El sue?o federal
El 29 de noviembre de 1901, hace hoy 100 a?os, fallec¨ªa en su casa de Madrid el que fuera presidente de la Primera Rep¨²blica espa?ola, Francisco Pi y Margall. Trece d¨ªas antes hab¨ªa pronunciado una conferencia en La Uni¨®n Escolar, recomendando una vez m¨¢s a los j¨®venes 'la independencia del esp¨ªritu'. A la salida del acto, el fr¨ªo oto?al ocasion¨® la enfermedad que puso fin a la vida del casi octogenario pol¨ªtico barcelon¨¦s.
En medio de los elogios y recordatorios que siguen envolviendo a 'estadistas' causantes de desastres y a figurones decimon¨®nicos de toda condici¨®n, a Pi y Margall le ha tocado la suerte del olvido. En Madrid y en La Habana Vieja perdi¨® su bien ganado sitio en el callejero, si bien en la segunda ciudad queda por lo menos la placa con su nombre en el cruce de las calles del Aguacate y del Obispo. Poca cosa para el ¨²nico espa?ol que defendi¨® contra viento y marea el derecho de la isla a su independencia. Queda a¨²n, seg¨²n me contaron, su nombre en una logia de la masoner¨ªa cubana. En Barcelona lleg¨® a erig¨ªrsele un monumento en el cruce del paseo de Gracia con la Diagonal; retirado en 1939, fue repuesto hace unos a?os, pero lejos del centro. Y sobre todo la historia oficial ha tendido a marginar su nombre, asoci¨¢ndolo con un republicanismo hoy pol¨ªticamente incorrecto, a pesar de que el pensamiento de Pi constituye el mejor antecedente de la actual organizaci¨®n de la democracia en Espa?a sobre la base de la articulaci¨®n de comunidades aut¨®nomas.
Precisamente, en sus ¨²ltimos meses de vida, Pi consagr¨® su actividad a buscar la convergencia entre federales y catalanistas, una vez que comprob¨® que ¨¦stos aceptaban la extensi¨®n del principio de autonom¨ªa a las dem¨¢s regiones. El federalismo de Pi no fue un nacionalismo. Se limit¨® a reconocer, como hicieran desde un primer momento otros dem¨®cratas catalanes, que la federaci¨®n constitu¨ªa la ¨²nica f¨®rmula para resolver el problema de la composici¨®n plural de Espa?a. Las regiones conservaban sus rasgos diferenciales como antiguas naciones, el idioma, el derecho, las costumbres propias, de modo que 'el vasco es en toda Espa?a vasco; el andaluz, andaluz; el gallego, gallego'. Cuando en 1877 publica su obra capital, Las nacionalidades, esa soluci¨®n federal representa un ¨®ptimo t¨¦cnico, pero con el proceso de desintegraci¨®n puesto de relieve en el 98 se trata ya de una necesidad acuciante: 'La actitud de Catalu?a, de Galicia, de Vizcaya, hace temer algo peor que la p¨¦rdida de las colonias'. Pi contemplaba negativamente el principio de las nacionalidades, fuente de discordias y guerras en el tiempo que le toc¨® vivir, pero reservaba el t¨¦rmino 'naci¨®n' para Espa?a y aceptaba el supuesto de que 'los pueblos deben ser due?os de s¨ª mismos'.
Caso de Polonia y caso de Cuba. Despu¨¦s de sus protestas contra el colonialismo apolillado que provocara antes del 68 los intentos de intervenci¨®n en M¨¦xico y en Santo Domingo, Pi desarroll¨® para la gran Antilla una campa?a de larga duraci¨®n por el reconocimiento de la autonom¨ªa cuando la isla sufr¨ªa una dominaci¨®n colonial opresiva -'hora es de que la tratemos como hermana, no como sierva'-, y a ¨²ltima hora por la aceptaci¨®n de la independencia al ser evidente en la guerra de 1895-1898 el deseo de los patriotas. 'Cuba libre en la Naci¨®n libre', escrib¨ªa aun a fines de 1895, pero luego no encontrar¨¢ razones que oponer a una independencia deseada por los cubanos. Los art¨ªculos de Pi, publicados semanalmente en El Nuevo R¨¦gimen, son un aut¨¦ntico grito de la raz¨®n, apoyado en un an¨¢lisis minucioso de los acontecimientos, en contra de la gesti¨®n colonial de C¨¢novas y Weyler. Luego llegar¨¢ la hora de oponerse a la guerra suicida con Estados Unidos, alentada por 'una prensa infame'. El balance es descorazonador e invita a la regeneraci¨®n: 'Necesita la Naci¨®n', escribe en septiembre de 1898, 'replegarse en s¨ª misma y buscar exclusivamente en la instrucci¨®n y en el trabajo su grandeza'.
