Despu¨¦s del diluvio
En un breve y enjundioso ensayo, 'Tous Am¨¦ricains?', Jean-Marie Colombani, director de Le Monde, analiza el estado pol¨ªtico del mundo luego del 11 de septiembre de 2001. Y, luego de constatar los profundos transtornos que las reverberaciones de esa onda s¨ªsmica que destruy¨® las Twin Towers de Manhattan han causado -cambios de alianzas, de antagonismos, de prioridades para los gobiernos y de incertidumbres y temores para las gentes del com¨²n-, extrae algunas conclusiones que, curiosamente, lejos de atizar el pesimismo de moda entre los comentaristas, abren m¨¢s bien algunas puertas para la esperanza sobre el futuro de la humanidad.
Aunque el ensayo examina muchos conflictos y regiones de manera sucinta, sobre dos de ellos, prioritarios, hace un an¨¢lisis en profundidad, absolutamente persuasivo. El primero, la naturaleza del integrismo isl¨¢mico encarnado por Osama Bin Laden y su organizaci¨®n terrorista Al Qaeda, al que tipifica como un movimiento conservador, anti-moderno y anti-democr¨¢tico, comparable al nazismo, cuyas v¨ªctimas primeras, dice, son los propios ciudadanos de los pa¨ªses musulmanes. Colombani desactiva con aplastante argumentaci¨®n las tesis de quienes, en nombre a veces del pacifismo, y, a veces, del respeto a la 'identidad cultural' de los pueblos pobres y atrasados, encuentran atenuantes y hasta justificativos para los actos de terror desatados por el integrismo, se?alando que, detr¨¢s de estos malabarismos ideol¨®gicos, alienta, como inspirador, el m¨¢s primario anti-norteamericanismo. Con la misma claridad y valent¨ªa que escribi¨® el pol¨¦mico editorial de Le Monde el 11 de septiembre de 2001 -'Todos somos americanos'- sostiene que la naturaleza reaccionaria y fascista del integrismo justifica la adhesi¨®n firme de las democracias a la acci¨®n internacional que, encabezada por los Estados Unidos, ha conseguido poner fin al r¨¦gimen talib¨¢n en Afganist¨¢n y reemplazarlo por una coalici¨®n de tendencias y partidos bajo la tutela de la ONU.
No menos transparente y l¨²cido, pero mucho m¨¢s pol¨¦mico que su vivisecci¨®n del integrismo, es el punto de vista de Colombani sobre el conflicto que desangra el Medio Oriente, y, m¨¢s precisamente, sobre el Estado de Israel. Luego de inventariar las resistencias y remilgos que en las canciller¨ªas y gobiernos occidentales despert¨® desde sus or¨ªgenes el nacimiento del Estado Jud¨ªo -la raz¨®n esgrimida: ?se deb¨ªa poner en peligro la relaci¨®n de Occidente con el vasto mundo ¨¢rabe por el min¨²sculo Israel?-, sostiene que las razones que justificaron el nacimiento de Israel en 1948 siguen siendo ahora tan v¨¢lidas como entonces. Esto no significa, ni mucho menos, convalidar la brutalidad ni los excesos de la pol¨ªtica de Sharon con los palestinos, ni aprobar la multiplicaci¨®n de colonias israel¨ªes en los territorios ocupados. Por el contrario, a juicio de Colombani, las colonias -punta de lanza del extremismo hebreo- son un obst¨¢culo insalvable para la supervivencia de la democracia israel¨ª. Y absolutamente prescindibles para la supervivencia de un Estado que ha dejado de ser una sociedad agraria y rural y se ha convertido en un pa¨ªs industrial, con empresas de alto rendimiento y sofisticada tecnolog¨ªa, cuyos niveles de vida han crecido hasta acercarse a los de la Uni¨®n Europea.
Colombani afirma que la creaci¨®n de un Estado palestino es indispensable para que llegue a ser una realidad la cohabitaci¨®n pac¨ªfica de ambos pueblos en el Medio Oriente. A su juicio, s¨®lo el funcionamiento de esa sociedad soberana y solvente, que absorba las energ¨ªas y la imaginaci¨®n del pueblo palestino, terminar¨¢ con el irredentismo -el imposible sue?o de dar marcha atr¨¢s al reloj de la historia a una realidad anterior a 1948- que alimenta la intransigencia y las acciones violentas que hacen imposible el acuerdo con Israel. Su tesis de que este acuerdo, si se concreta, rondar¨¢ la oferta de Barak que Arafat rechaz¨® en Camp David -devoluci¨®n del 97% de los territorios ocupados y partici¨®n de Jerusal¨¦n-, es realista y positivo. Aunque quiz¨¢s no lo sea tanto su esperanza de que un Estado palestino, laico y democr¨¢tico, tendr¨ªa un efecto contagioso en toda la regi¨®n y servir¨ªa de fermento para la democratizaci¨®n de todo el mundo ¨¢rabe.
