Amistades inevitables
Estamos tan acostumbrados a pensar que buena parte de lo que llamamos en Occidente 'filosof¨ªa' ha surgido de un proceso de secularizaci¨®n de las grandes religiones, que admitimos sin demasiada dificultad, al narrar nuestra propia historia, que la filosof¨ªa sustituy¨® a la religi¨®n en la tarea de proporcionar a la acci¨®n pol¨ªtica un fundamento legitimador, viendo en ello una consecuencia de aquel decisivo acontecimiento para nuestro modo de vida que constituy¨® la separaci¨®n entre Iglesia y Estado. Se nos olvida considerar que una tal 'sustituci¨®n' no equivale a cambiar una cosa por otra: primero, porque la filosof¨ªa no es una religi¨®n, y el no tener la acci¨®n pol¨ªtica un fundamento divino sino humano es de alguna manera un emblema de su falta de fundamento; segundo, porque eso mismo -una pol¨ªtica que no sea de derecho divino- equivale simple y llanamente a la definici¨®n de 'pol¨ªtica'. Y este olvido, o esta confusi¨®n de la filosof¨ªa con la religi¨®n, no es casual: es una tentaci¨®n perenne para quien ejerce el poder de buscar un discurso filos¨®fico justificador de su acci¨®n que, haciendo las veces de legitimaci¨®n divina, le dispense de su responsabilidad p¨²blica, porque la obligaci¨®n de rendir cuentas es, en ¨²ltima instancia, la evidencia de su falta de fundamentaci¨®n.
Correlativamente, existe tam-
bi¨¦n la tentaci¨®n, que afecta a los fil¨®sofos que piensan sobre pol¨ªtica, de entender su intento de 'fundamentaci¨®n' de la acci¨®n p¨²blica en un sentido apocal¨ªptico: como si pensar 'filos¨®ficamente' la pol¨ªtica equivaliese a pensar en la estrategia m¨¢s conveniente para lograr su definitiva abolici¨®n, pues la existencia y la necesidad de pol¨ªtica ser¨ªa, una vez m¨¢s, la huella que pone de manifiesto la carencia de fundamento suficiente para la acci¨®n humana; como si la 'filosof¨ªa pol¨ªtica' tuviese que solucionar esa carencia eliminando te¨®ricamente la pol¨ªtica para que ella se autoelimine alg¨²n d¨ªa en la pr¨¢ctica. Las motivaciones del pol¨ªtico al requerir del fil¨®sofo este servicio son claras, pero en el rencor teor¨¦tico hacia la pol¨ªtica que late en el fil¨®sofo que se aviene a prestarlo religiosamente late, seguramente, el resentimiento del intelectual venido a menos que se ve desalojado del ventajoso puesto de consejero ¨¢ulico del d¨¦spota al mismo tiempo que cambia la p¨²rpura cardenalicia por el modesto atav¨ªo de la 'mera raz¨®n', que no solamente le aparta del favor de los poderosos, sino que a veces -precisamente aquellas raras veces en las que la 'mera raz¨®n' alcanza a constituir un contrapoder intelectual no sometido a la raz¨®n de Estado- le convierte en su v¨ªctima.
El siglo XX se inici¨®, en lo que a esta cuesti¨®n se refiere, con la l¨²cida reflexi¨®n de Max Weber. Desde entonces, se ha hablado mucho del 'pesimismo weberiano'. Tal cosa consistir¨ªa en la conciencia de que la raz¨®n, encarnada en los dispositivos sociales de la modernizaci¨®n, precisamente por su capacidad para destruir y desactivar los 'fantasmas del pasado' (es decir, las fantas¨ªas legitimadoras del poder desp¨®tico), ha dejado tras de s¨ª un espantoso vac¨ªo -en donde se aloja un poder burocr¨¢tico, administrativo, gris y neutral, sin sensibilidad alguna para los fines humanos de la acci¨®n- o, lo que no es mejor, ha convertido a la raz¨®n misma en un nuevo 'fantasma' de la misma calidad que sus antecesores y en pugna est¨¦ril con ellos. Se ve bien, por tanto, por qu¨¦ algunos hablan de 'pesimismo weberiano' para mentar esta inc¨®moda condici¨®n de la acci¨®n