Recuerdo de Juan Carlos Gumucio
Un d¨ªa, estando en el sur de L¨ªbano, Juan Carlos Gumucio -o J-C., que era como convinimos en llamarle-, se dio la vuelta dentro del coche y me dijo con esa oscura iron¨ªa que usaba cuando ten¨ªa pensamientos subversivos. '?Sabes lo que somos, Fisky?', me dijo. 'Somos corresponsales de fosas comunes'. En aquellos largos y terribles meses de la guerra de L¨ªbano, ten¨ªa raz¨®n. Deb¨ªamos viajar juntos hasta el sur para ver los restos atomizados de los terroristas suicidas, o ¨¦ramos requeridos por los palestinos para ver el lugar de una masacre a las afueras de Sid¨®n. J-C y yo vag¨¢bamos por tumbas repletas de huesos. Cog¨ªa un f¨¦mur y se lo pon¨ªa contra su cuerpo. '?Eran bajos, no? Y caigo en la cuenta de que no llevaban reloj'. Su amplia sonrisa emerg¨ªa de la oscuridad. J-C se hab¨ªa dado cuenta de que los muertos pod¨ªan haber sido asesinados, pero hac¨ªa 2.000 a?os. Pod¨ªan ser filisteos, pero no eran palestinos.
Juan Carlos Gumucio era uno de los mejores corresponsales y colegas que se pod¨ªan tener en una guerra. Hombre de recursos, valiente, c¨ªnico, y s¨ª, profundamente subversivo en el mejor sentido de esa palabra, se desplaz¨®, a lo largo de su carrera, desde la ciudad boliviana de Cochabamba a Nueva York, Roma, Beirut y Teher¨¢n. Su piel oscura -deb¨ªa tener or¨ªgenes indios- y su barba le permit¨ªan ser confundido con un miliciano shi¨ª.
Durante los terribles a?os de los secuestros, quedaba conmigo en el l¨®brego y destartalado aeropuerto de Beirut y me met¨ªa en la ciudad. Trabajaba para Associated Press y yo era el hombre del Times en Oriente Pr¨®ximo, y cuando los norteamericanos bombardeaban Tr¨ªpoli, mir¨¢bamos las oleadas a¨¦reas por la ventana del dormitorio. Tres secuestrados occidentales fueron asesinados en Beirut y AP mand¨® a Gumucio que se fuera de forma inmediata de L¨ªbano. En el ascensor, me toc¨® con su mano. '?Vamos a volver a Beirut occidental?'. Le dije que s¨ª, y as¨ª fue.
Fue a trabajar para un peri¨®dico mexicano y luego para la CBS. Era imparable y amaba la vida. De hecho, despu¨¦s de muchas noches de juerga con J-C, me preguntaba si no la amar¨ªa demasiado. Le gustaba la buena comida, le gustaba beber -una vez m¨¢s, demasiado- y le gustaban las mujeres. Viajar por L¨ªbano con ¨¦l fue una experiencia impactante. Me hablaba de un viaje cuando era ni?o en un viejo bombardero Mitchel al sur de Bolivia, en el que el piloto -quiz¨¢s su padre, nunca supe bien de qui¨¦n se trataba- le sent¨® en un bar frente a unos hombres que ten¨ªan enfrente unos platitos con polvos blancos. 'S¨®lo drogas recreativas', advert¨ªa a sus amigos con un fingido acento de Manhattan.
Gumucio no se fiaba de los milicianos ni de los israel¨ªes. Era profundamente cr¨ªtico con la supuesta neutralidad de EE UU en Oriente Pr¨®ximo y despectivo con lo que consideraba un fraudulento y altisonante pseudopatriotismo norteamericano. Ten¨ªa una arrogancia que a veces te enfurec¨ªa, pero era un escritor robusto y brillante. Fue el primer periodista que se dio cuenta de que los milicianos shi¨ªes de Amal estaban asesinando palestinos en los campos de Sabra y Chatila, apenas cuatro a?os despu¨¦s de las primeras matanzas masivas de milicianos libaneses de Israel. Conservo la nota aterradora que me dio despu¨¦s de estar un d¨ªa cerca de los campamentos: 'Las primeras se?ales de matanzas que tuve fueron los comentarios de un hombre y una mujer que dijeron haber escapado de Sabra, pero no dec¨ªan cu¨¢ntos o cu¨¢ndo. Hablaban de muchos muertos en las calles. Eso era todo. Luego, un amigo m¨ªo liban¨¦s me dijo que hab¨ªa visto 45 cad¨¢veres apilados en la morgue del American University Hospital, y que no todos ellos eran combatientes. Otra prueba fue que en el hospital Acca un m¨¦dico me dijo que no ten¨ªan heridos por miedo a que Amal tomara represalias por ayudar a los palestinos... Tambi¨¦n fue muy sospechoso para m¨ª que Amal restringiera completamente el acceso de los periodistas a los campamentos. Me dispararon por encima de la cabeza dos veces a modo de aviso y me detuvieron hombres enfurecidos en varias ocasiones'.
A¨²n siento un hormigueo cuando leo este mensaje lleno de coraje y trabajo detectivesco. No s¨¦ c¨®mo aguant¨® toda la guerra, pero ciertamente, yo no lo podr¨ªa haber hecho sin ¨¦l.
Juan Carlos Gumucio fue un hombre de vastas lecturas. Hablaba un bello italiano, su espa?ol nativo y un ingl¨¦s fluido. Y, como muchos hombres buenos y generosos, pod¨ªa llegar a ser obtuso y hasta ofensivo si decid¨ªa que eras tonto. Sus reportajes del Ir¨¢n posrevolucionario le proporcionaron el conocimiento de las guerrillas shi¨ªes de L¨ªbano. Un d¨ªa se nos acercaron un grupo de guerrilleros suicidas que iban hacia una base de tanques israel¨ªes con granadas en sus manos, y apareci¨® la misma iron¨ªa oscura de aquella gran barba de J-C: 'Parece que se van hoy al para¨ªso, Fiskers. Hummm, puede que no.'
Fue a trabajar para EL PA?S en Londres. En Belfast estaba en su elemento -igual que en Beirut- y puede ser que le atrapara la falta de este ambiente extraordinario, que requer¨ªa extraordinarias pasi¨®n y energ¨ªa.. Para mi desgracia, no nos reconciliamos de una disputa que ten¨ªamos cuando le vi por ¨²ltima vez, en 1999, en Kosovo, una vez m¨¢s corresponsales de fosas comunes, buscando entre los cuerpos inocentes apabullados por m¨¢s bombardeos norteamericanos. ?Pod¨ªa pensar en suicidarse un hombre que amaba tanto la vida?
Esta semana, solo, cerca de su natal Cochabamba, sin tel¨¦fono, rota el alma, se suicid¨® este gran hombre.
Robert Fisk es periodista del diario brit¨¢nico The Independent.
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