Huellas de Gauguin
Las Marquesas son las islas m¨¢s isle?as del mundo, es decir, las m¨¢s alejadas de un continente entre todas las que flotan por los mares del mundo. Para llegar a Hiva Oa hay que volar primero a Tahit¨ª (24 horas desde Europa y 12 desde Am¨¦rica), y luego, en Papeete, subirse a un avioncito que zangolotea cerca de cuatro horas entre nubes tormentosas y por fin, luego de una escala en Niku Hiva, aterriza en Atuona. El espect¨¢culo es soberbio: laderas y picos enhiestos cargados de verdura que se mojan los pies en un mar brav¨ªo, de grandes olas espumosas, que, se dir¨ªa, arremete contra Hiva Oa con toda la intenci¨®n de deshacerla.
Atuona, la capital de la isla, es todav¨ªa m¨¢s peque?ita que en tiempos de Gauguin. Ahora tiene menos de un millar de habitantes y, en 1901, cuando ¨¦l desembarc¨®, ten¨ªa doscientos m¨¢s. Sigue siendo una sola callecita que arranca de la Bah¨ªa de los Traidores y va a morir, mil metros despu¨¦s, en las faldas del orgulloso Monte Tem¨¦tiu. Si, para seguir la peripecia de Gauguin en sus a?os de Tahit¨ª hay que ayudarse mucho con la imaginaci¨®n -Papeete y Punaauia son hoy modernas, pr¨®speras y est¨¢n atiborradas de turistas-, en Atuona, en cambio, las huellas de los dos ¨²ltimos a?os de su vida que pas¨® aqu¨ª, aparecen por todas partes. El paisaje, desde luego, apenas ha cambiado. El pueblo, aunque luce algunas casas flamantes y han desaparecido muchas de las viejas construcciones, sigue siendo el peque?o asentamiento humano medio devorado por la naturaleza que parece haberse desgajado del tiempo y los trajines del mundo moderno. En Atuona, no los relojes sino los cantos de los gallos despiertan a los seres humanos y la vida transcurre a¨²n en c¨¢mara lenta, en un letargo tibio y feliz.
El se?or Mataiki, que dio pensi¨®n a Gauguin en sus primeras semanas marquesinas, est¨¢ enterrado en el cementerio de Make Make, no lejos de su tumba, y sus descendientes se dedican todav¨ªa al comercio, como aqu¨¦l. Un bisnieto de monsieur Fr¨¦bault, testigo de su defunci¨®n, es el presidente de la Sociedad Amigos de Gauguin, y me sirve de cicerone. Es un marquesino atl¨¦tico, con el cuerpo empastelado de esos finos tatuajes que son desde tiempos inmemoriales el orgullo de la isla, y que fueron uno de los incentivos que trajeron aqu¨ª a Gauguin. Pero, ay, ¨¦l casi no pudo ver esos delicados tatuajes, por el estado calamitoso de sus ojos -la s¨ªfilis, adem¨¢s de llagarle las piernas, da?arle el coraz¨®n y el cerebro, empobreci¨® atrozmente su vista en sus a?os finales- y porque el implacable obispo Martin, su enemigo mortal, empe?ado en occidentalizar a kanakas y maor¨ªes, los hab¨ªa prohibido. Ahora, los huesos de monse?or Martin y los de Koke (as¨ª lo bautizaron los ind¨ªgenas) reposan a pocos metros de distancia, en las alturas de Atuona, frente al ancho mar de los barcos balleneros, que ven¨ªan a secuestrar ind¨ªgenas para incorporarlos a la tripulaci¨®n, y los temibles tsunamis que varias veces destruyeron Atuona en el siglo diecinueve.
No quedan rastros de Ben Varney, el almacenero de entonces, ¨ªntimo amigo de Gauguin, que tal vez regres¨® a morir en su tierra, los Estados Unidos, pero s¨ª se conserva, casi intacto, el almac¨¦n, una construcci¨®n de dos pisos, con baranda de madera y techo de calamina, donde Koke ven¨ªa a comprar lo poco que com¨ªa y lo mucho que beb¨ªa, ajenjo para ¨¦l y sus amigos, y ron para los ind¨ªgenas, a quienes monse?or Martin hab¨ªa prohibido el alcohol. Gauguin luch¨® contra esa prohibici¨®n, manteniendo en la puerta de su casa -La Maison de Jouir- un peque?o tonel de ron del que pod¨ªan venir a beber, libremente, todos los nativos de la isla.