humana en la sociedad moderna que, am¨¦n de haber perdido -por obra de la raz¨®n- los asideros religiosos de su moralidad p¨²blica, ya no puede como anta?o aferrarse a la raz¨®n para deducir de ella una nueva moralidad que enjugue su orfandad. Si se pudiera llamar 'tr¨¢gica' a esta condici¨®n, ella dise?ar¨ªa el territorio en el que se ha movido en el resto del siglo la reflexi¨®n filos¨®fica sobre la pol¨ªtica, cuyo mapa traza, aunque muy parcialmente y con desigual fortuna, Michael Lessnoff en La filosof¨ªa pol¨ªtica del siglo XX. Los actores de este drama -Marcuse, Arendt, Hayek, Popper, Berlin, Habermas, Foucault, entre otros- han tenido que v¨¦rselas con los resultados de la modernidad que Weber hab¨ªa puesto en el orden del d¨ªa. De entre ellos, quienes de un modo u otro han considerado que el marxismo era imprescindible para hacerse cargo de esa herencia han concebido la 'pol¨ªtica filos¨®fica' en t¨¦rminos de revoluci¨®n, una palabra casi desaparecida hoy del vocabulario y que designaba, desde Luk¨¢cs hasta Marcuse, la heroica acci¨®n de un sujeto hist¨®rico que ser¨ªa capaz de apropiarse de todas las estructuras que determinaban socialmente su individualidad -igualando as¨ª la conciencia subjetiva y el conocimiento social-, para finalmente liberarse de ellas en un proceso de autorrealizaci¨®n sin precedentes. Como escribe acertadamente Celia Amor¨®s (Di¨¢spora y apocalipsis), si el nombre de Sartre resurge una y otra vez como un resumen simb¨®lico de su siglo, ello no se debe a una afortunada casualidad o a una personalidad privilegiada, sino a su intento constante y a veces desesperado de encarnar esa conexi¨®n entre la conciencia individual y la totalidad social, y de hacerlo respondiendo infatigablemente a todas las cuestiones sociales surgidas en su tiempo; de ah¨ª, tambi¨¦n, su inmersi¨®n en todas las apor¨ªas metapol¨ªticas de su ¨¦poca, que son los jirones de una autobiograf¨ªa intelectual que ha preferido, en un ejercicio de innegable coherencia, arriesgarse a tomar el partido equivocado mejor que permanecer como un observador falsamente imparcial.
A la sombra de las desventuras hist¨®ricas de la 'filosof¨ªa revolucionaria' -y especialmente del ocaso de todos los candidatos a ocupar el puesto del proletariado decimon¨®nico una vez desaparecido ¨¦ste-, han ganado adeptos los pensadores liberales que, como John Rawls, prefieren ver la pol¨ªtica occidental como el resultado de una evoluci¨®n de la reflexi¨®n moral que, desde Hume hasta Hegel, ha cristalizado en una sociedad democr¨¢tica y autocr¨ªtica que ha de funcionar de hecho como l¨ªmite de toda pretensi¨®n de 'vuelo especulativo' por parte de la filosof¨ªa que quiera pensar la pol¨ªtica. Es decir, que la filosof¨ªa pol¨ªtica no tiene que imaginar un modelo que la sociedad deba imitar por v¨ªa revolucionaria, sino esforzarse en modelizar lo que hace a las sociedades democr¨¢ticas preferibles a cualesquiera otras. Lo que no evita que este modelo, que raramente se confunde con la realidad hist¨®rica y pol¨ªtica de dichas sociedades, pueda funcionar ¨¦l mismo como un 'velo de ignorancia' que nos impida ver -salvo como defectos emp¨ªricos sin relevancia te¨®rica- todo lo que nuestras sociedades tienen de menos mod¨¦lico. En este sentido, un tercer envite de la filosof¨ªa pol¨ªtica contempor¨¢nea es el que procede de Nietzsche y, en particular, de la lectura 'pol¨ªtica' de Nietzsche propiciada respectivamente por Martin Heidegger y por Georges Bataille, ellos mismos res¨²menes tambi¨¦n de todos los equ¨ªvocos filos¨®fico-pol¨ªticos de su tiempo.
