prop¨®sito, tanto como el de crear nuevas formas de expresi¨®n, era el de liberar las palabras de las adherencias ideol¨®gicas del Este y del Oeste que hab¨ªan convertido el lenguaje en un cementerio sem¨¢ntico. Incluso a finales de los cincuenta, personalidades tan dis¨ªmiles como J¨¹nger y Steiner consideraban el lenguaje como un instrumento seriamente embotado por el horror de la realidad vivida. Tal motivaci¨®n pol¨ªtica explica que este tipo de movimientos tuviese escaso arraigo en pa¨ªses, como Espa?a, que hab¨ªan permanecido al margen de la guerra, o en los que la hab¨ªan seguido desde el otro lado del Atl¨¢ntico, como Estados Unidos. Su mejor exponente po¨¦tico fueron algunas variantes del surrealismo y, en novela, Finnegans Wake; en conjunto, una serie de interesantes fracasos, de magn¨ªficos fracasos, en ocasiones. Tal vez por aquel entonces no estaba suficientemente claro que m¨¢s all¨¢ de las palabras no hay creaci¨®n literaria posible. Otra cosa es la renuncia al uso racional de la palabra cuando lo que se quiere expresar es lo inefable, actitud que en el fondo no supone sino un reconocimiento incondicional de la trascendencia del verbo. Pues lo consustancial a la creaci¨®n literaria, el factor que hace posible la belleza de esa expresi¨®n, es la inteligibilidad, el sentido certero, la perfecta conjunci¨®n de iluminaci¨®n intelectual y sugesti¨®n fon¨¦tica en un todo arm¨®nico. Un fluir expresivo que, a trav¨¦s de las palabras, arroja una luz sobre la existencia que no puede ser sustituida por ninguna otra forma de conocimiento.
El germen de esta experiencia es algo que todo el mundo conoce, aunque, desarrollado en mayor o menor grado, s¨®lo unos pocos llegan a objetivarla fij¨¢ndola en el papel. Me refiero al discurso interior de esa historia que uno elabora, bien por el placer de escucharse a s¨ª mismo, bien a fin de ensayarla cuando se propone contarla a otros en calidad de protagonista, de narrador o de ambas cosas. Se define el asunto, se le da una estructura narrativa lo m¨¢s eficaz posible y se buscan las palabras que le otorguen la m¨¢xima expresividad. Se trata de relatos que uno cuenta -con frecuencia, reiteradamente- a fin de convertirse, aunque s¨®lo sea por un momento, en el centro de la atenci¨®n de los dem¨¢s. Pero, m¨¢s all¨¢ de toda vanidad y sin que el sujeto llegue siquiera a formul¨¢rselo de esta manera, porque ese relato supone para ¨¦l algo importante. Si fuese escritor, lo escribir¨ªa; y, hasta sin serlo, m¨¢s gente de lo que parece o de lo que llega a saberse, termina con frecuencia organiz¨¢ndolo en forma de diario o de correspondencia dirigida a un destinatario cuyo verdadero papel es el de dar car¨¢cter objetivo al relato. En sus comienzos, todo escritor hace eso: poner sobre el papel, palabra tras palabra, un relato interior. Si adem¨¢s tiene talento, sabr¨¢ darle la intensidad y precisi¨®n requeridas, y la palabra escrita se convertir¨¢ en creaci¨®n literaria. En cualquier caso, las palabras son, no una barrera, sino un veh¨ªculo. La barrera ser¨¢, si acaso, la falta de palabras. A mayor pobreza de l¨¦xico, tanto m¨¢s tosco y carente de expresividad ser¨¢ el relato interior.
Esa barrera que supone la carencia de palabras fue sin duda una realidad experimentada por todo el mundo, un hecho generalizado, en la ¨¦poca de formaci¨®n de las lenguas romances; el relato interior debi¨® de convertirse por aquel entonces en algo verdaderamente primitivo. La gente no escrib¨ªa, y cuando quer¨ªa rese?ar algo, o simplemente discurrir, lo hac¨ªa en lat¨ªn. El momento actual poco o nada tiene que ver con esa ¨¦poca, pero una combinaci¨®n de diversas amenazas est¨¢ erosionando, no ya el relato interior, sino el uso de la lengua, de cualquier lengua, empezando por el ingl¨¦s. Buena parte de esas amenazas se derivan del uso viciado que suele hacerse de ese magn¨ªfico instrumento de trabajo que es el ordenador. As¨ª, por ejemplo, la renuncia a adquirir conocimientos, la tendencia a depositarlos en forma de datos en el ordenador que, si perfectos para ganar un concurso televisivo, al individuo no puede sino suponerle una merma de facultades. La capacidad tanto de pensar como de actuar o comportarse de una persona depende, en efecto, de una serie de conocimientos que, lejos de ser almacenados en el ordenador, deben ser incorporados por el sujeto, hechos discernimiento, convicci¨®n o deseo, configurando as¨ª una mente y un esp¨ªritu que le convierten en una persona distinta de la que ser¨ªa de carecer de esos conocimientos.
Paralelamente a esa cesi¨®n de conocimiento y memoria a favor del ordenador, los nuevos h¨¢bitos sociales -de los que la educaci¨®n es s¨®lo un aspecto- favorecen una progresiva p¨¦rdida de palabras y expresiones, que es como decir una p¨¦rdida de conceptos. No se trata ya de la sabidur¨ªa contenida en los refranes, propia de una sociedad rural que se perdi¨® hacia la mitad del pasado siglo, sino de una verdadera reducci¨®n del l¨¦xico y, sobre todo, de matices. Matices que, tanto como a un estado an¨ªmico, se refieren a la percepci¨®n de la realidad de las cosas, a su inestabilidad esencial -modo subjuntivo-, o al car¨¢cter que deseamos imprimir a nuestra relaci¨®n con otra persona -modo condicional-, modos hoy en paulatino desuso pese a su importancia expresiva. Particular relieve tiene asimismo el declive de la lectura, en la medida en que la operaci¨®n de leer juega un papel fundamental -inspiraci¨®n, imitaci¨®n- en la elaboraci¨®n de ese relato interior al que me he referido. La alternativa nos la ofrecen esos seriales televisivos en los que los diversos personajes piensan en t¨¦rminos de c¨®mic o de dibujos animados -cuando no de juego electr¨®nico-, ellos mismos con un algo de dise?o de c¨®mic en su presencia f¨ªsica. El resultado es un lenguaje simplificado, de un ludismo infantil y binario, apto, a lo sumo, para expresar gusto/disgusto, aprobaci¨®n/rechazo.
El lenguaje, en definitiva, se desarroll¨®, no para resolver cuestiones pr¨¢cticas o de trueque -los p¨¢jaros se las arreglan a la perfecci¨®n y de forma mucho m¨¢s armoniosa que nosotros-, sino, estrechamente vinculado a la religi¨®n y a la creaci¨®n literaria, para expresar abstracciones: la creaci¨®n del mundo y la del propio hombre. Interiorizado, sirve para explicarse uno a s¨ª mismo y as¨ª poder explicar a los dem¨¢s c¨®mo somos o c¨®mo quisi¨¦ramos ser. Trasladado al papel en blanco, el uso del lenguaje es como el uso de la voz, y la capacidad del escritor de sacarle efectos especiales -como los que determinados cantantes saben sacarle a la voz- es precisamente lo que le define como buen escritor.
Luis Goytisolo es escritor.
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