Trementina y dolor
Hay una extra?a obsesi¨®n respecto al trance y al v¨ªnculo entre la fe y el sacrificio en la obra de Antoni Soc¨ªas. Para empezar, su exposici¨®n en la Ren¨¦ Metras huele a mazmorra zurbaranesca en plena contrarreforma; de una de las paredes cuelga un arsenal de herramientas de cuerda y madera, dispuestas a ofrecer el sacrificio de la pintura al Padre. Parecen objetos destinados a la tortura, pero tambi¨¦n con una simple mirada infantil nos los imaginamos en manos de una ni?a que salta a la cuerda en el patio del colegio.
Existe un profundo y discre-to poder ret¨®rico en los cuadros que rodean a estas herramientas mon¨¢sticas m¨¢s propias de Rousseau que del marqu¨¦s de Sade; admonitorias, secretas en su idea, aunque Soc¨ªas reconoce que la historia de su 'Madre pintura' se debe a su amor por los hombres que huelen a disolventes asesinos y a cerveza, a los 'algarrobos, al Photoshop 5.5 y al viento catal¨¢n'. Sus telas fuerzan al espectador a pensar en la disoluci¨®n de la pintura, pues nacen seriadas, repetidas, como un canto entrecortado que saquea y parodia los paisajes de Rothko y los abismos miltonianos. Sin estos tormentos, qu¨¦ ser¨ªa del pintor hoy. Estas obras parecen m¨¢s bien un vago recuerdo a la extra?a luz vacilante del barroco, dispuesta a hablar desde la pared, aunque, en realidad, hayan nacido en el vientre de una gran rotativa offset.
M¨¢s all¨¢ de los l¨ªmites de la
celda, quiz¨¢ ya en el para¨ªso del orgullo primigenio por la pincelada, nace la obra de Fabi¨¢n Marcaccio, un pintor iracundo y terrible, que destroza la brocha sobre la tela como un p¨²gil que lo tiene todo perdido y al que s¨®lo le queda resistir para pegar el pu?etazo final. Al contrario que Soc¨ªas, Marcaccio no se siente en deuda con la pintura, pues la suya es una t¨¦cnica lujuriosa, a caballo entre la abstracci¨®n y la figuraci¨®n, mientras saquea el tiempo perdido en la c¨¢mara oscura de Richter. Mas su obsesi¨®n es m¨¢s bien reticular; de los fondos de sus telas emergen con fuerza la abundancia del telar, con tejidos fragmentados que descubren las iron¨ªas del lienzo compuesto por una pincelada de vitalidad nada usual. Parece como si el cuadro fuera a escupir en nuestros rostros la plaga de la hiperrealidad. Marcaccio no cuenta nada, pero s¨ª habla del proceso, aunque parece que a fuerza de llevar la pintura hasta el l¨ªmite quiera matarla. Pero la pintura todav¨ªa est¨¢ con nosotros, en la vida y en la literatura, como sugiere Chancho en su serie de dibujos de los setenta y ochenta, una muestra cautelosa a la hora de hacer aparecer al artista como gran devoto del microorden y la gestualidad.
No hay subordinaci¨®n en estos dibujos, el di¨¢logo entre segmentaci¨®n y gesto es tan rico que pasa de ser un asunto estrictamente formal. En estos peque?os formatos se percibe al sembrador que alimenta de semillas los surcos del campo con colores amarillos, ultramar, verdes y azules, naranjas que huyen de la rutina, a pesar de estar compuestos a modo de ret¨ªcula y segmentos, atravesados a veces por garabatos y manchas tenues. Cada mil¨ªmetro de superficie registra un deseo del artista de encontrar el orden ¨ªntimo, y eso es lo que hace de su obra un singular bosquejo de un paisaje arcadiano en el que la sensibilidad siempre est¨¢ en primer plano.
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