Enron, EE UU y yo
Todo el mundo habla de Enron, el mayor esc¨¢ndalo financiero en la historia de EE UU; los expertos creen que las repercusiones para la sociedad estadounidense ser¨¢n mucho mayores que las del 11 de septiembre. En momentos de peligro, cuando las acciones se mantienen en valores de dos d¨ªgitos pese al estancamiento de la econom¨ªa, debido a que Wall Street es, en la percepci¨®n del p¨²blico, el punto de referencia de la salud de la econom¨ªa, la onda expansiva es horrenda. En la d¨¦cada de los sesenta, el 10% de EE UU jugaba a la Bolsa; ahora depende de ella el 60%, a trav¨¦s de los planes de pensiones y los peque?os inversionistas. Los medios de comunicaci¨®n y el Gobierno se preguntan qui¨¦n sab¨ªa qu¨¦ y cu¨¢ndo; por qu¨¦ Arthur Andersen -una de las 'cinco grandes' empresas de contabilidad que lleva los libros de las principales empresas estadounidenses- ignor¨® la realidad que ten¨ªa ante s¨ª. Y hay otra cuesti¨®n: ?c¨®mo se las apa?¨® Enron, que b¨¢sicamente no era m¨¢s que una empresa que negociaba con futuros -y negociar con futuros es el m¨¦todo m¨¢s arriesgado de ganar dinero- para que en Wall Street se la conociera como posiblemente la empresa n¨²mero uno de EE UU? No fabricaban un producto real, en sus empresas no hab¨ªa sinergia; lo que hac¨ªan era un simple azar, apostar dinero por dinero. Sin ninguna clase de cobertura.
Muchos estadounidenses han sufrido en silencio, a peque?a escala personal, su contacto con una pesadilla del tipo Enron. La m¨ªa empez¨® a finales de la d¨¦cada de los sesenta, cuando una parte de EE UU se subi¨® al tren de la liberalizaci¨®n del dinero, mientras la otra, subida al tren de lo pol¨ªticamente correcto, se comportaba como si el dinero no existiese, aunque viviera de ¨¦l. Mi marido acababa de morir repentinamente, a¨²n joven. El legado que le dej¨® su padre, que inclu¨ªa rentas procedentes de empresas familiares, hab¨ªa encogido hasta quedarse pr¨¢cticamente en nada.
En aquellos a?os, los hijos de los ricos se tomaban la izquierda como un signo de buenas maneras; los hijos de los emigrantes ve¨ªan en ella la oportunidad de cambiar su condici¨®n y ambos grupos la utilizaban para ocultar la verdadera naturaleza de sus or¨ªgenes. Mi marido de tendencias izquierdistas sent¨ªa fobia por el dinero como reacci¨®n a su avariciosa madre. Mi coraz¨®n estaba con la Espa?a antifranquista.
En mi familia no se hablaba de dinero. Al hermano de mi padre, un profesor de derecho constitucional que formaba parte del grupo de asesores de Roosevelt, le daba rabia que mi padre, un gran abogado, se hubiera convertido en un rico industrial, y malgastara su gran cabeza para las leyes. Mi hermano mayor, un chico fino de Harvard como mi marido, acorde con las costumbres de la ¨¦poca, iba por ah¨ª con una gabardina ra¨ªda hablando de T. S. Eliot; el excesivo ¨¦xito de mi padre era como una piedra atada a su cuello. Pero lo que un hombre tira, a otro puede parecerle valioso. Cuando mi padre era ya mayor, y unos extra?os dirig¨ªan sus cosas, su imperio se desintegr¨®.
Mis abogados quer¨ªan rematar la peque?a herencia que me hab¨ªa quedado de mi marido; no inclu¨ªa dinero para exorbitantes minutas de abogados. No quer¨ªa desprenderme tan r¨¢pidamente del legado y ten¨ªa miedo de ir yo sola a reuniones con contables, abogados y parientes pol¨ªticos. Ni mis amigos ni yo ten¨ªamos la menor idea del complejo mundo del dinero, as¨ª que di a mi padre los papeles para que los leyera, en la esperanza de que no tuviera la mente nublada a causa del Parkinson y le arrastr¨¦ a la reuni¨®n. Tuvo un buen d¨ªa. Como cualquier buen abogado, pas¨® a la ofensiva, haciendo preguntas dif¨ªciles, e ignor¨® la afirmaci¨®n de mi abogado de que, puesto que yo no ca¨ªa bien a mis suegros, deb¨ªa estarles agradecida por habernos dejado algo a m¨ª y a mis hijos: 'Si las leyes sobre transmisi¨®n de patrimonio dependieran de la opini¨®n de los suegros, no habr¨ªa herencias'. Sin andarse con rodeos, dijo que b¨¢sicamente se trataba de un fraude, no del reparto de un patrimonio; que los tribunales no ve¨ªan con buenos ojos el que se robara a las viudas y a los ni?os, como si fuera un atraco, y que la Constituci¨®n tampoco otorgaba a mis suegros poderes ilimitados para qued¨¢rselo todo. Mis abogados dijeron que la ley no ten¨ªa nada que ver con la moralidad; mi padre respondi¨® que, seg¨²n la Constituci¨®n, s¨ª. La reuni¨®n se acab¨®; mis abogados estaban furiosos porque yo no firm¨¦ nada.
