El hombre que no era triste
Creo que Carlos Casares preferir¨ªa no asistir a su propio entierro. En mi ciudad hay una funeraria publicitada en los autobuses del transporte p¨²blico con el lema: 'Conf¨ªenos tan delicado momento'. Ojal¨¢ tambi¨¦n se encargase de este tipo de necrol¨®gicas. Porque hablar de la repentina muerte de Casares es como aceptar la victoria de lo absurdo. Era un hombre que alegraba y amaba la vida y que deber¨ªa estar exento de estos tr¨¢mites.
Sus dos ¨²ltimos art¨ªculos los dedic¨® a una pol¨¦mica de hondo calado popular en la tradici¨®n gallega: ?Beben o no beben agua los conejos? Carlos Casares Mouri?o era un hombre muy culto y nunca se dej¨® atrapar por la indiferencia. Estaba muy prevenido contra las estupideces de la historia, sab¨ªa que nos movemos en una geolog¨ªa tr¨¢gica. Se le notaba hasta cuando hablaba de los conejos o de su gato Samuel o de ese peral que llaman el Buen Cristiano de Williams. Pero la atenci¨®n que prestaba a las peque?as briznas de la vida eran su forma de combatir dos de las presencias que le causaban desasosiego: la explotaci¨®n de la angustia y la pedanter¨ªa literaria.
Compart¨ªa con Alvaro Cunqueiro la fascinaci¨®n por una cita del Dante, cuando los tristes gritan en el infierno su pecado al gibelino: 'Fuimos tristes en el aire dulce que del sol se alegra'. Ahora me susurran al o¨ªdo que ha dejado escrita una novela in¨¦dita titulada, c¨®mo no, O sol do ver¨¢n (El sol del verano). Todas las ma?anas hay que escoger un motivo gr¨¢fico para seguir viviendo. Y ¨¦l escog¨ªa las plantas de la alegr¨ªa, la belleza y la compasi¨®n, como el personaje de uno de sus m¨¢s hermosos cuentos, El jud¨ªo Jacob, de 'Los oscuros sue?os de Cl¨ªo', que rechaza de Dios la oferta de un apocalipsis terrenal para poner fin a sus sufrimientos.
Dicen que la media volum¨¦trica del cerebro humano son 1.375 cent¨ªmetros c¨²bicos. En ese espacio, y entre otras cosas, Carlos cultivaba una de las bibliotecas m¨¢s maravillosas que circulaban hasta hoy por el mundo. Nadie que haya compartido con ¨¦l una velada podr¨¢ olvidarla jam¨¢s. Sus relatos orales eran como mariposas nocturnas alrededor de una l¨¢mpara. Ahora que lo pienso, hab¨ªa en su actitud algo de la Sherezade de las mil y una noches. Una historia m¨¢s. Y otra. Y otra. Una forma de saciar y vencer a un invisible murci¨¦lago. ?l, que desconfiaba de la literatura como apostolado, s¨ª que sab¨ªa que ning¨²n relato era inocente. Se sentir¨ªa feliz, con Nabokov, si uno de sus cuentos sirviese al menos para 'hacer retroceder a un bruto'.
Y si de paso hac¨ªan retroceder a un pedante, pues tanto mejor. La presencia de Carlos Casares era una garant¨ªa de salubridad en cualquier encuentro literario o acad¨¦mico. ?l podr¨ªa ahogar en citas, si quisiera, a un ponente ebrio de ret¨®rica. Pero cuando ¨¦ste surg¨ªa, Carlos Casares reconstru¨ªa sutilmente ese atajo que une literatura y vida. Y hablaba de otros cl¨¢sicos. Del abuelo que le ense?¨® el secreto de la literatura con el relato de un duelo en el que ¨¦l fue testigo. El ni?o Casares escuchaba a Shakespeare en los labios campesinos. Cuando el abuelo acud¨ªa en socorro, el perdedor le dec¨ªa: '?Estoy muerto! Seguid vuestro camino que ya vendr¨¢n los m¨ªos a recogerme'. O contaba la historia de aquel director de orquesta que mand¨® parar el concierto para que se escuchasen en la noche las doce campanadas de la torre del reloj de la catedral de Santiago. O la ¨²ltima declaraci¨®n de amor, la que hab¨ªa o¨ªdo sin querer en un parque: 'Si me das un beso, te doy una peseta'.
Incluso sus enemigos, si es que ten¨ªa alguno, le dedicar¨¢n una l¨¢grima verdadera nacida del centro. Del enigma. Ese lugar donde ronda un tal Dios y que tanto fascinaba a Carlos Casares.
Babelia
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