Mi primer editor
Yo ten¨ªa 23 a?os, yo viv¨ªa en una dictadura, yo participaba devotamente en todas las broncas rebeldes que pod¨ªamos montar en la universidad, yo persegu¨ªa in¨²tilmente a chicas en¨¦rgicas y ariscas, yo le¨ªa en franc¨¦s a los situacionistas y a Cioran, yo profesaba el culto de Agust¨ªn Garc¨ªa Calvo, yo era borgiano de primera hora y estricta observancia, yo escrib¨ªa panfletos, yo quer¨ªa por encima de todo -ay, aunque supusiera la perdici¨®n de mi alma ingenua e irredenta-, yo quer¨ªa m¨¢s que nada en el mundo publicar un libro: como tributo a lo que me causaba desde la infancia m¨¢s placer, como homenaje amoroso.
El libro a¨²n no estaba escrito pero habr¨ªa de ser sulf¨²rico en su fondo y exquisito en su forma, un combinado explosivo de doctrinas capaces de hacer saltar la realidad establecida en pedazos (junto a Cioran y Garc¨ªa Calvo, dosis de Schopenhauer, de Cl¨¦ment Rosset, del pagano Celso y de Adorno). Ser¨ªa inaudito, insoportable... pero no deb¨ªa bajo ning¨²n concepto quedar in¨¦dito. Ah¨ª estaba el problema: en lograr editar tan magn¨ªfica ferocidad. La tarea de escribirlo me parec¨ªa sencill¨ªsima y casi accesoria. De modo que antes de nada me lanc¨¦ a la b¨²squeda de un editor.
La editorial m¨¢s pr¨®xima a mi casa era Taurus, que entonces ocupaba un chal¨¦ coquet¨®n en la plaza de Salamanca frente al que hab¨ªa pasado muchas veces, camino del colegio. Y su director se llamaba Jes¨²s Aguirre, un cura con fama de progresista -rojo, dec¨ªan entonces las se?oras de derechas- pero tambi¨¦n de atrabiliario, sarc¨¢stico, impertinente y poco ben¨¦volo ante la torpeza de los principiantes. All¨¢ que me fui, pasablemente tembloroso pero siempre m¨¢s propenso a aceptar el rid¨ªculo que la renuncia. Aguard¨¦ un poco en la antesala y despu¨¦s me pasaron al despacho del due?o de mi destino.
No hab¨ªa nadie... aparentemente. De pronto, tras la gran mesa llena de papeles, emergi¨® una cara preocupada y algo traviesa, que me pregunt¨®: '?Se ha ido ya Sciacca?'. Por lo visto llevaba bastante rato escondido a la espera de que desapareciese del horizonte Michel Federico Sciacca, un copioso pol¨ªgrafo italiano que hab¨ªa marcado la pauta del pensamiento cristiano una d¨¦cada antes. Jes¨²s Aguirre tuvo que heredar sus obras traducidas de la direcci¨®n anterior de Taurus y tambi¨¦n su insistente presencia peri¨®dica aportando nuevos vol¨²menes regeneradores, de los que ya no sab¨ªa c¨®mo librarse. De todo esto me enter¨¦ luego, porque yo era s¨®lo un ni?o y no conoc¨ªa a Sciacca (?nene, Sciacca!) ni a casi nadie.
A todos -fil¨®sofos, novelistas, poetas, editores, periodistas...- los ir¨ªa conociendo despu¨¦s porque Jes¨²s me los fue presentando o desaconsejando con id¨¦ntica vehemencia que yo nunca discut¨ª. Aquel d¨ªa me bast¨® cruzar con azoro mi mirada miope con la suya que no lo era menos, separados por la barricada del escritorio, y me dije: '??ste es mi hombre!'.
Lo fue, con generosidad sin reservas. Me edit¨® aquel libro inicial, escrito en 15 d¨ªas despu¨¦s de nuestra primera conversaci¨®n, y luego todos los dem¨¢s que le fui proponiendo. Se volc¨® especialmente con La infancia recuperada, contra el que algunos consejeros literarios de la editorial le previnieron como un 'mero capricho' (lo cual era, por supuesto y a mucha honra).
Me aconsej¨® traducir a Cioran -fue el ¨²nico autor que yo le descubr¨ª- y me encarg¨® traducir a Georges Bataille. Pero adem¨¢s se encarg¨® de completar mi formaci¨®n intelectual (Benjamin, Starobinski, tantos otros, nunca se lo agradecer¨¦ bastante) y de intentar ponerme de largo en la vida social, esto ¨²ltimo sin ¨¦xito alguno.
Yo me iba por las ma?anas a su despacho en la plaza de Salamanca, sin cita previa, me plantaba all¨ª, a escucharle, y ¨¦l -en lugar de esconderse tras el escritorio para ahorrarse otro pelmazo- me contaba muchas an¨¦cdotas picantes o maliciosas de personas ilustres cuyos nombres jam¨¢s me sonaban.
Yo sonre¨ªa con aire enterado, sin enterarme, pero sabiendo que ¨¦ramos amigos. Luego yo me cas¨¦ -y ¨¦l ofici¨® como cura la inveros¨ªmil ceremonia- y despu¨¦s dej¨® de ser cura y fue ¨¦l quien se cas¨®, convirti¨¦ndose no menos inveros¨ªmilmente en duque de Alba.
Seguimos trat¨¢ndonos pero ya mucho m¨¢s espor¨¢dicamente, porque yo estoy hecho para convivir con editores, no con duques, que me confunden. Pero seguro que su vida no por eso fue m¨¢s rara que la m¨ªa y desde luego siempre, siempre he seguido pensando en ¨¦l con afecto, con agradecimiento y con un poco de asombro porque me hiciera tanto caso.
El d¨ªa en que me enter¨¦ de su muerte record¨¦ una an¨¦cdota digamos que teol¨®gica de nuestro compa?erismo. Una ma?ana cualquiera estaba yo sentado en su despacho, dando la lata y ¨¦l hab¨ªa interrumpido la charla para hablar por tel¨¦fono con no s¨¦ qui¨¦n (atend¨ªa a sus asuntos con perfecta libertad delante de m¨ª, porque me sab¨ªa socialmente inofensivo).
Se quejaba con su inimitable nonchalance de las amarguras existenciales y su interlocutor debi¨® hacerle alguna recomendaci¨®n piadosa, quiz¨¢ ir¨®nica, a la que respondi¨® con un tono tan s¨²bitamente grave que me impresion¨®: 'La fe es la salvaci¨®n, pero no un consuelo'. De esas cosas tampoco s¨¦ nada, Jes¨²s, aunque cuentas como siempre con mi apoyo por si te hace falta y sobre todo en el caso de que ya no te haga falta.
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