No era la primera vez que Pi y Margall desment¨ªa el t¨®pico que le presentaba como un pol¨ªtico 'abstracto', alejado de la realidad. Lo que s¨ª constitu¨ªa un rasgo de su personalidad, en los ant¨ªpodas de la clase pol¨ªtica coet¨¢nea, era su absoluto desinter¨¦s y su concepci¨®n moralista, que le llev¨® a renunciar a la cuantiosa pensi¨®n por cargos desempe?ados que ¨¦l censuraba en otros y particularmente en lo que tocaba a la familia real. Al modo de Pablo Iglesias en el socialismo, Pi fue siempre a t¨ªtulo personal el ejemplo de 'austero republicano' y de 'federal honrado'. Por eso mismo se incorpor¨® muy pronto a la defensa de los trabajadores. Instalado en Madrid a partir de 1847, dem¨®crata dos a?os m¨¢s tarde, es en 1854-1855 cuando se convierte en el 'intelectual org¨¢nico' de las luchas obreras que en Catalu?a reclaman el derecho de asociaci¨®n. Redacta la exposici¨®n que en ese sentido es presentada a las Cortes con el aval de 30.000 firmas y defiende el papel de las asociaciones 'de jornaleros' en el primer peri¨®dico de clase en nuestra historia, El Eco de la Clase Obrera. La defensa del asociacionismo y la de las reformas sociales a favor de los trabajadores fueron constantes de su actividad como dem¨®crata 'socialista', con acentos variables sobre los que oper¨® el atraso que caracteriza a la industrializaci¨®n espa?ola. De ah¨ª su apego a Proudhon, de quien es principal introductor en Espa?a, y a f¨®rmulas arbitristas tales como la popularizaci¨®n del cr¨¦dito, que hacia 1864 se salda con la quiebra del ensayo conocido como 'El Cambio Universal'.
De los primeros a?os de Pi y Margall es tambi¨¦n algo m¨¢s duradero, y dir¨ªamos que casi actual: la formulaci¨®n de la democracia tomando como base no la soberan¨ªa de la naci¨®n, sino el principio de autonom¨ªa. Lo hace en su libro La reacci¨®n y la revoluci¨®n, de 1854, conocido sobre todo por la sonora declaraci¨®n de que 'la revoluci¨®n ser¨¢ en religi¨®n atea y en pol¨ªtica anarquista'. No se trataba para Pi de eliminar todo poder, sino de reducir el poder al m¨ªnimo, lo cual le convertir¨¢ m¨¢s tarde en referencia doctrinal privilegiada para el pensamiento anarquista. Toda organizaci¨®n del poder que no se asiente en el principio de la autonom¨ªa individual, hecha posible por el ejercicio de la raz¨®n, implica la constituci¨®n de un poder ajeno, de una esfera de heteronomia. Por eso la concepci¨®n democr¨¢tica de Pi ¨²nicamente admite el pacto entre iguales como f¨®rmula para ir configurando niveles superiores de organizaci¨®n social y pol¨ªtica. En modo alguno propone la 'liquidaci¨®n social' que pronto reclamar¨¢n los bakuninistas, sino 'la uni¨®n absoluta de la libertad y el orden', de acuerdo con la f¨®rmula de Fourier. Por la pir¨¢mide de pactos, desde la ciudad al Estado federal, con una extrapolaci¨®n deseable a federaciones superiores, a nivel europeo e incluso mundial, esa aspiraci¨®n puede ser alcanzada. Y hay que a?adir que para la generaci¨®n de Pi el ideal ya se materializaba en el pa¨ªs de la libertad y de la federaci¨®n, Estados Unidos, una vez lograda la abolici¨®n de la esclavitud. El otro ejemplo es Suiza. Pero cuenta sobre todo la perspectiva creada por el establecimiento de un sistema de comunicaciones y de intereses a escala mundial que sugiere 'la necesidad de crear un poder superior al de cada una de las naciones'.
En Espa?a, federalismo y democracia hab¨ªan sido conceptos estrechamente ligados desde que surgen las primeras corrientes republicanas hacia 1840, con especial fuerza en Catalu?a y diseminadas por el resto del pa¨ªs. Cont¨® para mantener ese enlace la propia forma de revoluci¨®n, la insurrecci¨®n juntista, enfrentada a la centralizaci¨®n conservadora, as¨ª como la fragmentaci¨®n del espacio econ¨®mico y el citado ejemplo de la gran democracia norteamericana. El federalismo arraig¨® en las clases populares, con un fuerte componente igualitario y 'socialista', y tambi¨¦n en burgueses que lo contemplaban como f¨®rmula alternativa de acceso al poder. Mientras se trat¨® de oponerse a los moderados no hubo problemas. Otra cosa fue al tener que gobernar. Adem¨¢s, la Rep¨²blica no lleg¨® por el empuje de sus seguidores, sino por el inesperado desplome de la monarqu¨ªa democr¨¢tica de Amadeo I. Todav¨ªa en 1872, unas aucas o aleluyas se cerraban con un presagio pesimista: 'Sin ver su ideal realizado, muere el federal honrado'.
El 11 de febrero de 1873, a los republicanos se les cay¨® encina el poder. De inmediato, Pi y Margall, ministro de Gobernaci¨®n, tuvo que afrontar dos conspiraciones para derrocar el naciente r¨¦gimen, cercado adem¨¢s por dos guerras, la de Cuba y la carlista. Y en las cinco semanas en que ejercit¨® la presidencia, del 11 de junio al 18 de julio de 1873, en vez de ver cumplidos sus prop¨®sitos relativos al establecimiento de una legislaci¨®n social o a la educaci¨®n gratuita y obligatoria, tropez¨® con nuevos des¨®rdenes: la huelga insurreccional de Alcoy y el inicio de la sublevaci¨®n cantonal en Cartagena. Pi dimiti¨®. La Rep¨²blica hab¨ªa llegado demasiado pronto, en una coyuntura interna y exterior sumamente adversa, y la idea de federaci¨®n se resinti¨® por mucho tiempo en Espa?a de ese fracaso. Queda en pie la pregunta que Pi y Margall formulara en uno de sus discursos: '?Podemos acaso dudar de que ¨¦ste sea un pa¨ªs esencialmente llamado a formar una Rep¨²blica federal?'
Antonio Elorza es catedr¨¢tico de Pensamiento Pol¨ªtico de la Universidad Complutense.
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