Los l¨ªmites de la democracia
Hace cosa de a?o y medio, suger¨ªa yo, en estas mismas p¨¢ginas, la conveniencia de dictar una ley de partidos que sustituyese a la de 1978 e intentase dar una soluci¨®n al problema que plantea la existencia de partidos que, por sus fines, o por sus medios, o por una combinaci¨®n de lo uno y de lo otro, hacen imposible la democracia, o lo pretenden. No lo recuerdo para reclamar gloria alguna, pues no soy tan vanidoso como para creer que esa opini¨®n m¨ªa haya podido influir, ni poco ni mucho, en quienes ahora han decidido abordar esta dif¨ªcil tarea, en la que, excusado es decirlo, no he tenido parte alguna. S¨®lo para ahorrar el trabajo de dar de nuevo las razones por las que creo necesaria la ley, e incluso, en menor medida, para impedir la sospecha de que me impulsan motivos circunstanciales. Sean buenos o malos, mis motivos no son de ahora, ni de conveniencia; m¨¢s bien de principio, y ¨¦sta es, creo, la m¨¢s fuerte objeci¨®n que cabe oponerle.
Hacer una ley que abre la posibilidad de ilegalizar partidos pol¨ªticos es acometer una empresa muy dif¨ªcil y de muy dudoso ¨¦xito. No hay democracia sin libre competencia entre partidos y en consecuencia la decisi¨®n de excluir del juego a uno de ellos roza los l¨ªmites mismos de la democracia y obliga extremar el cuidado para no traspasarlos. Y adem¨¢s, con poca probabilidad de alcanzar el fin pretendido, que naturalmente no puede ser otro que el de lograr depurar la democracia de los elementos que la pervierten o ponen en grave riesgo su mantenimiento. Como la experiencia ense?a, la opini¨®n social sobre la que se apoyaba el partido ilegalizado suele dar lugar a la creaci¨®n de otros que no se diferencian del suprimido m¨¢s que en la apariencia. Aun sin ello, la ilegalizaci¨®n del partido no conlleva la de asociaciones que defienden las mismas ideas y que, si bien no pueden realizar las funciones propias de los partidos, s¨ª tienen capacidad para generar perturbaciones graves del sistema democr¨¢tico.
Dicho todo esto, con conciencia de su dificultad y de su incierto resultado, creo que, pese a todo, hay que acometer la empresa. En primer lugar por una raz¨®n ¨¦tica; m¨¢s precisamente, de ¨¦tica democr¨¢tica. Quienes ejercen el poder en una democracia (y en ese ejercicio incluyo tambi¨¦n a quienes, aunque fuera del Gobierno, tienen voz y voto en el Parlamento) no est¨¢n obligados s¨®lo a respetar las reglas b¨¢sicas de ¨¦sta, tanto las jur¨ªdicas, como las que no lo son, frecuentemente las m¨¢s importantes; tambi¨¦n han de afirmarla y defenderla frente a sus enemigos, aun a riesgo de fracasar en el empe?o. Para mantener el respeto a s¨ª mismos, los pueblos, como los individuos, han de llevar a cabo acciones que se justifican por s¨ª mismas, con independencia de su resultado favorable o no para el actor. Pero en segundo lugar, tambi¨¦n por una raz¨®n pr¨¢ctica. La probabilidad de que la ilegalizaci¨®n de un partido induzca a cambiar de opini¨®n a quienes lo sosten¨ªan es muy peque?a o nula, y muy alta la de que esas personas encuentren v¨ªas alternativas para seguir haciendo sin el partido lo mismo que hac¨ªan con ¨¦l. No son ¨¦stos, sin embargo, los ¨²nicos resultados a tener en cuenta. Para hacer el c¨¢lculo de costes y beneficios se han de tomar tambi¨¦n en consideraci¨®n el des¨¢nimo y la tendencia a la inhibici¨®n, que la actuaci¨®n legal de un partido que hace imposible el libre juego democr¨¢tico, produce necesariamente sobre el ¨¢nimo y el comportamiento de quienes componen los otros partidos que se enfrentan con ¨¦l, o los apoyan con sus votos. La ilegalizaci¨®n no bastar¨¢ seguramente por s¨ª misma para eliminar esos efectos perversos de una situaci¨®n anormal mantenida durante mucho tiempo, pero parece razonable pensar que al menos ha de reducir considerablemente su alcance y servir¨¢ para devolver ¨¢nimo y capacidad de iniciativa a quienes los padec¨ªan.
