Dos baldosas
En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho que viv¨ªa un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, roc¨ªn flaco y galgo corredor. Encabezaba la pila de libros sobre la mesilla. Sol¨ªamos, a medida que exig¨ªa otros t¨ªtulos, ir quitando vol¨²menes de abajo para que no se le cayera encima cuando apagaba la luz. Lo hab¨ªa hecho hac¨ªa rato y le cre¨ªamos dormido. Sin embargo, desde la oscuridad nos llam¨® a ambos. '?Vosotros record¨¢is cu¨¢l fue el ¨²ltimo sitio donde puse los pies?'. La mano de mi hermano coincidi¨® encima de la m¨ªa en el interruptor de la luz y ambos dirigimos a la vez la mirada hacia su ¨²ltima lectura buscando la raz¨®n de aquella pregunta. '?Os acord¨¢is o no?'.
Despu¨¦s de un largo rato, concluimos que desde que hab¨ªamos comprado su casa nunca le hab¨ªamos visto en otro sitio que no fuera en la cama o tumbado en la camilla. No pod¨ªamos por lo tanto saber cu¨¢l era el ¨²ltimo lugar donde hab¨ªa puesto los pies. Incluso le recordamos c¨®mo el notario hab¨ªa tenido que desplazarse hasta all¨ª para dar fe de la compraventa. No le gustaba que le recordaran las cosas, as¨ª que aquello provoc¨® un alarde de memoria innecesario que por un momento pareci¨® que le desviaba del tema. Sin embargo, antes de apagar la luz de nuevo, nos hizo jurar que nunca, en ning¨²n momento, le hab¨ªamos visto poner los pies en el suelo. Lo juramos solemnemente.
En aquel momento no permit¨ª, aunque los compartiera, que mi hermano desahogara sus temores. Despu¨¦s de todo ten¨ªa ochenta y cinco a?os y nos hab¨ªa ofrecido una oportunidad imposible de rechazar. Un piso de 200 metros cuadrados, enfrente del Retiro, por treinta millones. De vez en cuando a¨²n nos pellizc¨¢bamos. Y, despu¨¦s de todo, su malhumor y sus excentricidades se reduc¨ªan a los 20 metros cuadrados de su cuarto.
Nos despert¨® el juramento de Soledad, que repet¨ªa fielmente las palabras que ¨¦l pronunciaba desde la cama. Ambos con la palma derecha levantada y en un tono desmesuradamente alto ya que se consideraban mutuamente sordos, aunque en realidad ninguno de los dos lo estaba. La llegada de Soledad era, cada ma?ana, fr¨ªa y falta de color. Vest¨ªa de negro opaco, medias negras, falda negra y camisa de botones negra, lo que contrastaba con su pelo blanco, tambi¨¦n opaco, recogido en la nuca en un rodete atravesado por cuatro horquillas negras. Al entrar ventilaba toda la casa, aun cuando su obligaci¨®n se reduc¨ªa al cuarto de 20 metros cuadrados y a la cocina. Para compensar las ventilaciones a veces hac¨ªa comida de m¨¢s y limpiaba el comedor grande.
A las diez de la ma?ana jur¨® Marisa, la enfermera; y diez minutos m¨¢s tarde, por tel¨¦fono, Dolores, la auxiliar de los fines de semana. Incluso se localiz¨® a aquella que hab¨ªa sustituido a Dolores durante el mes de abril. Tambi¨¦n jur¨®.
El portero lo hizo a media ma?ana, cuando vino, como era su costumbre, a traer el correo, siempre abundante. Jur¨® que cuando lo trajeron, hac¨ªa cinco meses, desde el hospital de Santander -donde viv¨ªa la se?orita Claudia-, no hab¨ªa puesto los pies en el suelo al bajar de la ambulancia. Jur¨® que le subieron en camilla, en una como la que estaba en su cuarto. Jur¨® que entre los dos enfermeros le trasladaron a la cama sin que apoyara los pies en el suelo. Jur¨®, y jur¨® sinceramente. Despu¨¦s de todo el se?or hab¨ªa colocado a toda la familia, y su hijo mayor era ahora un abogado.
Al cabo del tiempo supimos que tambi¨¦n Don Pedro, el vecino del cuarto, que sol¨ªa pasar a visitarle al atardecer, hab¨ªa sido interrogado.
Al anochecer, antes de apagar la luz, volvi¨® a llamarnos. Y con el orgullo de quien no tiene, a los ochenta y cinco a?os, ninguna flaqueza de memoria, pero tambi¨¦n con el dolor de quien no es capaz de olvidar los detalles, confes¨® recordar perfectamente d¨®nde, por ¨²ltima vez, hab¨ªa pisado con los pies descalzos. Entonces, apagada ya la luz, escuchamos la descripci¨®n m¨¢s detallada que jam¨¢s hab¨ªamos o¨ªdo. Dos baldosas grandes, fr¨ªas, de color azul verdoso, p¨¢lidas, insistentemente fregadas con productos fuertes y olorosos que hab¨ªan aclarado el color del centro de cada una de ellas, suavemente pulidas y ya estriadas, las junturas recientemente blancas. Cuando los enfermeros del hospital le llevaron desde el cuarto de ba?o a la cama a¨²n perduraba en sus pies el fr¨ªo h¨²medo de aquellas dos baldosas que conservaron durante algunos segundos la huella caliente de sus pies planos. A medianoche mi hermano volvi¨® a entrar en la habitaci¨®n, localiz¨® la pila de libros sobre la mesilla y sustituy¨® su cabecera.
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