'El cuervo'
No soy de los que conservan demasiados objetos e incluso me producen cierta perplejidad estas personas que acumulan insaciablemente cosas a lo largo de los a?os. Ni siquiera tengo un cuidado especial en contar e incrementar el n¨²mero de mis libros, a pesar de que los considero, con creces, los objetos m¨¢s valiosos. He dejado que el paso del tiempo fuera un filtro implacable que, junto al azar, selecciona las huellas que deb¨ªan acompa?arme, sin preocuparme demasiado por los extrav¨ªos imprevistos o los pr¨¦stamos sin retorno.
Tengo a mi alrededor pocos objetos que yo crea -para m¨ª mismo- de culto. Algunas decenas de libros y unos cuantos recuerdos de viaje que el tiempo y el azar han convertido en fetiches. Por eso me llama la atenci¨®n que dos de estos testigos de mi vida cotidiana tengan que ver con Edgar Allan Poe.
El primero es un medall¨®n, o quiz¨¢ pisapapeles, que compr¨¦ en Boston hace ya bastantes a?os, en una tienda que parec¨ªa m¨¢s propia de trapero que de anticuario, aunque en el r¨®tulo de entrada se anunciaba antiques. Es un pesado disco de cobre en el que aparecen esculpidas diversas figuras m¨¢s o menos fant¨¢sticas: mujeres veladas, gatos, carabelas, caballos alados. S¨¦ que todas ellas est¨¢n relacionadas con los relatos de Poe porque en la parte superior del medall¨®n, como presidiendo toda la escena, aparece la inscripci¨®n Never more, la c¨¦lebre proclama repetida en el poema El cuervo.
Me acuerdo bien de la tienda, pero no por qu¨¦ entr¨¦, entonces, a comprar este objeto que he dado por perdido en multitud de ocasiones, aunque siempre ha reaparecido milagrosamente en alg¨²n caj¨®n y ha sido destinado a coronar montones de papel: de ah¨ª que yo crea que es un pisapapeles tal vez injustamente.
El segundo testigo relacionado con Poe es un libro precioso, algo maltratado, del que desconozco c¨®mo ha llegado a mi biblioteca. Puede que lo comprara, sin recordarlo ahora, a un librero de viejo, o fuera una herencia familiar, o alguien, hace ya mucho tiempo, lo hubiera olvidado en casa. Cada vez que me acerco a las estanter¨ªas imagino que ya no est¨¢ pero, con extra?a fidelidad, resurge siempre semioculto por otros libros m¨¢s recientes y menos valiosos. Se trata de un volumen publicado en Buenos Aires en 1944 con la versi¨®n francesa de los poemas de Poe realizada por St¨¦phane Mallarm¨¦. El libro se completa con unas inquietantes ilustraciones debidas a Raquel Forner.
Como el medall¨®n, el texto ofrecido por Mallarm¨¦ tambi¨¦n est¨¢ presidido por El cuervo, el primero de los poemas magistralmente vertido al franc¨¦s: Jamais plus! En sus comentarios finales Mallarm¨¦ reflexiona no s¨®lo sobre este poema, sino asimismo sobre el ensayo Filosof¨ªa de la composici¨®n, escrita por Edgar Allan Poe para demostrar que en su poes¨ªa ¨²nicamente hab¨ªa m¨¦todo y para negar cualquier espacio a la improvisaci¨®n. Para Mallarm¨¦, el 'juego intelectual' de Poe, abruptamente racionalista, no hace sino acrecentar la atm¨®sfera de magia que desde un principio rode¨® a El cuervo y que, luego, ha ido aliment¨¢ndose generaci¨®n tras generaci¨®n.
Acaso sea esta misma magia la que me ha hecho conservar el medall¨®n, una suerte de talism¨¢n, y el curioso libro argentino. Pocos poemas tienen el poder misterioso de El cuervo, con su musicalidad refinada y primitiva al un¨ªsono, el eco martilleante -?nunca m¨¢s!- de un sonido que se emiti¨® en alejados parajes de nosotros mismos. Pero en igual medida, escasos poemas como ¨¦ste tienen la gracia de un color secreto que, tras su lectura, ti?e el aire.
Es casi imposible capturar este color secreto pese a que muchos lo han intentado. Uno de los que m¨¢s se ha aproximado es Robert Wilson en el espect¨¢culo POEtry, producido el a?o pasado por el Thalia Theater de Hamburgo, con m¨²sica de Lou Reed. Un libro publicado recientemente por Mihail Moldoveanu, Composici¨®n, luz y color en el teatro de Robert Wilson (Barcelona, 2001), nos da precisas pistas sobre la extrema complejidad que subyace a una po¨¦tica aparentemente tan di¨¢fana. En las espl¨¦ndidas fotograf¨ªas de Moldoveanu desfilan algunas de las m¨¢s destacadas escenograf¨ªas de Wilson, desde la exuberancia pensada para La flauta m¨¢gica de Mozart hasta la sobriedad que serv¨ªa de fondo al Alceste de Gl¨¹ck.
Las im¨¢genes dedicadas a recrear El cuervo de Poe son particularmente impactantes pues, en efecto, parecen rescatar, aunque sea de manera fragmentaria, ese color secreto que fluye por sus versos: un chiaroscuro azulado, una luz que emana de fuentes espectrales, un espacio abstracto. Todo traspasado por una tenue cadena de presencias cuyos eslabones son se?ales que pugnan por escapar a la vigilancia del tiempo. Un horizonte dominado por la abrumadora silueta del cuervo, la criatura que, con sus oscuros graznidos, juega a ser el or¨¢culo de nuestra vida.
Entreviendo en la escenograf¨ªa de Robert Wilson ese color secreto alojado en El cuervo entiendo mejor la constancia en acompa?arme de esos dos testigos, el medall¨®n y el hermoso libro de Mallarm¨¦. Son recordatorios: siempre debe prestarse atenci¨®n al intruso que imprevistamente llama a la puerta de nuestra conciencia.
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