Matar a la pareja
Los casos diarios de hombres que estrangulan o apu?alan a sus mujeres o de mujeres que envenenan o descalabran a sus esposos hacen pensar en la fatalidad de convivir con la persona equivocada. El odioso extra?o que produce el error. Casi la totalidad de los que acaban siendo encerrados como asesinos y enterrados como criminales y suicidas podr¨ªan haber sido acaso felices con otra compa?¨ªa por descubrir. Al mal de elegir mal se a?ade el emponzo?amiento de no atreverse o no poder interrumpir la primera relaci¨®n. Entonces, el posible goce de una vida junto a alguien compatible se transforma en un pudridero y el culpable en el rostro de la tortura. Matarlo y matarse despu¨¦s, matarlo y no tener m¨¢s alegr¨ªa es el efecto de haberse atrapado en un proyecto donde las personalidades se corrompen y la dignidad se descompone. ?C¨®mo no celebrar en tantos casos las separaciones como un ejercicio de salud f¨ªsica y moral?
Los divorcios o las separaciones suelen ser hoy, qu¨¦ duda cabe, dolorosas, pero ha de llegar un d¨ªa en que su divulgaci¨®n haga sentir esta ¨¦poca como una extra?a ofuscaci¨®n donde la instituci¨®n se prolonga hasta el martirio. Todo cambio de pareja es tambi¨¦n un cambio de paraje. No s¨®lo una excursi¨®n sino una insospechada exploraci¨®n del yo. Donde hab¨ªa un obst¨¢culo incurable puede hallarse una dichosa explanada, donde hab¨ªa una geograf¨ªa infranqueable para ambos, una soleada comprensi¨®n. La personalidad hace tiempo que ha dejado de ser del todo un¨ªvoca -el Ser ya no es el que es- y su polimorfismo se constata como efecto de los sucesivos contactos, especialmente amorosos.
Los caracteres, los gustos, las costumbres se modulan en la interacci¨®n y el sistema que resulta de la uni¨®n es como una realidad donde se viste y se habita de otro modo. Lo mismo que la casa adonde nos mudamos induce a una sensaci¨®n inaugural en el trato con los los espacios y las luces, todav¨ªa m¨¢s la persona adjunta nos hace sentirnos distintos como sujetos. Sujetos a un nuevo sujeto, adheridos a una diferente realidad, realizados con una renovada catadura. La experimentaci¨®n con uno mismo no encuentra receta m¨¢s decisiva que en la condimentaci¨®n a trav¨¦s del sabor del otro. ?Matarlo entonces cuando es el plato sustancial?
Incluso la indagaci¨®n sobre las interrogantes personales no se efect¨²a nunca mejor que en el contraste con los misterios del otro. La pareja, la primera, la segunda o la tercera, despierta pliegues in¨¦ditos de nuestra composici¨®n porque ella escoge para habitar estancias acaso nunca abiertas o porque excava con su acci¨®n alveolos que jam¨¢s se franqueron. Uno sabe que no es s¨®lo uno cuando est¨¢ con m¨¢s de uno. Y de manera extraordinaria cuando prueba la naturaleza de su parte objetuada en el contacto objetual con otro. Uno no es el bulto que se supone ser sin el refrendo cr¨ªtico del otro cuerpo. El cuerpo solo es s¨®lo un cuerpo vac¨ªo y el cuerpo se ignora hasta que lo ocupa el peso del compa?ero.
El otro es para nosotros la fundamentaci¨®n del yo, de nuestra raz¨®n, de nuestro ingenio y, al cabo, de nuestra esperanza de vida. El otro puede matarnos con tanta facilidad que de la misma manera puede resucitarnos. De ah¨ª que nadie obtenga mejor noticia de los accidentes y contingencias de la identidad particular, del azar de su supervivencia, de la incertidumbre general como quien ha vivido la experiencia de m¨¢s relaciones. En ellas la latente sociedad que somos cambia enseguida de denominaci¨®n y de objeto, trasmuta su capital interior y sus fines, altera la consideraci¨®n para los miembros que la forman y para el entorno. Cambia para el patrimonio com¨²n, en suma, de sus conocimientos y sus autoconocimientos. ?Una identidad para vivir? ?Qu¨¦ es eso? S¨®lo contamos con una m¨²ltiple potencia de identidad cuya realidad se encuentra continuamente en vilo y circunstancialmente dispuesta para que alguien -con sentido- le otorgue una parte de su nombre y contribuya a trav¨¦s de su dial¨¦ctica a recrear una continuidad sin crimen.
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