Velada ¨ªntima en Apache Pass
La pregunta de cu¨¢nta gente prefiri¨® la otra noche una charla sobre los apaches al partido del FC Barcelona contra el Roma tiene una respuesta exacta: 21 personas. Incluyendo, por supuesto a quien firma estas l¨ªneas. Fue estupendo.
Siempre me han interesado los apaches; no, claro, hasta el punto de convertirlos en modelo de vida -como los sioux-, pero s¨ª para interesarme a fondo por su historia y costumbres y para sentir, peri¨®dicamente, la necesidad perentoria de revisitarlos.
Correosa y dif¨ªcil raza, de la que no puedo sino destacar a personalidades como Coyuntara, el hermano peque?o de Cochise, terror de los corazones mexicanos; el valeroso jefe Juh de los chiricahua nednhi (cu?ado de Ger¨®nimo), que se carg¨® al teniente Cushing y tuvo un fin doblemente h¨²medo al caer del caballo en un r¨ªo, ebrio de mescal, y ahogarse, o Chato, que sobrevivi¨® a todas las cruentas guerras apaches para matarse en 1941 en un accidente de coche.
Mientras millares de personas segu¨ªan el Bar?a-Roma, un pu?ado de gente opt¨® por una charla sobre los apaches
Lo que m¨¢s me atrae de los apaches es lo duros que eran, cosa l¨®gica visto c¨®mo se les trat¨® y se les traicion¨® siempre, por no hablar de lo que com¨ªan. No obstante, parece que hab¨ªa algo en ellos que les inclinaba a la aspereza de car¨¢cter y que encontr¨® su peor expresi¨®n en las matanzas gratuitas y las sesiones de tortura con las que algunos dieron en entretenerse. En Once they moved like the wind. Cochise, Geronimo and the apache wars (Pimlico, 1993), uno de los mejores libros que conozco sobre esa gente, David Roberts dedica todo un cap¨ªtulo a la tortura y reconoce que, pese a que mucho de lo que rodea a los apaches en esta cuesti¨®n es leyenda negra, resulta innegable que cometieron atrocidades estremecedoras. Cochise, por ejemplo, por lo dem¨¢s un tipo estupendo, gustaba de colocar gente colgada boca abajo sobre una hoguera o arrastrar prisioneros desnudos con un caballo -y en Arizona y Nuevo M¨¦xico hay mucho cacto-. Otros apaches arrancaban el coraz¨®n a sus v¨ªctimas, las desollaban o las asaeteaban. El repertorio es amplio y algo aparec¨ªa en aquel notable filme de 1972 de Robert Aldrich La venganza de Ulzana (basado en hechos reales, la razzia del chiricahua Ulzana en 1885, en la que el fulano mat¨® a 38 personas, rob¨® 250 caballos y se permiti¨® atacar Fort Apache perdiendo s¨®lo uno de sus 12 guerreros).
Roberts apunta que, dejando de lado el odio provocado por las villan¨ªas de los blancos, el infligir dolor por parte de los apaches ten¨ªa bases rituales relacionadas con su concepci¨®n del mundo. La tortura pod¨ªa ser algo casi sacramental y hasta un honor. Las ordal¨ªas sangrientas, adem¨¢s, les parec¨ªan algo corriente en la naturaleza agreste que les rodeaba, y ten¨ªan una gran admiraci¨®n -que yo comparto sin reservas- por la gente capaz de soportar el dolor. La venganza, por otro lado, era una obligaci¨®n social y la mutilaci¨®n la hac¨ªa como m¨¢s adornada. Curiosamente (y significativamente), para un apache era mucho m¨¢s cruel encerrar a alguien en una celda -como hac¨ªa con ellos el Gobierno de EE UU- que desmembrarlo lentamente. Por otro lado, no hay que olvidar que al viejo Mangas Coloradas los soldados lo pincharon con bayonetas al rojo vivo, le endosaron 20 tiros y luego lo decapitaron y vendieron la cabeza desollada a un fren¨®logo; trato, sin duda, poco propio de cristianos.
El furor del guerrero apache enfadado, similar al del berserkr n¨®rdico y que lo convierte en un arquetipo del hombre salvaje fue muy bien expresado por Robert Mulligan en el extra?o western La noche de los gigantes (1969), en el que Gregory Peck se enfrentaba al ubicuo apache cubierto de pieles llamado, precisamente, Salvaje.
En fin, como dec¨ªa al principio, el mi¨¦rcoles estuve en Apache Pass: me sumerg¨ª en el mundo apache por la v¨ªa de asistir en el Instituto Norteamericano (IEN) a la conferencia sobre esos ind¨ªgenas del profesor Edward K. Flagler, un experto en indios parangonable a Kit Carson y un personaje entra?able que es uno de mis ¨ªdolos desde que hace 20 a?os me concedi¨® un diploma -el ¨²nico que poseo- por seguir uno de sus cursos y recordar la lista de miembros de la Liga iroquesa.
Llegu¨¦ tarde, en parte por culpa de los seguidores del Roma, cuyas m?nnerb¨¹nde se cruzaron en mi ruta con el entusiasmo de bandas de mescaleros. Flagler llevaba ya un buen rato d¨¢ndole al asunto. Le encontr¨¦ en muy buena forma, con el tono entusi¨¢stico de siempre, acento de cantinero de Fort Bowie y una chaqueta de piel que hubiera sido la envidia del general Custer. Hablaba en ese momento, con autoridad, de los ritos de la primera menstruaci¨®n de las apaches en San Carlos, Arizona, que duran cuatro d¨ªas y, recalc¨®, resultan muy complejos. A menudo incluyen un rodeo. ?ramos pocos, pero la atm¨®sfera estaba cargada de intensidad y la gente segu¨ªa las explicaciones de Flagler con pasi¨®n. Aprovech¨¦ para estudiarles: hombres solos y con el pelo largo, dos parejas, dos jovencitas, una se?ora de pelo cano y una chica de la que s¨®lo pod¨ªa ver, pues estaba en primera fila, una cabellera larga y negra como ala de cuervo. Acaso fuera la Mujer Cambiante, la divinidad favorita de los apaches. Vimos luego una sucesi¨®n de fotos antiguas y de rostros curtidos. Ah¨ª estaba Naiche: Flagler nos explic¨® c¨®mo muri¨® en el seno de la Iglesia reformada holandesa. El turno de preguntas fue muy animado. Se habl¨® de los apaches y el alcohol, de las condiciones de su encarcelamiento en Pensacola, parecidas a las de los talibanes, y de la adaptaci¨®n de las tribus a la vida moderna: los jicarilla son hoy muy progresistas y los mescaleros regentan un complejo de esqu¨ª. 'Hoy se pueden seguir muchas actividades de la vida tribal en las webs apaches', dijo el profesor con un suspiro.
Al acabar la sesi¨®n me desped¨ª de ¨¦l y le felicit¨¦ por su perseverancia. Sal¨ª a la calle, vac¨ªa y silenciosa, y divis¨¦ a lo lejos la cabellera negra de la chica de la primera fila. La plaza de Molina no es Ojo Caliente ni Skeleton Canyon, pero para m¨ª, ebrio de emociones, se abri¨® en un ancho horizonte de cactos y pumas, mientras la noche se iluminaba con gritos de guerra y con un enfebrecido batir de tambores.
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