?De qu¨¦ hablamos cuando hablamos de multiculturalismo?
A prop¨®sito del incoado debate sobre la multiculturalidad y el multiculturalismo, puede decirse, parafraseando una conocida variedad de chistes norteamericanos, que hay una noticia buena y otra mala. La buena es que, por fin, hay debate sobre algo en Espa?a; la mala, es que, lejos de contribuir a aclarar las cosas, ¨¦ste est¨¢ contribuyendo a aumentar el nivel de confusi¨®n.
La primera y principal fuente de confusi¨®n, aunque ni mucho menos la ¨²nica, es la asimilaci¨®n de multiculturalismo a getthoizaci¨®n, con la consiguiente demonizaci¨®n del t¨¦rmino multiculturalismo y su aparente proscripci¨®n oficial. En efecto, una alta autoridad del ramo, sin duda inspirada por las famosas declaraciones del presidente del Foro para la Inmigraci¨®n, lament¨® las referencias al 'ideal multicultural' que se encuentran en el llamado Plan Greco para la integraci¨®n de los inmigrantes. Tal actitud no es de extra?ar si el multiculturalismo se asocia, entre otras cosas, con la ablaci¨®n del cl¨ªtoris, la amputaci¨®n de las manos de los ladrones, el hiyab de la ni?a F¨¢tima, la lapidaci¨®n de las ad¨²lteras y la venta de las mujeres en matrimonio. Una segunda confusi¨®n, que a?ade una vuelta de tuerca a la anterior, y que, a juzgar por su reiteraci¨®n, parece estar cobrando carta de naturaleza, es la que hace sin¨®nimos a multiculturalidad y multiculturalismo, con la consiguiente atribuci¨®n a la primera de los males que algunos imputan al segundo. Casi no hace falta recordar que el t¨¦rmino multiculturalidad designa una situaci¨®n de hecho, y connota diversidad o pluralismo cultural. No es imprescindible visitar Toronto, Sydney, Nueva York, Londres, Par¨ªs o ?msterdam para saber que la multiculturalidad no tiene por qu¨¦ suponer merma alguna de democracia ni vulnerar el principio de la igualdad ante la ley. La carga de la prueba recae, claro est¨¢, sobre los acusadores.
Otra cosa es el multiculturalismo, t¨¦rmino que no designa una condici¨®n sino una ideolog¨ªa o una orientaci¨®n. A diferencia del anterior, dista de ser un concepto un¨ªvoco. De hecho, acostumbra a ser utilizado de forma muy distinta a como se est¨¢ utilizando en el presente debate. En una primera acepci¨®n, el multiculturalismo es una ideolog¨ªa o movimiento, casi exclusivamente norteamericano, que promueve el desarrollo y enaltecimiento cultural de grupos ¨¦tnicos que han padecido una larga historia de opresi¨®n racial. Muchos ven en ¨¦l una amenaza a la cultura dominante; otros le acusan de distraer la atenci¨®n sobre fuentes y mecanismos de discriminaci¨®n m¨¢s relevantes. Muchas de sus manifestaciones constituyen una verdadera apoteosis de la correcci¨®n pol¨ªtica, aunque tienen poco que ver con las atrocidades que aqu¨ª se le atribuyen.
Pero, en todo caso, no es ¨¦sa la acepci¨®n m¨¢s usual y usada del t¨¦rmino, sino la que -generalmente en forma de adjetivo- se utiliza para designar la orientaci¨®n de las pol¨ªticas de inmigraci¨®n que practican pa¨ªses tan respetables como Canad¨¢, Australia, Reino Unido, Holanda o Suecia. Las pol¨ªticas de orientaci¨®n multiculturalista constituyen una estrategia para la integraci¨®n social de los inmigrantes y las minor¨ªas ¨¦tnicas en la sociedad com¨²n que pone el acento en la participaci¨®n de ¨¦stas y considera que las comunidades de origen pueden desempe?ar una ¨²til funci¨®n de instituciones intermedias entre el individuo y el Estado. Por tanto, si a algo cabe contraponerlas no es a la integraci¨®n, como aqu¨ª se ha hecho, sino a las orientaciones, de ¨ªndole asimilacionista o segregacionista, que inspiran las pol¨ªticas de otros pa¨ªses. Por cierto, las diferencias que se observan entre unas y otras son mayores en la teor¨ªa que en la pr¨¢ctica.
Tal vez resulte clarificadora una analog¨ªa verbal. Hace alg¨²n tiempo se puso justamente de moda distinguir el 'socialismo realmente existente' del socialismo a secas: mientras el primero era un espanto contrastado, del segundo no se ten¨ªa noticia de que hubiera existido jam¨¢s. Con el multiculturalismo ocurre lo mismo, s¨®lo que al rev¨¦s: el 'multiculturalismo realmente existente', el que practican los poderes p¨²blicos de los pa¨ªses citados, est¨¢ lejos de constituir gangrena alguna, mientras que el multiculturalismo ideol¨®gico -el que denostan Sartori, Azurmendi y otros- apenas existe fuera de algunos cen¨¢culos, mayoritariamente acad¨¦micos y norteamericanos. Los gigantes a los que con tanto vigor y empe?o se alancea tienen mucho de molinos de viento. Para colmo, la versi¨®n del mismo que por aqu¨ª se maneja se corresponde con la cepa m¨¢s radical, la representada por Charles Taylor, que no es la m¨¢s extendida. En todo caso, lo que importa es que no hay ninguna sociedad organizada de acuerdo con esos principios; al menos, ninguna sociedad democr¨¢tica. Ninguna podr¨ªa reconocerse en esa caricatura; desde luego no la muy democr¨¢tica Holanda, a la que, sorprendentemente, Azurmendi ha alineado nada menos que con la Sur¨¢frica del apartheid.
