La ola
Para quienes no somos hinchas, el triunfo de un equipo de f¨²tbol nos deja bastante indiferentes. Una muchachada logra el ¨¦xito y sus seguidores lo celebran ruidosamente para hacernos a todos copart¨ªcipes de su alegr¨ªa y contento. Al parecer, quienes se suman a esos eventos y disfrutan con ellos experimentan sentimientos oce¨¢nicos, ese modo de abandonarse a la presi¨®n y a la protecci¨®n de una vasta colectividad emocional. El grito un¨¢nime, el fervor que eriza los cabellos, el hormigueo de la epidermis, los gestos enf¨¢ticos que subrayan el alborozo son algunas de esas manifestaciones. En los albores del ochocientos, los rom¨¢nticos celebraron lo sublime. Lo sublime es una categor¨ªa est¨¦tica, pero es tambi¨¦n un sentimiento que se opone a lo armonioso, a la contenci¨®n y al equilibrio. Frente a la racional mesura de lo bello, hay hechos o espect¨¢culos que nos despiertan las emociones m¨¢s ind¨®mitas, que amenazan con desbordarnos. Es el sentimiento de lo dionis¨ªaco, de la pura ebriedad, de la exaltaci¨®n que se experimenta ante el abismo, ante el riesgo, ante el v¨¦rtigo, ante la velocidad o ante una colectividad que se agita oce¨¢nicamente y nos engulle. Por eso, cuando los hinchas hacen la ola expresan de manera exacta esa emoci¨®n, donde cada uno es s¨®lo parte infinitesimal de un vasto mar que extiende m¨¢s all¨¢ de los confines. Son muchos los ciudadanos que abdican provisionalmente de s¨ª mismos y se entregan con furia y con denuedo a ese libramiento colectivo. Nada hay que objetar, sobre todo, si se hace como aqu¨ª se ha hecho. En efecto, es de agradecer que los hinchas del Valencia se hayan comportado con inusitada correcci¨®n, inaudita frente a lo que es habitual entre ciertos vand¨¢licos seguidores de otros equipos; y es de agradecer que ese sentimiento un¨¢nime no haya tenido que ser obligatorio, forzoso, porque, qu¨¦ quieren que les diga, no experimento esas emociones oce¨¢nicas y me producen aversi¨®n actos o concentraciones que favorecen el estruendo y el rugido. A pesar de ello, no creo ser un avenado ni un tipo raro: s¨®lo que no me atrae el abismo ni me tienta lo dionis¨ªaco.
Por eso, precisamente, admitir¨¢n que me decepcionen las exaltaciones sublimes de nuestra alcaldesa. Uno cree que los representantes democr¨¢ticos deben ser personas de expresi¨®n morigerada, de contenci¨®n gestual; uno cree que los pol¨ªticos deben dar ejemplo de freno y de comedimiento. Sin embargo, la alcaldesa de Valencia se entrega con furia y con delectaci¨®n a esa exaltaci¨®n capitaneando la explosi¨®n de contento. Tal vez se argumente que esa manifestaci¨®n prueba la humanidad del pol¨ªtico, los sentimientos propiamente humanos que se desbordan cuando los nuestros alcanzan ciertos logros. Perm¨ªtanme, sin embargo, criticar esa idea misma de los nuestros y perm¨ªtanme tambi¨¦n enjuiciar la presunta humanidad del gesto, de ese gesto redundante de grito y exaltaci¨®n.
Hay una manera odiosa de hablar y es hablar en plural cuando no hemos tenido protagonismo en el hecho del que nos sentimos part¨ªcipes. Es apropiarse del esfuerzo ajeno. Se me dir¨¢ que tambi¨¦n la hinchada hace esfuerzos y que se empe?a acudiendo al campo y exaltando al equipo. Pero convendr¨¢n conmigo en que quienes corren y ejecutan sus cabriolas son los jugadores y que, por tanto, un m¨ªnimo respeto por el equitativo reparto de funciones deber¨ªa llevar a hablar siempre en singular dando a cada uno lo suyo. Pero decir los nuestros implica algo m¨¢s: supone una cierta idea de lo colectivo, de proyecci¨®n simb¨®lica. ?Hay que recordar que las banderas son ense?as de origen militar? ?Habr¨¢ que recordar otra vez que la l¨®gica deportiva se inspira en la empresa b¨¦lica? Si ese colectivismo se reviste con s¨ªmbolos nacionales corremos el riesgo -como de hecho suele ser frecuente- no de sublimar el conflicto, sino de materializar y de ejecutar las rivalidades pol¨ªticas, la ojeriza entre vecinos o el odio entre hermanos. Por eso resulta tan inquietante y aprovechada la imagen de los pol¨ªticos asistiendo a los partidos en los que se la juegan los nuestros: capitanean a los combatientes sin bajar al campo y aspiran a sacar beneficio de los esfuerzos ajenos.
