Tulipanes
Est¨¢ en el ejercicio del poder, presidiendo el Cabildo, la piel tostada, los ojos duros, redondos, la mano afilada y el gesto ret¨®rico. Es don Miguel de Ma?ara leyendo la regla de la Santa Caridad, un cuadro importante, firmado por Vald¨¦s Leal en 1681, a ra¨ªz de la muerte de Ma?ara, de modo que cada detalle es alegor¨ªa, tiene sus claves, remite a un balance de mercader devoto, escrupuloso, un balance por fin de temporada.
De ah¨ª el inter¨¦s de esas flores que brotan desde el fondo tenebrista del lienzo, a la izquierda. Son tulipanes, una flor rara, ex¨®tica en nuestra tierras, poco frecuente por aquellas fechas en toda Europa. El profesor Enrique Valdivieso, especialista en la materia, nos dice que los tulipanes est¨¢n ah¨ª componiendo una v¨¢nitas que alude a la brevedad de la vida, y muy probablemente est¨¦ en lo cierto.
Pero seduce ver en esos tulipanes una alusi¨®n secreta a un rival lejano, a un personaje y un modelo de ciudad que, a?o tras a?o, le estaban quitando a Sevilla el puesto de centro comercial y nudo de comunicaci¨®n entre las rutas mar¨ªtimas. Porque Tulip¨¢n es el apodo, el nombre de guerra adoptado por Nicol¨¢s Tulp, m¨¦dico de Amsterdam retratado por Rembrandt en su Lecci¨®n de Anatom¨ªa, nombrado regidor de su ciudad por el tiempo en que los Ma?ara, cuando iban a m¨¢s, compraban en Sevilla la casa en San Bartolom¨¦. Mientras Miguel crec¨ªa y el puerto de Indias menguaba, tuvo que o¨ªr hablar muchas veces de aquella ciudad del norte, rep¨²blica de mercaderes devotos, con la piedad severa y las cuentas afinadas al c¨¦ntimo, donde se aparejaban barco y empresas, se abrieron tres grandes canales y la poblaci¨®n lleg¨® a los 200.000 habitantes al tiempo que a ¨¦l se le iba cerrando la barba.
Amsterdam, puerto de asilo para jud¨ªos portugueses y hugonotes, ciudad odiada, condenada y bab¨¦lica, pero pr¨®spera, donde Nicol¨¢s Tulp labr¨® con orgullo un tulip¨¢n her¨¢ldico en el dintel de su casa de la Keizersgracht, y donde pese a ir tan ligero de linaje, sus conciudadanos lo eligieron por dos veces burgomaestre de la ciudad, y donde funcionaba, desde 1611, un portento de los tiempos nuevos, una Bolsa del grano y la moneda.
All¨ª, entre las arcadas que permit¨ªan que los m¨¢stiles de los barcos pasaran bajo ellas, un demiurgo suelto comenzaba a imponer sus reglas: el espacio atestado de cosas, de objetos, de rarezas de ultramar, que criaban dinero con el correr del tiempo, en las pizarras, prodigiosamente. Y con los ecos del trato brotaba un idioma nuevo y universal, que pronto se aprend¨ªa sin esfuerzo: el idioma de los precios. Ese idioma atraves¨® fronteras y domin¨® en los m¨¢s remotos feudos, y ahora al vivir en paz en la vieja Europa, en vez de ponerle un nombre,un valor, -y ese es el secreto que el ni?o del cuadro de Vald¨¦s Leal guarda con su gesto- le han puesto un precio: el euro.
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