Mi acuerdo de principio con la ley, va acompa?ado, sin embargo, de un profundo desacuerdo con el m¨¦todo hasta ahora seguido para sacarla adelante y de reservas muy fuertes respecto de su contenido. No entiendo c¨®mo puede pretenderse, sin menosprecio grave de las Cortes, que es intocable un texto acordado entre partidos fuera de ellas, ante las que por lo dem¨¢s se presenta como un proyecto del Gobierno, no como una proposici¨®n de ley, que hubiera sido tal vez una v¨ªa m¨¢s adecuada. Ni acierto a comprender las razones que han llevado a convertir en objeto de querella entre partidos una empresa que s¨®lo puede llegar a buen t¨¦rmino como empresa com¨²n. A mi juicio, las que hasta ahora ha dado el Gobierno no son convincentes. Quiz¨¢s haya otras, o quiz¨¢s para comprenderlas bien sea necesario tener una informaci¨®n de la que carecemos quienes no estamos en el secreto de la vida pol¨ªtica. En todo caso, sobre el m¨¦todo ya se ha dicho mucho y es cuesti¨®n sobre la que no tengo conocimientos espec¨ªficos, y sobre la que mi juicio s¨®lo puede apoyarse en lo que dicen unos y otros.
Fundamento menos deleznable tienen mis reservas frente al contenido de la ley, cuyo texto he podido conocer por deferencia de algunos miembros distinguidos del Gobierno y de la oposici¨®n. Al enfrentarse con un texto normativo, cualquier jurista que se precie cree advertir fallos de expresi¨®n y de sistem¨¢tica, y yo tambi¨¦n he cre¨ªdo ver algunos en el texto que conozco, pero al hablar de reservas no me refiero a estos reparos menores, sino a las que nacen de lo que me parece ser un error de concepci¨®n, o al menos una insuficiente comprensi¨®n de las ideas de las que es forzoso partir para regular esta materia.
Como es probable que este error, o esta insuficiencia, est¨¦n en la ra¨ªz de las diferencias de opini¨®n entre el PP y el PSOE respecto de algunas cuestiones concretas, diferencias que, seg¨²n leo en la prensa, han tenido alg¨²n eco en los dict¨¢menes del Consejo General del Poder Judicial y del Consejo de Estado, comenzar¨¦ por ellas. Para unos, la competencia para resolver sobre las demandas de ilegalizaci¨®n debe corresponder a la Sala Especial del Tribunal Supremo, para los otros, a la Sala Civil, que seg¨²n parece tambi¨¦n el Consejo de Estado ve como posible. Para aqu¨¦llos, ha de atribuirse capacidad para pedir la ilegalizaci¨®n, entre otros, a cincuenta Diputados o Senadores, para ¨¦stos, s¨®lo el Ministerio Fiscal debe tenerla. Para unos, la ley no plantea problema alguno de irretroactividad, otros tienen el temor de que as¨ª sea, un temor que tambi¨¦n los ¨®rganos dictaminantes parecen compartir. Todas las tesis se apoyan en argumentos razonables, pero circunstanciales y m¨¢s centrados en la oportunidad pol¨ªtica que en las exigencias jur¨ªdicas. Se trata m¨¢s bien de ocurrencias que de consecuencias derivadas
de una visi¨®n de conjunto, de lo que podr¨ªamos llamar una teor¨ªa y en ello estriba su debilidad esencial.