Pero hab¨ªa otro hecho que enjuiciar: la gestualidad enf¨¢tica de alegr¨ªa de la que hacen ostentaci¨®n ciertos representantes p¨²blicos. ?Que ese adem¨¢n expresa humanidad? Ustedes recordar¨¢n la tierna y apacible humanidad de Sandro Pertini celebrando los goles de Italia durante la final de Espa?a 82. ?Dir¨ªan lo mismo si un enfervorizado Berlusconi jaleara a su selecci¨®n al grito un¨¢nime de Forza Italia? Esas exaltaciones son sobre todo una representaci¨®n y el poder pol¨ªtico escoge siempre sus escenarios para mostrar su calidez humana o su resoluci¨®n o su contento. La visibilidad de los representantes es la publicidad de sus gestos y de ellos son due?os o productores. Nuestra alcaldesa hace ademanes de alegr¨ªa, de exaltaci¨®n, de alborozo, pero sobre todo los hace desde el balc¨®n municipal, una construcci¨®n o a?adido que no tuvo el consistorio original y que se edific¨® baj¨® la dictadura de Primo de Rivera. Reparemos en esa prolongaci¨®n del espacio arquitect¨®nico. El balc¨®n es, en efecto, un escenario p¨²blico por el que se inclinan las tiran¨ªas porque facilitar¨ªa la comuni¨®n del l¨ªder con su pueblo al que invoca de manera directa y plebiscitaria. En el balc¨®n se ensayan gestos o proclamas, representaciones y palabras: eleva la estatura del pol¨ªtico, lo hace visible en su magnificencia inalcanzable, pr¨®ximo y remoto a la vez. Cuando llegan las Fallas, la alcaldesa irrumpe en el balc¨®n que la dictadura nos leg¨® y jalea a los que debajo se congregan, riendo a mand¨ªbula batiente y dirigi¨¦ndose expresamente a alguien a quien no vemos. Chilla, gesticula y aplaude. Cuando el Valencia logr¨® alzarse con la Liga, otra vez pudimos ver a la alcaldesa exaltando a la hinchada y la vimos enarbolando un pend¨®n como ense?a o emblema o distintivo. Esos gestos son muy apreciados por el p¨²blico y su ejecuci¨®n despierta la simpat¨ªa de sus numerosos seguidores. Vaya una alcaldesa popular y cercana, pr¨®xima al pueblo y a sus expansiones, dir¨¢ el espectador entregado. Sin embargo, esos ademanes algo ordinarios nos entristecen porque son a la vez expresi¨®n condescendiente de demagogia, de libramiento populista, un modo de exaltar el sentimiento oce¨¢nico que a todos amenaza con anegarnos. Es evidente que una parte important¨ªsima de la pol¨ªtica se hace en escenarios visibles de representaci¨®n. Es aquello que Georges Balandier llamaba el poder en escenas. En el siglo XIX, esa escenificaci¨®n se hac¨ªa con el recurso p¨²blico y parlamentario de la oratoria, tan frecuentemente incontinente, verbosa, efectista y grandilocuente. ?Recuerdan a Tierno Galv¨¢n? Su representaci¨®n se hac¨ªa empleando ir¨®nica y eficazmente esa oratoria decimon¨®nica: era un modo rezagado, deliberadamente anacr¨®nico, de llamar la atenci¨®n y de hacer pedagog¨ªa democr¨¢tica. Nuestra alcaldesa se adue?a del escenario, pero, por el contrario, parece haber renunciado a cualquier didactismo, parece haber renunciado al arte de la palabra p¨²blica, y s¨®lo se contenta con hacer la ola sin bajar del balc¨®n.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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