Cantar el mar

Madrid tiende un puente de oro esta semana con Estocolmo, o con Suecia, para ser m¨¢s exactos. El trombonista Christian Lindberg, el pianista Bengt Forsberg, la mezzosoprano Anne Sofie von Otter: una embajada musical de aut¨¦ntico lujo. Con un bloque de ocho canciones suecas comenz¨® el recital de La Zarzuela. La ¨²ltima sirve para dar t¨ªtulo a este comentario. La cantante -y el extraordinario pianista- las mostraron con sensibilidad y un amable sentido mel¨®dico. Con semejante tarjeta de visita, la invitaci¨®n a Schubert era sugerente. No defraud¨®, alcanzando en An Silvia su momento de m¨¢ximo esplendor. Cantaba el mar, en efecto, pero un mar en calma, que continu¨® su placidez en las canciones de Chaminade y se torn¨® agitado en Weill. Agitado por la fuerza, por el car¨¢cter, por la precisi¨®n de la interpretaci¨®n, por la pasi¨®n. No era un Weill canalla, sino extremadamente bello, casi perversamente bello. En Schickelgruber, sencillamente arrebatador. En Je ne t'aime pas, emocionante. Y en September song, deslumbrante. La cantante, envuelta en un ¨¦xito de apoteosis, se destap¨® en la primera propina con una interpretaci¨®n espantosa del villancico Campana sobre campana; eso s¨ª, expuesto con irreverencia, gracia y un cierto aire de m¨²sica de variedades. Con una personal y atractiva versi¨®n de la seguidilla de Carmen recuper¨® el pulso, o lo recuperamos los espectadores, para poner con Leonard Bernstein un broche adecuado al eclecticismo de la noche. Porque quiz¨¢ sea la capacidad de adaptarse con fortuna a las m¨²sicas m¨¢s diversas una de las caracter¨ªsticas que m¨¢s asombra de la cantante sueca. Eso, y su control t¨¦cnico, y su homogeneidad, y su garra, y su maestr¨ªa como int¨¦rprete. Magn¨ªfico, extraordinario recital. Con la complicidad de la inmensidad del mar.