La democracia no es incompatible en modo alguno con una regulaci¨®n de los partidos pol¨ªticos que prevea la imposibilidad de constituir como tales asociaciones que no re¨²nen determinados requisitos, o la ilegalizaci¨®n de los ya existentes cuando se dan otros. La creaci¨®n de un partido tiene en su base el derecho de asociaci¨®n, pero no es un simple ejercicio de ese derecho, pues el partido es un actor indispensable de la vida democr¨¢tica y ha de reunir en consecuencia condiciones que no cabr¨ªa exigir del resto de las asociaciones. Por eso, aunque es posible actuar contra ellos, como contra cualquier otra asociaci¨®n, por la v¨ªa penal, cuando sirven de instrumento para la comisi¨®n de delitos, tambi¨¦n es posible ponerlos fuera de la ley por razones que nada tienen que ver con actuaciones delictivas, sino simplemente porque sus fines o sus medios son incompatibles con la democracia. No ciertamente, porque quieran cambiar la Constituci¨®n o las leyes, sino porque pretenden conseguirlo con medios que no son plenamente legales y democr¨¢ticos, o porque el fin que se proponen no es compatible con los principios b¨¢sicos de la democracia. Las palabras no son m¨ªas, sino del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, que, en la misma sentencia de 31 de julio del a?o pasado (asunto Refah contra Turqu¨ªa) a?ade, por cierto, que para juzgar sobre la admisibilidad democr¨¢tica de los fines no basta con atenerse a lo que digan los estatutos, el programa, o las declaraciones de los dirigentes, sino que hay que tomar tambi¨¦n en cuenta, en su conjunto, las actuaciones de ¨¦stos y del partido y las posiciones que defienden.
Para combatir a los partidos que act¨²an como asociaciones delictivas, ya cont¨¢bamos con instrumentos legales, aunque quiz¨¢s insuficientemente utilizados. La v¨ªa que ahora se pretende abrir es la otra, una v¨ªa en la que tambi¨¦n se ha de tomar en consideraci¨®n la actividad del partido, pero no para examinarla desde la perspectiva del C¨®digo Penal, sino para verificar si esa actividad es congruente o no con los principios b¨¢sicos de la democracia (por ejemplo, el de la libre competencia pac¨ªfica entre partidos), o permite concluir que el fin que el partido realmente se propone, digan lo que digan sus estatutos o su programa, es compatible o no con ella. Se trata de hacer un desarrollo legislativo del art¨ªculo sexto de la Constituci¨®n, no de tipificar las conductas o los fines il¨ªcitos a los que se refiere el art¨ªculo veintid¨®s como l¨ªmite del derecho de asociaci¨®n. En definitiva, de hacer posible un juicio constitucional, no un enjuiciamiento penal del partido. Y aqu¨ª estriba, creo, el error de concepci¨®n de los autores de la ley, que han pasado por alto la dimensi¨®n constitucional del problema y en consecuencia se han cre¨ªdo obligados a redactarla de manera que, al enumerar lo que no pueden valer sino como signos de un prop¨®sito, o evidencias de un comportamiento incompatibles con la democracia, han operado como si se tratase de tipificar il¨ªcitos penales o administrativos y, hecho esto, se han puesto a buscar, dentro de la jurisdicci¨®n ordinaria, el tribunal adecuado para juzgarlos y, en consonancia con ello, los titulares de la acci¨®n que puede conducir a la ilegalizaci¨®n.
?ste es, creo, el origen de los errores que despu¨¦s se han cometido. Si se trata de una acci¨®n que no es penal, ni civil, ni administrativa, ?por qu¨¦ no la Sala Especial, concebida con prop¨®sito muy distinto? Si la acci¨®n es una acci¨®n cuasi penal ?por qu¨¦ no dejar la iniciativa en manos de Ministerio P¨²blico? Si las conductas que se enuncian son en s¨ª mismas il¨ªcitas, y no simples signos de una finalidad il¨ªcita ?c¨®mo no ser exquisitos en la irretroactividad? Etc., etc. Estas b¨²squedas y cavilaciones, las dudas y las disputas, arrancan todas de la falsa idea de que, excluidas las penales, la prohibici¨®n de un partido puede fundarse en razones que no dimanen directamente de la Constituci¨®n; de que es posible un juicio de legalidad que no sea precisamente un juicio de constitucionalidad. Todo hubiera sido mucho m¨¢s simple, m¨¢s claro y menos sujeto a discusi¨®n, si desde el comienzo se hubiera entendido as¨ª y la competencia para resolver se hubiera atribuido directamente al Tribunal Constitucional. Esto es algo tan evidente, que no puede haber escapado ni a los autores de la ley ni, probablemente, a quienes de manera m¨¢s o menos adecuada han 'negociado' su contenido; deben haber tenido sus razones para ir por otro camino. Creo que todos tenemos derecho a conocerlas y a valorarlas.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico em¨¦rito de la Universidad Complutense y titular de la c¨¢tedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.
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