Su entra?able amigo y vecino Tioka, con quien hizo intercambio de nombres -ceremonia marquesina de hermanazgo y reciprocidad- muri¨® aqu¨ª y aunque no se conserva su casa, s¨ª la de su familia, id¨¦ntica a las que constru¨ªan entonces en Atuona los vecinos acomodados. Est¨¢ en la otra orilla del riachuelo en el que Gauguin acostumbraba ba?arse desnudo, para esc¨¢ndalo de los misioneros y monjas vecinos, y para las rabietas del gendarme Claverie, que hubiera conseguido meterlo a la c¨¢rcel -su sue?o- si Koke no se muere antes. La casa de Gauguin no existe -se ha reconstruido La Casa del Placer en otro lugar- pero s¨ª se ha identificado al sitio donde estuvo, gracias al pozo que el pintor ayud¨® a excavar con sus propias manos. A esa casa ven¨ªan a escondidas, aprovechando un descuido de las Madres de Cluny, las chiquillas del Colegio de Santa Ana, muy pr¨®ximo. Ha crecido desde entonces, pero todav¨ªa tiene un bello jard¨ªn con buganvilias, mangos y cocoteros, y una mir¨ªada de chiquillas risue?as y locuaces, a las que la irrupci¨®n de un forastero en el colegio no intimida lo m¨¢s m¨ªnimo. Cuando menciono a Gauguin la amable superiora enrojece y cambia de tema. Quiere decir que sabe todo. Aquellas chiquillas traviesas violaban las prohibiciones e iban a curiosear la casa de ese diablo corruptor, para ver las postales pornogr¨¢ficas que colgaban de sus tabiques: 45, exactamente, con todas las poses imaginables, y compradas en Port Sa¨ªd, en una escala del barco que tra¨ªa a Gauguin a la Polinesia.
Sus proezas sexuales, sobre las que tanto han fantaseado sus bi¨®grafos, eran ya cosa del pasado cuando Gauguin lleg¨® a Atuona. Su precaria salud no le permit¨ªa muchos excesos. Es verdad que se compr¨® a una muchacha, su vahin¨¦, Vaeoho, en un caser¨ªo ind¨ªgena del valle de Hekeani. La familia le cobr¨® por ella una buena provisi¨®n de mercanc¨ªas que debi¨® adquirir a cr¨¦dito al almacenero Ben Varney. Vaeoho le dio una hija, cuyos descendientes, dispersos por Hiva Oa, huyen ahora de los periodistas y de los cr¨ªticos como de la peste (sin duda, tienen raz¨®n). Sin embargo, ese matrimonio no dur¨® mucho, pues, apenas se sinti¨® embarazada, Vaeoho, asqueada de sus piernas, lo abandon¨®. Aparte de unos escarceos m¨¢s o menos benignos con las ni?as de la misi¨®n que lo visitaban y de una aventura con la pelirroja Tohotaua, que le sirvi¨® de modelo para sus ¨²ltimos cuadros, es inconcebible que, dado su estado f¨ªsico y mental, pudiera cometer en las Marquesas los desafueros que se permiti¨® en Tahit¨ª o en Francia. En Atuona los ¨²nicos excesos autorizados a esa ruina humana en la que estaba convertido eran los de la imaginaci¨®n. Y no vacil¨® en servirse de ella para seguir intentando proyectos imposibles: delirantes ensayos religiosos con una supuesta interpretaci¨®n revolucionaria de un cristianismo anti-cat¨®lico ycampa?as pol¨ªtico-jur¨ªdicas para exonerar a las familias ind¨ªgenas que viv¨ªan lejos de Atuona, de la obligaci¨®n de enviar a sus hijos al colegio, de la prohibici¨®n de comprar alcohol, o de pagar el impuesto para la construcci¨®n de carreteras, esto ¨²ltimo con el impecable argumento de que el Estado jam¨¢s hab¨ªa construido en la isla de Hiva Oa ni un solo metro de carretera (algo que, un siglo despu¨¦s, sigue siendo cierto).