Colombani asegura, refutando con vigor las tesis de Samuel Huntington, que la lucha de las civilizaciones es un mito falaz, porque, por ejemplo, el mundo isl¨¢mico ofrece un espectro muy diverso de realidades pol¨ªticas, que van desde reg¨ªmenes democr¨¢ticos, como Turqu¨ªa, o que se acercan a la democracia, tal Marruecos y el L¨ªbano, e incluso Ir¨¢n, donde un vasto movimiento de j¨®venes resiste la teocracia fan¨¢tica de los imanes y ans¨ªa la apertura, hasta las dictaduras tipo Siria o Irak. Todo esto es cierto, sin duda. Pero tambi¨¦n lo es, creo, que, con la excepci¨®n de la muy imperfecta democracia turca, pa¨ªs donde, no hay que olvidarlo, hubo, con Ataturk, un dr¨¢stico proceso de laicizaci¨®n y liquidaci¨®n del confesionalismo estatal, todos los otros casos de democratizaci¨®n del mundo ¨¢rabe son todav¨ªa mucho m¨¢s espejismos que realidades. Aunque sin duda es importante no meter en el mismo saco a gobiernos autoritarios que guardan ciertas formas democr¨¢ticas como T¨²nez y Marruecos con satrap¨ªas vergonzozas donde se mutila a los ladrones o se lapida a las ad¨²lteras como Arabia Saudita o Sud¨¢n, mientras las sociedades musulmanas no experimenten una evoluci¨®n hacia el laicismo, como el que en las cristianas independiz¨® la religi¨®n del Estado, la democratizaci¨®n ser¨¢ siempre muy superficial y precaria.
Sin embargo, ni el integrismo isl¨¢mico, ni el terror internacionalizado, ni Israel son el verdadero protagonista del ensayo del director de Le Monde. Lo son los Estados Unidos. El libro se abre y se cierra con un inequ¨ªvoco gesto de solidaridad y simpat¨ªa hacia el pa¨ªs v¨ªctima de los atentados del 11 de septiembre, algo que no dejar¨¢ de atraer sobre Jean-Marie Colombani, director, no lo olvidemos, del diario m¨¢s influyente en el ¨¢mbito de una inteligentsia francesa que desde hace ya buen tiempo se caracteriza, como lo recuerda ¨¦l mismo, por un beligerante anti-norteamericanismo.
Esta solidaridad y simpat¨ªa no ahorran, desde luego, las cr¨ªticas a la sociedad estadounidense, la que, seg¨²n Colombani, habr¨ªa deca¨ªdo en valencias morales y pol¨ªticas de manera dram¨¢tica desde los tiempos del New Deal y de Roosevelt, evocados en su libro de manera muy generosa: una era de solidaridad y humanidad que se empobreci¨® y degrad¨® por culpa del neo-liberalismo de los gobiernos Republicanos, de Reagan a Bush.
Jean-Marie Colombani no incurre, al hablar de los Estados Unidos, en los estereotipos que suelen ser frecuentes en muchos intelectuales europeos, ni mucho menos en la arrogancia despectiva con que otros justifican su desd¨¦n hacia ese pa¨ªs en el que, a su parecer, el materialismo ¨¢vido habr¨ªa banalizado la cultura. Por el contrario, hay en su libro algunas punzantes recusaciones de ese anti-norteamericanismo basado en el resentimiento, el complejo de inferioridad, o en la nostalgia del comunismo defenestrado, contra el ¨²nico super-poder que ha quedado en el mundo. Y muchas de sus cr¨ªticas a la sociedad norteamericana son perfectamente leg¨ªtimas y necesarias. Como el b¨¢rbaro anacronismo que representa la pena de muerte que todav¨ªa se practica en muchos estados, el peligro de intolerancia y de violencia impl¨ªcitas en el fundamentalismo cristiano de ciertos grupos que no vacilan en utilizar el terror en sus campa?as 'pro vida', contra las cl¨ªnicas y m¨¦dicos que practican el aborto, o la supervivencia de focos urbanos de miseria enquistados en un contorno de riqueza desmesurada. Yo tambi¨¦n, como Colombani, creo lamentable que, en estos momentos cr¨ªticos para la historia del mundo, no haya en la Casa Blanca una personalidad m¨¢s s¨®lida y visionaria que la del mediocre mandatario actual.