La enorme capacidad de in-
fluencia intelectual de estas lecturas se debi¨® al hecho de que detectaron muy pronto una falla en los proyectos 'revolucionarios', y no precisamente la que preocupar¨ªa a un pensador liberal: vieron en el intento de lograr una victoria final de la raz¨®n en la historia el aspecto sombr¨ªo de una aniquilaci¨®n completa de la oscuridad, que no solamente podr¨ªa ocultar -como sugiri¨® primero Adorno- un miserable olvido de todas las v¨ªctimas del progreso hist¨®rico, sino que albergaba un proyecto de supresi¨®n de la diferencia y la alteridad que hac¨ªa rebelarse y resucitar bajo nuevas formas a los antiguos dioses eclipsados por el monote¨ªsmo triunfante. Es suficientemente conocido el modo en que Heidegger interpret¨® a Nietzsche como el profeta del nihilismo que afectaba a Occidente como destino, pero no es menos importante la intenci¨®n, reconocida por Bataille en los fragmentos ahora traducidos como La oscuridad no miente, de apoyarse en el legado de Nietzsche para 'fundar una nueva religi¨®n'. Y tiene toda la raz¨®n Gianni Vattimo (Di¨¢logo con Nietzsche) cuando describe las ¨²ltimas d¨¦cadas del siglo XX como un progresivo abandono de aquella presunta 'pol¨ªtica nietzscheana' en beneficio de un Nietzsche puramente 'est¨¦tico' y de su metaf¨ªsica del artista, transici¨®n que puede leerse tanto en el desplazamiento de Foucault desde su filosof¨ªa pol¨ªtica de los a?os setenta (v¨¦ase, por ejemplo, el curso sobre Los anormales) hacia la 'est¨¦tica de la existencia', como en lo que podr¨ªamos llamar la 'nueva filosof¨ªa moral' inspirada en el ¨²ltimo Bataille o en Levinas, en la cual se formula el ideal de una comunidad imposible, inoperante o impol¨ªtica, tal como aparece en la obra de Jean-Luc Nancy, o de una justicia infinita e irreductible al Derecho como la que intenta dibujar Jacques Derrida. Si los marxistas creyeron, quiz¨¢ ingenuamente, que la metaf¨ªsica era necesaria para cambiar pol¨ªticamente el mundo, y los liberales que en pol¨ªtica hab¨ªa que prescindir de la metaf¨ªsica para que el mundo no empeorase, los nietzscheanos han promovido un suplemento ontol¨®gico de la pol¨ªtica cuya mayor virtud y defecto parece consistir justamente en su inoperancia pr¨¢ctica (no es ni el modelo al que las sociedades deber¨ªan someterse ni el que hay que extraer de su evoluci¨®n hist¨®rica), en su gloriosa imposibilidad anti-ut¨®pica, en su condici¨®n de 'obra de arte'. Y quiz¨¢ tenga que ver con esto el que F¨¦lix Duque, en su Arte p¨²blico y espacio pol¨ªtico, desde un punto de partida heideggeriano (aquella ¨¦poca en la cual el arte no era otra cosa que la estructuraci¨®n del espacio pol¨ªtico todo), investigue la g¨¦nesis de nuestra noci¨®n actual de 'arte', transida por el fracaso del 'sujeto revolucionario' (el pueblo) sustituido por ese h¨ªbrido de individualismo rom¨¢ntico y de moralidad burguesa que ser¨ªa 'el p¨²blico', para desembocar en un arte cuya funci¨®n es precisamente la de poner de manifiesto -ya sea erigiendo memoriales o levantando parques tem¨¢ticos- la falsedad, la insuficiencia y la enfermedad social que todo espacio pol¨ªtico intenta ocultar, y a la cual, sin duda, el arte -en su espec¨ªfica forma de sacralidad profana, tecnologizada y urbana- no ofrece la menor alternativa.
En cualquier caso, los gran-
des nombres que nos han servido para evocar las 'amistades peligrosas' de la filosof¨ªa y la pol¨ªtica, incluidos los que se han visto atrapados en los peores laberintos de esta intrincada regi¨®n, sea cual sea el juicio que la posteridad haga sobre sus compromisos, se han visto inmersos por propia voluntad (e incluso por la propia din¨¢mica de sus proyectos te¨®ricos) en la tenebrosa realidad pol¨ªtica que les circundaba. Nada podr¨¢ evitarles la responsabilidad contra¨ªda por sus elecciones. Pero acaso nos convenga, especialmente con vistas al futuro, distinguir entre una mala elecci¨®n pol¨ªtica (ahora que sabemos que, a diferencia de lo que parece pensar Alain Badiou, la filosof¨ªa no garantiza una elecci¨®n pol¨ªtica correcta) y la peor de todas las elecciones, la elecci¨®n filos¨®fica de una no-pol¨ªtica alimentada por ese rencor te¨®rico del que habl¨¢bamos al principio. Porque, incluso sustentada en las mejores intenciones, esa elecci¨®n fatal de lo no-pol¨ªtico coincide demasiado con los intereses de las fuerzas oscuras que en nuestra propia actualidad promueven una desaparici¨®n efectiva de los espacios pol¨ªticos y su sustituci¨®n por parques tem¨¢ticos y memoriales funerarios. Puede ser que, como sugiere Yolanda Ruano (La libertad como destino), haya llegado el tiempo de entender que el mensaje de Max Weber -que no podemos asirnos ciegamente a la raz¨®n ni a los fantasmas por ella combatidos- no es 'pesimista', sino que sit¨²a a Occidente ante la necesidad de asumir su mayor¨ªa de edad, por muy doloroso que resulte para cada cual aceptar la realidad de que no queda cosa alguna a la que asirse. Pero esa tr¨¢gica realidad es justamente la condici¨®n de existencia de la pol¨ªtica. Si tuvi¨¦ramos alg¨²n asidero, la pol¨ªtica no nos har¨ªa falta. Ser¨ªa mejor, desde luego, tener asideros que necesitar pol¨ªtica (y por eso comprendemos a quienes aspiran a una supresi¨®n de la pol¨ªtica y a sustituirla por un firme asidero). Pero eso es justamente lo imposible.
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