Fueron estas manifestaciones de rebeld¨ªa contra la sociedad colonial las que permitieron a sus enemigos -la iglesia y el gendarme- enredarlo en un proceso judicial que Gauguin perdi¨® y que, adem¨¢s de privarlo de su casa y de sus escasas pertenencias, lo hubiera llevado a la c¨¢rcel si su oportuno coraz¨®n no se hubiera parado a tiempo.
En Tahit¨ª, aunque hay un culto oficial a su memoria y a su obra, muchos tahitianos hacen salvedades cuando se habla de ¨¦l. Su conducta con las nativas fue, qui¨¦n podr¨ªa contradecirlos, abusiva y por momentos brutal, y algunos repiten todav¨ªa que, adem¨¢s de ped¨®filo -le gustaban las muchachas-ni?as, de trece o catorce a?os- contagi¨® la s¨ªfilis a muchas amantes. Y, por otra parte, ?se puede hablar de ¨¦l como de un pintor tahitiano? Yo me apresuro a darles la raz¨®n: el Tahit¨ª de sus cuadros es mucho m¨¢s producto de su fantas¨ªa y sus sue?os que del modelo real. Pero, eso ?no es m¨¢s bien un m¨¦rito, su mejor credencial de creador? Aqu¨ª en las Marquesas, en cambio, no he encontrado en una sola conversaci¨®n la menor reticencia en los pobladores nativos en el aprecio y la admiraci¨®n hacia Koke. Por el contrario. Todo el mundo sabe qui¨¦n fue, qu¨¦ hizo, d¨®nde est¨¢ enterrado, y cuentan an¨¦cdotas sobre ¨¦l que delatan una cari?osa simpat¨ªa, una solidaridad de coterr¨¢neos. Tal vez no sea porque se trata de Gauguin, sino porque esa es la manera marquesana de entender y tratar al pr¨®ximo: abri¨¦ndole los brazos y el coraz¨®n. ?No fue precisamente eso lo que Gauguin vino a buscar aqu¨ª, en el ¨²ltimo viaje de su incesante vida? El hablaba de civilizaciones primitivas e intensas, a¨²n no corrompidas por el abuso de la raz¨®n y los reglamentarismos eclesi¨¢sticos, donde la belleza no ser¨ªa monopolio de los artistas, los cr¨ªticos y los coleccionistas, sino la manifestaci¨®n natural de la vida humana, un estado de ¨¢nimo compartido, una religi¨®n universal. Pero, probablemente, detr¨¢s de esas grandes palabras y esquematizaciones, se agazapaba algo mucho m¨¢s simple y escurridizo: una sociedad donde fuera posible la felicidad. Donde se pudiera vivir en paz y no el sobresalto permanente, sin la lucha feroz por el alimento, por el dinero y por el ¨¦xito, entregado a su propia vocaci¨®n y no a quehaceres que lo apartaran de ella. El para¨ªso no es de este mundo y quienes dedican sus empe?os a buscarlo o fabricarlo aqu¨ª est¨¢n irremediablemente condenados a fracasar. Pero, es probable, que, entre los muchos rincones de la tierra donde fue a buscarlo, nunca hubiera estado Gauguin tan cerca de alcanzar ese azogado espejismo tras el que correte¨® toda su vida, como en este paraje al que lleg¨® cuando ya estaba medio muerto en vida, donde, en verdad, no vino a vivir sino a morir. Basta llegar a la suave tibieza que ba?a a Hiva Oa y contemplar sus cordilleras o su recio mar, y escuchar la melod¨ªa con la que cantan sus palabras los nativos o verlos andar como danzando, sin prisa y con una gracia sobrenatural, para sentir que, despu¨¦s de todo, Koke, el pobre so?ador, no estaba del todo descaminado cuando vino hasta aqu¨ª en pos de su sue?o inalcanzable.
? Mario Vargas Llosa, 2002. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2002.
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