Me sorprendi¨® la desenvoltura con que mi padre convirti¨® mi falta de dinero en una ventaja. Como muchos hijos de triunfadores, yo pasaba de los arrebatos de timidez a los arranques repentinos de afirmaci¨®n de mis derechos. Despu¨¦s de su muerte, pens¨¦ en el comentario que hizo a mis suegros: que el dinero era una realidad, no una enfermedad.
?Estaba mi pol¨ªticamente correcta generaci¨®n eludiendo la realidad? Mis amigas feministas pensaban que deb¨ªa tomarme mi dif¨ªcil situaci¨®n como la de una mujer vencida por la sociedad patriarcal. Pero no tuve el valor de hacerme pasar por una de las v¨ªctimas del mundo. Y nadie se entromet¨ªa en mi libertad sexual, s¨®lo en mi patrimonio. El af¨¢n estadounidense por buscar las ra¨ªces y la identidad de uno no ten¨ªa por qu¨¦ implicarme en cuestiones pol¨ªticamente incorrectas como Standard Oil y Western Union, pero ¨¦sas eran las cartas que me hab¨ªan tocado. Pens¨¦ en la empresa favorita de mi padre, adquirida a Standard Oil, la Self-Winding Clock Company, que utilizaba las l¨ªneas telef¨®nicas de Western Union para conectarse a la hora del Observatorio de la Marina. Afirmaba que un pa¨ªs no pod¨ªa depender s¨®lo de la electricidad; estaba orgulloso de que durante el primer gran apag¨®n en Nueva York, s¨®lo su reloj, en la estaci¨®n Grand Central, siguiera funcionando. Tuvo un altercado con Western Union; los abogados a los que encarg¨® la defensa del caso cobraron la bonita suma de un mill¨®n de d¨®lares, un mill¨®n de los a?os cincuenta. Imagin¨¦ que incluso en Manhattan, donde el dinero de ayer no val¨ªa ni para comprar un billete de metro, pod¨ªa hacerme con un par de semanas de poder. Hice una llamada al bufete de abogados; siempre que me sent¨ªa amenazada, empleaba el tono fr¨ªo de mi infancia de ni?a rica. Dije que la hija de J. Anthony Probst deseaba reunirse con su letrado. Mi problema fue que el abogado al que mi marido llamaba siempre tambi¨¦n ten¨ªa conexiones con ese bufete, y ahora asesoraba a mi suegra.
A pesar de todo, el contable que hab¨ªa llevado el tema del legado -tan complicado de leer como los jerogl¨ªficos de la Piedra Roseta- parec¨ªa asustado de que la empresa de mi padre pudiera considerarle responsable; sac¨® algunos de los archivos que yo necesitaba para entender el embrollado caso y comprendi¨® que era mejor no destruir ning¨²n documento. Pasaron 12 a?os. Por entonces mis hijos eran ya lo suficientemente mayores y estaban en condiciones de demandar a la familia de su padre, lo que yo no hab¨ªa podido hacer por falta de dinero, y tampoco hab¨ªa firmado la liquidaci¨®n del legado. La familia de mi marido hizo un ¨²ltimo intento antes de tirar la toalla y contrat¨® a los abogados de la empresa el¨¦ctrica de mi padre. Yo alegu¨¦ conflicto de intereses, porque hab¨ªan sido mis asesores. Hab¨ªan pasado 12 a?os y no se acordaban de mis visitas. Les ense?amos sus apuntes, que yo hab¨ªa conservado. Se retiraron del caso haciendo algunos comentarios poco amables sobre mi padre. Unas semanas despu¨¦s, el caso se resolvi¨® a favor de mis hijos. El amiguismo, la idea de que la moralidad empresarial era una mercanc¨ªa en venta, empez¨® mucho antes que Enron.
Barbara Probst Solomon es escritora estadounidense.
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