Una relaci¨®n de amor y odio
En el ¨¢lbum de todos los sevillanos figura la misma fotograf¨ªa: un ni?o de tres o cuatro a?os, en el carrito que conducen las manos amputadas de un adulto o ensayando sus primeros pasos, vestido de vaquero o de gitana, rodeado por el albero, los faralaes, las casetas y los farolillos de esta eterna feria nuestra que tanto encandila a los turistas. Con esa tierna edad se nos inicia a los vern¨¢culos en el baile, el disfraz y la visita a aquel p¨¢ramo lleno de ruido y polvo, como se nos conduce a las procesiones o se nos compra la camiseta del equipo tot¨¦mico, Sevilla o Betis. Ese ser¨¢ el temprano inicio de una compleja relaci¨®n de amor y odio con la feria. De amor si uno logra asimilarse, aprender los bailes, acostumbrar paladar y est¨®mago a los rigores de la manzanilla, endurecer el organismo hasta el punto de hacerle tolerar muchas vigilias y resacas y c¨®licos; de odio si, cual es mi caso, uno contempla el asunto como desde detr¨¢s de un escaparate y se muestra incapaz de dar un paso de sevillana, de admitir la tercera copa de vino y se aferra a la intransigente costumbre de estar en su cama m¨¢s o menos entero a la una de la ma?ana. Entonces es muy probable que ese pobre sevillano verde se sienta en el real como un caracol en una escupidera, que es el m¨¢ximo ejemplo de desorientaci¨®n que se me ocurre de momento.
El elitismo espanta (y con raz¨®n) a quienes vienen creyendo en la fiesta de la amistad
S¨¦ que no es de buena educaci¨®n centrarse en detalles personales, pero dec¨ªa Fichte que la clase de filosof¨ªa que se hace depende de la clase de hombre que se es. Yo creo que mi alergia por la feria naci¨® en alguna de aquellas madrugadas a la que me somet¨ªan mis padres durante la infancia y la adolescencia. Todav¨ªa hoy, en mi casa, la llegada del alumbrado es saludada con un aparatoso entusiasmo, batir de palmas, revoleo de volantes en el dormitorio de mi hermana, donde ella y mi madre se prueban trajes y aderezos sin detenerse: yo, gracias a Dios, tengo ya la edad legal para salir huyendo. Antes me secuestraban y me llevaban en el asiento trasero del coche; aparc¨¢bamos a siete leguas de la calle del Infierno, de modo que nos hac¨ªa falta todo un safari para llegar hasta la primera caseta; y una vez all¨ª, s¨®lo quedaba soportar la losa inmisericorde del tedio: hasta diecis¨¦is horas ininterrumpidas de bailes que yo no dominaba, tortillas polvorientas, niebla de cerveza y vino y calimocho y lo que cayese estorb¨¢ndote el cr¨¢neo, conversaciones sin mucha enjundia apagadas por el estr¨¦pito de la m¨²sica en los altavoces; y, por ¨²ltimo, el agotamiento cayendo sobre los p¨¢rpados a una hora intempestiva de la ma?ana, cuando la lengua se ha hinchado como una marsopa y de s¨®lo pensar d¨®nde queda el coche dan ganas de desplomarse en el suelo, contra el albero, y olvidarse del universo, de la propia cabeza y sobre todo de los estribillos de los Marisme?os o los Cantores de Hispalis.
Llevo veinte a?os asistiendo a la feria y durante los veinte la he detestado con imparcialidad. Seg¨²n yo veo la cosa, la feria contiene, amplificados y deformados como en un espejo de barraca, todas las virtudes y defectos del car¨¢cter sevillano. Las virtudes, que se pueden enumerar r¨¢pidamente, son el colorido, la extroversi¨®n, el exotismo: el paseo de caballos del mediod¨ªa resulta recomendable para cualquier for¨¢neo porque da bastante buen ejemplo del t¨®pico andaluz tal como se ha vendido desde Washington Irving hasta las pel¨ªculas de James Bond. En cuanto a los defectos, exigen un recuento m¨¢s detenido y exhaustivo. En primer lugar, eso que tanto espanta (y con raz¨®n) a las personas que vienen de fuera creyendo que la feria es la fiesta de la amistad y la bonhom¨ªa: a saber, el elitismo. Salvo las de los distritos municipales y cuatro asociaciones descarriadas de signo izquierdista, la pr¨¢ctica totalidad de las casetas del real son privadas. En las puertas figura sin faltar un sujeto que no habr¨ªa desentonado en un almac¨¦n de muebles y que te informa, educadamente o no dependiendo de la hora y el nivel de alcohol, de que la entrada se halla permitida s¨®lo para socios. Aparte, en el caso de que se trate de la caseta de un gremio de tan rancio abolengo como ingenieros, militares u odont¨®logos, el acceso no ser¨¢ f¨¢cil si el aspirante se presenta en zapatillas de deporte, pelo largo o las selv¨¢ticas patillas del servidor que esto escribe. T¨¦ngase en cuenta que todos los sevillanos cuentan con una prosapia de la que cuidarse, y desentonar con malos gestos, vestimentas o peinados est¨¢ muy mal visto en un sitio en que se celebran el desparpajo, la danza y la amistad entre borrachos.
Ese exclusivismo mancha como un charco de aceite todo el resto de manifestaciones de la feria. Resulta dif¨ªcil convencer a un aut¨®ctono de que uno no se divierte s¨®lo bebiendo, de que la sevillana no es la ¨²nica clase de danza con la que a uno le apetece mover el esqueleto, de que esta no es la mejor fiesta del mundo y de que hay ciudades tambi¨¦n hermosas que empiezan al otro lado de la Giralda y de la muralla de la Macarena. La respuesta cuando formulas estas objeciones resulta invariable: t¨² eres un esabor¨ªo que pareces polaco, hijo m¨ªo, cualquiera dir¨ªa que no has nacido aqu¨ª. La verdad es que yo, personalmente, siempre me he divertido pensando que soy de origen centroeuropeo, checo para ser m¨¢s exactos, porque en realidad poco me emparenta con todas estas pobres gentes que destrozan sus bolsillos y sus est¨®magos pululando por el polvo de las calles, entre canciones vociferadas y comas et¨ªlicos, y que observo con la curiosidad desapasionada de un entom¨®logo que ha repasado su ¨¢lbum demasiadas veces. No s¨¦ bailar sevillanas, carezco de la gracia necesaria para contar chistes, ni siquiera estoy equipado con un acento que me desmarque netamente de los salvajes del norte: tengo todas las papeletas para aburrirme en la feria como lo he estado haciendo durante veinte a?os (que s¨ª que son algo) y la soberana suerte de poder salir huyendo el d¨ªa del alumbrado para regresar en otro momento. Despu¨¦s de los fuegos, claro.
Luis Manuel Ruiz es escritor, autor de Obertura Francesa, El criterio de las moscas y S¨®lo una cosa no hay (Alfaguara)
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