Los cielos inhabitables
En Eupalinos o el arquitecto, texto publicado en 1921 como introducci¨®n a un ¨¢lbum de proyectos y planos arquitect¨®nicos, Paul Val¨¦ry defendi¨® un paralelismo art¨ªstico que contradec¨ªa las clasificaciones m¨¢s habituales. Frente a la creaci¨®n, enunciada por Hegel y aceptada por m¨²ltiples voces, de que la arquitectura era la m¨¢s 'material' de todas las artes y la m¨²sica, la m¨¢s 'espiritual', Val¨¦ry asociaba ¨ªntimamente una y otra bajo la condici¨®n de que ambas se dejaban habitar por el hombre: como espacio la arquitectura, como tiempo -templo del tiempo- la m¨²sica.
Este rasgo esencial de la arquitectura marcaba los derechos y deberes del arquitecto, cuya misi¨®n central era construir para ese habitar humano. As¨ª la responsabilidad del arquitecto exig¨ªa que la construcci¨®n fuera la condici¨®n necesaria de toda concepci¨®n te¨®rica. Curiosamente Eupalinos o el arquitecto, di¨¢logo desplegado en forma plat¨®nica -con una conversaci¨®n entre unos espectrales S¨®crates y Fedro, moradores ya del Hades-, se distancia de la tradici¨®n m¨¢s platonizante del arte occidental: la encarnaci¨®n de la idea es tan importante, o m¨¢s, que la propia idea.
Speer es un albacea de la escenograf¨ªa totalitaria y un visionario de la publicidad
Seguramente todo arquitecto deber¨ªa tener este op¨²sculo como libro de cabecera. No obstante, lo que me ha hecho pensar, otra vez, en el Eupalinos o el arquitectode Val¨¦ry es la reedici¨®n de otro libro extraordinario -aunque por conceptos diferentes- que es, en cierto modo, su ant¨ªtesis. Me refiero a las Memorias de Albert Speer, el 'arquitecto de Hitler', el hombre que, bajo sus indicaciones, construy¨® algunas de las obras m¨¢s emblem¨¢ticas del nacionalsocialismo, pero, por encima de todo, el talento t¨¦cnico que estaba destinado a procrear las grandes pesadillas de piedra que el estallido de la II Guerra Mundial dej¨® encerradas en el papel.
Se ha debatido mucho el grado de sinceridad de Speer -condenado en Nuremberg, encarcelado durante a?os en Spandau- al expresar con posterioridad el horror ante las consecuencias de su obra. No parece que la justificaci¨®n del t¨¦cnico que 'recibe ¨®rdenes' sea suficiente para paliar la culpabilidad de quien, tras ser el gran constructor de los delirios de Hitler, se convertir¨ªa, como ministro de armamento, en el gran destructor. A lo largo de las Memorias Albert Speer se presenta como un incauto Fausto de la arquitectura al que un seductor y da?ino Mefist¨®feles, el frustrado arquitecto y artista Hitler, condujo a la perdici¨®n. Un reparto de papeles demasiado n¨ªtido para ser verdadero.
No hace falta concentrarse en la culpabilidad moral de Speer para reconocer su principal delito como arquitecto puesto que, en contraste con lo que aconsejaba Paul Val¨¦ry a trav¨¦s del legendario Eupalinos, su arquitectura es una b¨²squeda creciente de lo inhabitable. Desde esta perspectiva estamos en condiciones de entrever la paradoja fundamental de este libro oscuro y fascinante: donde el autor trata de autoabsolverse con el argumento de que era s¨®lo un arquitecto al servicio de un poder diab¨®lico, hallamos precisamente su condena, tambi¨¦n como arquitecto, por construir lo inhabitable. Los espacios que no se dejan habitar, los recintos que expulsan al hombre de su seno.
Si Hitler muestra predilecci¨®n por Speer, hasta considerarlo el ejecutor perfecto del secreto arquitecto que late en su interior, es porque comprueba que nadie es m¨¢s diestro en la concreci¨®n de las escenograf¨ªas del poder. La ancestral cara totalitaria de la arquitectura -el templo imponente, el palacio inescrutable, la fortaleza aplastante- ha sido transformada por Speer en un decorado moderno y port¨¢til: las masivas movilizaciones nazis son infinitamente m¨¢s eficaces si se encauzan en estos escenarios que, adem¨¢s, gracias a los documentales patri¨®ticos, pueden reproducirse hasta el ¨²ltimo rinc¨®n de Alemania. Speer es un albacea de la escenograf¨ªa totalitaria y un visionario de la futura publicidad.
Esta competencia profesional para el decorado en la nueva ¨¦poca tecnol¨®gica es lo que facilita el acceso al tramo final de su carrera como 'arquitecto de lo inhabitable'. Tras los arquitectos port¨¢tiles que tanto han contribuido a la cohesi¨®n est¨¢tica del totalitarismo es elegido para edificar la escenograf¨ªa definitiva, la piel urbana del 'Reich de los mil a?os'. Albert Speer desarrolla su fiebre final en forma de ciudades descomunales y construcciones sin precedentes. El modelo es Roma y las rivales declaradas son Par¨ªs, inevitablemente amada, y Nueva York, el centro tit¨¢nico del capitalismo. La rival secreta es Mosc¨², de donde llegan confusas noticias sobre los planes urban¨ªsticos y arquitect¨®nicos de Stalin, con la alarmante informaci¨®n de que ¨¦ste se est¨¢ adelantando en la construcci¨®n del 'edificio m¨¢s grande del mundo': el c¨¦lebre Palacio de los S¨®viets que deb¨ªa coronarse con una estatua de Lenin de cien metros de altura, el zigurat del pueblo jam¨¢s realizado.
Tampoco nunca se construir¨ªa el Palacio de los Foros Populares de Berl¨ªn, la joya de las enso?aciones compartidas por Hitler y Speer, el concebido asimismo como 'edificio m¨¢s grande del mundo' que deb¨ªa cubrirse con una c¨²pula tan gigantesca que multiplicara por 17 el tama?o de la de San Pedro del Vaticano.
Albert Speer nos ofrece multitud de detalles sobre todos sus edificios, hasta el extremo de dibujar las hipot¨¦ticas ruinas que quedar¨ªan de ellos tras el paso de los a?os y las invasiones de la vegetaci¨®n. Un cap¨ªtulo ejemplar, probablemente ¨²nico en la historia de la arquitectura, en el que alguien concibe y proyecta tanto los potenciales edificios cuanto sus imaginarias ruinas sin que finalmente las ideas jam¨¢s se materializaran en la realidad.
Lo ¨²nico en lo que, al parecer, Albert Speer nunca pens¨® es en la posibilidad de que su arquitectura fuera, en el sentido radical de la palabra, habitadas por el hombre. Concibi¨® cielos inhabitables. Es decir, infiernos.
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