Agua de mayo
Mientras escribo estas l¨ªneas est¨¢ lloviendo. Pero no es un aguacero. Un chaparr¨®n. Una tromba. Llanto a mares del cielo. Chuzos de punta. No, es una lluviecita indecisa, sinsorga, intermitente, melindrosa. De un tipo, en fin, irregular y escaso que se ha convertido en la norma en los ¨²ltimos tiempos. Y es que est¨¢ claro que ya no llueve como antes.
Si ese antes lo remito a la infancia, los recuerdos me devuelven nubes y charcos -los charcos son grandes aliados de los ni?os, escenarios de transgresiones concienzudas y de descubrimientos sensuales-; capuchas, katiuskas, barro y paraguas vueltos -San Sebasti¨¢n era famosa tambi¨¦n por sus paraguas, que le gente ven¨ªa a comprar desde lejos-; y el miedo fundado a que en cualquier momento se volviera a aguar la fiesta de la playa. Todo eso se ha ido, o se ha ido yendo, de mi experiencia personal, claro, pero tambi¨¦n de nuestros partes meteorol¨®gicos.
El anuncio, argumento o amenaza del cambio clim¨¢tico es posible que le resulte abstracto y remoto a personas de otras latitudes. Pero no es un enunciado te¨®rico sino un hecho, una experiencia palpable para quienes, por ejemplo, padecen a diario el avance incompasible de la desertizaci¨®n. Y tambi¨¦n para nosotros, que vivimos desde hace ya bastante tiempo bajo un cielo que no reconoce la memoria: aire enjugado, revelador, noches estrelladas y un sol longevo y anacr¨®nico que recubre con una piel in¨¦dita nuestras construcciones y nuestros paisajes. Ingredientes todos de un panorama meridionalizado que alguien, durante un verano en que incluso sufrimos restricciones de agua, bautiz¨® gr¨¢ficamente como 'Euskadi tropical'.
Esta temporada tambi¨¦n ha llovido poqu¨ªsimo. Y tan sin fundamento que nuestros embalses est¨¢n ya a media asta. Si las cosas no mejoran -nos advierten las autoridades- dentro de poco vendr¨¢n las rebajas de agua. Aqu¨ª. Incluso aqu¨ª, en un 'qui¨¦n te ha visto y qui¨¦n te ve' meteorol¨®gico que debe darnos que pensar.
El tiempo se ha vuelto loco y yo me lo explico como una manera de llamar la atenci¨®n, como un aviso de la naturaleza, como la luz que se enciende en los coches cuando se entra en la reserva de gasolina. Y no voy a insistir en que levantar el pie del acelerador contaminante no es hoy por hoy s¨®lo un argumento de sentido com¨²n, sino un art¨ªculo de primera necesidad planetaria. Ni en el hecho de que demasiado d¨®cilmente -acr¨ªticamente- pagamos justos por los imperios pecadores de siempre. Pero s¨ª quiero detenerme en la lluvia, y en la inversi¨®n de esa f¨®rmula que nos hace, en Euskadi, m¨¢s culpables que inocentes.
Culpables de malgastar el agua no s¨®lo en el sentido de derrocharla, que tambi¨¦n, sino sobre todo en el de consumirla inadvertidamente, sin placer. Es decir, sin darle valor. No tendr¨ªamos que esperar a las alertas rojas en los embalses para instalar en todas nuestras cisternas dispositivos de ahorro, para tapar las fisuras y las fugas de nuestras presas y conducciones. Para engrifar nuestras fuentes. Para controlar eficazmente y por la v¨ªa r¨¢pida surtidores y duchas averiados -tantas veces, en tantas playas y piscinas-, chorreantes, sangrantes.
Tampoco tendr¨ªamos que esperar una hipot¨¦tica amenaza de sequ¨ªa, un improbable vivir en nuestras carnes la sed permanentemente ajena, para cambiar nuestra mentalidad opulenta y adoptar principios sobrios, de rigurosa utilidad y justicia ecol¨®gica como el que dice que el agua no es un bien sino el bien. Y que tirarla est¨¢ tan cerca de la estupidez como del delito social y moral. Y que su ahorro tiene menos de sacrificio que de disfrute. Porque ofrece ventajas tan rotundas como la de permitirnos ver algo valioso donde antes no ve¨ªamos nada, o s¨®lo sobras. Es decir, el de regalarnos la emoci¨®n, energ¨¦tica, de recibir cualquier agua como un 'agua de mayo'.
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