Grandilocuente deb¨² de Moll¨¤
?Qu¨¦ pasa cuando el cuarto de hora de gloria que garantizaba la sentencia de Andy Warhol se convierte en una org¨ªa casi permanente? ?ste parece ser el punto de arranque de este No somos nadie, grandilocuente, gui?olesco, adolescente y a la postre anestesiante deb¨² en la realizaci¨®n del prol¨ªfico actor Jordi Moll¨¤. El cuarto de hora de gloria lo sufre, m¨¢s que goza, un pobre tipo (Moll¨¤ mismo: hay demasiado Moll¨¤ en esta pel¨ªcula, la verdad) que, buscando ganarse la vida con artes de p¨ªcaro, comete un homicidio involuntario.
A partir de ah¨ª, y decididamente m¨¢s all¨¢ de cualquier tentaci¨®n realista, Moll¨¤ conduce a su personaje por un infierno que Dante hubiese sido incapaz de imaginar: el de la televisi¨®n convertida en guardi¨¢n del orden y en juez legal de los destinos de su audiencia. Involuntario triunfador en un teleshow con olor a estercolero, Moll¨¤ no s¨®lo salva su vida, sino que se convierte en fen¨®meno medi¨¢tico, lo que le proporcionar¨¢ fama, dinero, amante... y la p¨¦rdida completa de su personalidad.
NO SOMOS NADIE
Direcci¨®n: Jordi Moll¨¤. Int¨¦rpretes: Jordi Moll¨¤, Candela Pe?a, Juan Carlos Vellido, Daniel Gim¨¦nez Cacho, Franco di Francescantonio, Florinda Chico. G¨¦nero: fant¨¢stico, Espa?a, 2002. Duraci¨®n: 110 minutos.
Panfleto televisivo
O sea, que en No somos nadie tenemos, en primer lugar, un pretendidamente incendiario panfleto antitelevisivo, que lo es contra todos: los directivos, los que la hacen, los que la consumen. Un panfleto, dicho sea de paso, que arremete a ca?onazos, y sin detenerse a apuntar, contra un medio presentado como la mera copia terrena del Averno, con personajes del todo incre¨ªbles -lo es el que interpreta, con notable probidad profesional, el mexicano Daniel Jim¨¦nez Cacho; pero tambi¨¦n el de Francescantonio, por no hablar de Candela Pe?a- y una sa?a de discurso que de tan extremada termina por resultar virtualmente inocua.
No contento con arremeter contra la caja tonta, Moll¨¤ lo hace tambi¨¦n contra la religi¨®n y, una vez m¨¢s, contra quienes la administran, los que la predican y los que la practican, todo ello en un tono de gran gui?ol que habr¨ªa hecho las delicias de un Ken Russell o del Kevin Smith en horas bajas de Dogma. Demasiado, en todo caso, para un espectador sensato: si no fuera porque detr¨¢s hay un ¨¦xito como Torrente, de cuyas intenciones, aunque no de su est¨¦tica desastrada, parece Moll¨¤ excesivamente deudor, no se entender¨ªa el porqu¨¦ de esta ¨®pera prima indigesta, decididamente prescindible.
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