Pero, dicho todo esto, creo que, pese a sus visibles esfuerzos de fair play (de juego limpio) su visi¨®n de la sociedad norteamericana no es del todo justa. Su idea de la 'solidaridad', valor humano por excelencia, parece para Colombani algo inseparable de la acci¨®n estatal, de los servicios p¨²blicos, y por eso ve en el recorte que todos los gobiernos ¨²ltimos en Estados Unidos han operado de ciertos entes y programas, una merma de la solidaridad y una inflaci¨®n del ego¨ªsmo (del individualismo). Esto implica un parti pris discutible. La solidaridad no pasa necesariamente por la burocracia estatal, y, a menudo, m¨¢s bien, la burocracia expropia en su provecho buena parte de los recursos que los contribuyentes le conf¨ªan para el ejercicio de esa 'solidaridad' mandatada. Corresponde a la sociedad civil en su conjunto ejercer aquella solidaridad, y decidir si la mejor manera de hacerlo es mediante los costosos sistemas sociales del Estado protector, a la manera europea, o descentralizar ese ejercicio, asumi¨¦ndolo ella en su conjunto, en aquellos ¨®rdenes donde la intermediaci¨®n burocr¨¢tica (a menudo costosa e ineficaz) es prescindible.
En los Estados Unidos el ejercicio de la solidaridad no es un monopolio estatal. Se practica a trav¨¦s de m¨²ltiples agentes de la sociedad civil, empezando por las Iglesias y las organizaciones de base (las grass-roots organizations) pilares de la participaci¨®n democr¨¢tica, a trav¨¦s, por ejemplo, del mecenazgo y voluntariado. ?Cu¨¢ntos museos, hospitales, orfelinatos, hospicios existen y funcionan bajo el voluntariado en los Estados Unidos? Esa forma de solidaridad suele ser -aunque no sea p¨²blica y burocratizada- muy efectiva, como se vio en Inglaterra, un pa¨ªs que, en el siglo XIX, alfabetiz¨® a la sociedad en escuelas financiadas y administradas no por el Estado sino por la sociedad civil. Esto no recusa, desde luego, la necesidad de una acci¨®n directamente asumida por el Estado en muchos casos en que la sociedad civil no puede suplirla; s¨®lo cuestiona la idea de que la solidaridad sea, en vez de una obligaci¨®n moral y un quehacer descentralizado y privatizado, una mera funci¨®n administrativa.
En Estados Unidos, los altos escalones del poder pol¨ªtico dejan a veces mucho que desear y merecen las cr¨ªticas m¨¢s duras. Pero, en cambio, la base social sigue siendo democr¨¢tica, activa, involucrando masivamente a la poblaci¨®n en la vida de la comuna, del barrio y a veces de la propia calle. A ese nivel -el de cientos de millones de ciudadanos an¨®nimos- el liberalismo no est¨¢ re?ido con la solidaridad, ni los principios, ni con la humanidad. Y, por el contrario, concilia admirablemente la libertad con un individualismo creador, que estimula la iniciativa y se concreta en una pujante din¨¢mica social. Esa din¨¢mica que ha permitido a Estados Unidos adaptar sus industrias a la revoluci¨®n inform¨¢tica y a las nuevas tecnolog¨ªas a una velocidad extraordinaria y ser poco menos que una sociedad de pleno empleo, mientras otras sociedades modernas, por el peso de sus Estados, ven con angustia crecer de manera fat¨ªdica sus ¨ªndices de desocupaci¨®n.
En su inteligente y estimulante ensayo, lleno de ideas, Jean-Marie Colombani expresa su confianza de que, a partir del 11 de septiembre, Estados Unidos cambie para mejor, asumiendo con m¨¢s lucidez, responsabilidad y generosidad su papel de gran potencia. Esperemos que sea as¨ª. Y, tambi¨¦n, que esos cambios, al corregir lo mucho que todav¨ªa anda mal all¨ª, no da?en ese esp¨ªritu democr¨¢tico que ha hecho de Estados Unidos -una de las pocas democracias que nunca conoci¨® un r¨¦gimen dictatorial- la primera sociedad avanzada que, a la vez que progresa, se va convirtiendo en una sociedad multirracial y multicultural, sin que ello provoque all¨ª los traumas que la coexistencia de razas, creencias y culturas diferentes provoca en otras partes.
?Mario Vargas Llosa, 2002. ?Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SL, 2002.
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