El mago
'CL?SICO ES UN LIBRO que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con misteriosa lealtad', escribi¨® Borges hacia 1952 en Otras inquisiciones. Fervor. No se me ocurre otra palabra que pueda describir mejor el estado de ¨¢nimo posterior a la primera lectura de Fervor de Buenos Aires. Yo era entonces una chica de 11 a?os un tanto enf¨¢tica y cursi (acaso la misma que lo relee ahora) y Borges, en esos 33 poemas, acababa de revelarme Buenos Aires, el amor (en sus alternativas m¨¢s comunes: la despedida y el abandono), la muerte, la literatura. Me arrastraba vertiginosamente al mundo de las enciclopedias y los diccionarios, donde lupanar, aquelarre, g¨¢rrulos, Cartago, G¨®lgota, Ariosto, Her¨¢clito, Whitman, Schopenhauer, dejaban de ser palabras para abrirse, como las gotas en el agua, en infinitos c¨ªrculos conc¨¦ntricos.
El cementerio de la Recoleta, el truco, los patios, las carnicer¨ªas, los arrabales, la plaza de San Mart¨ªn (y abajo, el puerto que 'anhela latitudes lejanas'), Rosas, el Sur, los jardines, la casa familiar, las parras, los zaguanes, los aljibes: Borges me mostraba la patria como los manuales y las canciones de los actos escolares no hab¨ªan sabido hacerlo. Calles que se desplegaban como banderas, 'mediocres calles', calles 'enternecidas de penumbra' o 'entorpecidas de sombra'; 'la luna nueva es una vocecita desde el cielo', 'en la sala severa / se buscan como ciegos nuestras dos soledades': la maestra escrib¨ªa en el pizarr¨®n 'ox¨ªmoron', 'sin¨¦cdoque', 'hip¨¢laje' y otros nombres que intentaban sin ¨¦xito definir y romper el hechizo.
Nos enamoramos de alguien y queremos copiarle los gustos. Yo le¨ªa a Borges, y despu¨¦s a Kafka, Keats, Swedenborg, Banchs, como los chicos que comen espinacas con la esperanza de crecer fuertes como Popeye. Ficciones, El Aleph, Evaristo Carriego, los pr¨®logos de su Biblioteca Personal o los Textos cautivos fueron sucesivas formas del deslumbramiento, pero Fervor de Buenos Aires tuvo el valor epif¨¢nico del primer amor. No hab¨ªa nada m¨¢s parecido a la magia que la literatura. Las palabras pod¨ªan tocar f¨ªsicamente, suspender el tiempo y anular el espacio y la realidad; crear una nueva realidad. Yo quer¨ªa hacer eso.
M¨¢s tarde advert¨ª otras cosas: que esos versos eran m¨¢gicos por sus aciertos al igual que por sus torpezas, como suced¨ªa con los versos de Neruda o de Lorca, a quien Borges pretend¨ªa denostar pero cuya sombra aparec¨ªa en Fervor m¨¢s que la de Unamuno. Que esos poemas que incurr¨ªan en los criollismos y lugonismos de los que luego renegar¨ªa, ten¨ªan -tambi¨¦n a su pesar- la misma melancol¨ªa, la misma tristeza ir¨®nica y esquinada del tango. Y que ¨¦se era 'el idioma de los argentinos'.
Ni de noche, porque el silencio ayuda; ni en las primeras horas de la ma?ana porque se est¨¢ m¨¢s l¨²cido: 'Siempre'. Es lo que contest¨® Borges al '?cu¨¢ndo escribe?' de un entrevistador. Borges escribe siempre, incluso cuando conversa. Convoca siempre el asombro y la admiraci¨®n, desde los lugares m¨¢s insospechados. Es, una y otra vez, el poder del lenguaje borgeano, capaz de hacernos dudar por un momento de nuestras propias convicciones acerca de Flaubert o los militares ('a veces, por decir algo ingenioso, se es injusto', advirti¨® en un reportaje). Por eso hay algo m¨¢s o menos pat¨¦tico en todos sus interlocutores, desde periodistas de fama y talento desigual hasta S¨¢bato: registran sus palabras con el mismo esmero infantil con que otros intentan plagiarlo o imitarlo; buscan un testimonio de que ellos estuvieron tambi¨¦n, aunque no sea m¨¢s que unas horas, a su altura. Todos esos libros, incluida la inminente recopilaci¨®n de di¨¢logos que hiciera Bioy Casares, testimonian exactamente lo contrario: que Borges siempre est¨¢ m¨¢s all¨¢, siempre se escapa, siempre est¨¢ m¨¢s alto.
Cl¨¢sicos son aquellos libros que cambian con nosotros y que misteriosamente se mantienen sin embargo (acaso tambi¨¦n como nosotros) iguales a s¨ª mismos. En 1969, en el pr¨®logo para una reedici¨®n de Fervor de Buenos Aires, Borges confes¨® que ese primer libro prefiguraba todo lo que har¨ªa despu¨¦s. Es el mismo Borges de La cifra y Los conjurados, sus ¨²ltimos libros, el que ya insist¨ªa en 1923, desde aquella curiosa dedicatoria -'a quien leyere'-, en su ret¨®rica modestia: 'Es trivial y fortuita la circunstancia de que seas t¨² el lector de estos ejercicios, y yo su redactor'. Nada m¨¢s enga?oso: nadie puede ser Borges. Borges lo sab¨ªa. A su debido tiempo, yo tambi¨¦n lo supe. Hab¨ªa ideas y palabras que ya no se podr¨ªan usar sin sentir de alg¨²n modo que se profanaba un templo: espejos, laberintos, br¨²julas, ajedreces; vano, fatigar, porfiar; adjetivos y adverbios inesperados, diminutivos; un hombre que es todos los hombres. No ten¨ªa sentido aprenderse los trucos (perd¨ªan su efecto), cada uno ten¨ªa que encontrar su propio modo de hacer magia.
Mar¨ªa Fasce (Buenos Aires, 1969) es autora del libro de relatos La felicidad de las mujeres (Destino).
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