Por ello, el debate est¨¢ teniendo mucho de logomaquia, sobre todo por una de las partes. Si lo que al final se saca en limpio es que no se puede prohibir que quien lo desee acuda a la escuela con un pa?uelo a la cabeza -algo es algo, y no habr¨¢ resultado f¨¢cil-, y que la ablaci¨®n y las otras atrocidades que nadie ha defendido son execrables, magro bagaje se habr¨¢ obtenido. Construir un espantap¨¢jaros para luego prenderle fuego resulta de escasa utilidad. Entre la aceptaci¨®n del pa?uelo y la condena del canibalismo hay un inmenso territorio, el de las realidades sustantivas al que deben dirigirse las pol¨ªticas de integraci¨®n y las orientaciones que deben presidirlas. La cuesti¨®n estriba en d¨®nde situar la divisoria de aguas entre lo aceptable y lo inaceptable, de acuerdo siempre con el imperio de la ley y los principios democr¨¢ticos. Que las sociedades democr¨¢ticas no deben ceder ante pr¨¢cticas aberrantes, ni flaquear en la defensa de sus principios fundacionales, es algo que no ofrece duda. Pero s¨®lo con ello no se va demasiado lejos, y menos a¨²n con su complaciente reafirmaci¨®n. Adem¨¢s de ello deben mostrarse capaces de aceptar costumbres y usos no prohibidos por las leyes y que no supongan da?o para nadie, aunque produzcan extra?eza e incluso desagrado. El funcionamiento de la sociedad democr¨¢tica multicultural requiere de abundantes transacciones y de considerables dosis de prudencia y buen sentido; y, desde luego, de concepciones amplias de la libertad, como, por ejemplo, las que defendi¨® John Stuart Mills en On Liberty.
El acomodo de la diversidad siempre es dif¨ªcil: entra?a dilemas y, no pocas veces, conflictos morales y pol¨ªticos. En estos d¨ªas se ha dicho que los inmigrantes deben aceptar nuestras normas. Ello es, o bien una obviedad o bien una simplificaci¨®n. Muchas de esas normas no est¨¢n escritas, y algunas puede que no lo est¨¦n nunca. Es lo que por ah¨ª fuera se conoce como las 'normas de aceptabilidad'. En algunos pa¨ªses, el list¨®n se sit¨²a muy arriba en la escala de aceptaci¨®n; en otros, m¨¢s abajo. Buen ejemplo de los primeros es Canad¨¢, pa¨ªs de los m¨¢s multiculturales del mundo, y posiblemente el ¨²nico que ha adoptado el multiculturalismo como posici¨®n oficial del Estado, desde 1988, aunque lo ven¨ªa practicando desde 1971. Lejos de padecer gangrena alguna, suele ocupar el primer lugar mundial en el ranking de desarrollo humano establecido anualmente por las Naciones Unidas. El viajero que la visite podr¨¢ ver a miembros de la m¨ªtica Polic¨ªa Montada tocados con el turbante caracter¨ªstico de los sijs -al que se ha adherido la correspondiente estrella- en lugar del famoso sombrero de cinematogr¨¢fica memoria. La misma actitud hace posible que el simb¨®lico puesto de gobernador general, que en la peculiar arquitectura constitucional canadiense ocupa la m¨¢s alta magistratura del Estado, en representaci¨®n de la reina, est¨¦ desempe?ado en la actualidad por una mujer de etnia china, originaria de Hong Kong.
Lo que antecede no supone preconizar la adopci¨®n de pol¨ªticas multiculturalistas. Por supuesto, no constituyen panacea alguna y no carecen de detractores, aunque tambi¨¦n gozan de considerable apoyo popular. De ellas podr¨ªa seguramente decirse, parafraseando a Churchill, que son las peores existentes con excepci¨®n de todas las dem¨¢s. La evaluaci¨®n del funcionamiento de las sociedades multiculturales es dif¨ªcil por m¨²ltiples razones, pero no parece que las que, imbuidas de jacobinismo, llevan m¨¢s a rajatabla los principios de la igualdad a toda costa, desconociendo la diversidad, sean las que obtienen mejores resultados. Si el liberalismo no basta, tambi¨¦n cabe apelar al pragmatismo.
Adem¨¢s de contribuir a la confusi¨®n, el debate ha constituido un claro ejemplo de ¨¦nfasis mal situado, y no s¨®lo por constre?irse a la faceta cultural, que, sin ser epifenom¨¦nica, dista de ser la m¨¢s relevante a efectos de integraci¨®n. En efecto, en lugar de gastar energ¨ªas en logomaquias innecesarias e in¨²tiles contra enemigos imaginarios -dando lecciones a sociedades que nos llevan decenios en el acomodo de la diversidad y de reconocido pedigree democr¨¢tico o matando moscas a ca?onazos-, m¨¢s valdr¨ªa emplearlas en combatir los verdaderos problemas de la realidad inmigratoria espa?ola: elevad¨ªsimas tasas de irregularidad, potentes condiciones estructurales que las generan, afrentosas situaciones de exclusi¨®n social, discriminaci¨®n en el mercado de trabajo y en el acceso a la vivienda: un estado de cosas cuyo potencial para dar lugar a minor¨ªas diferenciadas es infinitamente mayor que el de cualquier multiculturalismo.
Joaqu¨ªn Arango ense?a Sociolog¨ªa de las Migraciones en la Universidad Complutense.
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