Megaministerio de seguridad
A George Bush no se le puede acusar de carecer de instinto pol¨ªtico. Precisamente el mismo d¨ªa en que el Congreso iniciaba sus sesiones p¨²blicas -con un tercer grado al director del FBI- para depurar responsabilidades de los servicios de seguridad e inteligencia por su calamitosa actuaci¨®n previa al 11 de septiembre, el presidente anunciaba por televisi¨®n al pa¨ªs un proyecto de megaministerio de seguridad interior que agrupar¨¢ todas las competencias ahora dispersas en una docena de departamentos y plasmar¨¢ lo que el l¨ªder estadounidense ha calificado de 'lucha tit¨¢nica contra el terrorismo'.
El nuevo departamento, expresi¨®n de la ilimitada voluntad de Bush para movilizar a su pa¨ªs y al mundo en torno al que se ha convertido en tema pr¨¢cticamente ¨²nico de su presidencia, agrupar¨¢ a 170.000 personas, dispondr¨¢ de un presupuesto de 37.000 millones de d¨®lares, controlar¨¢ las fronteras y deber¨¢ hacer frente a situaciones de emergencia nacional o exigencias de defensa civil contra armas de destrucci¨®n masiva. El presidente, celoso guardi¨¢n del dinero p¨²blico, advierte de que no prev¨¦ fondos especiales, porque se utilizar¨¢n los recursos de un centenar de organismos diferentes con competencias parciales sobre la tarta de la seguridad interna.
La creaci¨®n de un ministerio requiere en EE UU la aprobaci¨®n del Congreso, lo que garantiza controversia en los meses venideros. No tanto por la predisposici¨®n del legislativo -hab¨ªa sido el propio Parlamento el que hab¨ªa solicitado una decisi¨®n en este sentido, y Bush el que se hab¨ªa opuesto- cuanto por los recovecos e intereses inherentes al cambio. Tras los acontecimientos del 11-S, el presidente se limit¨® a nombrar a Tom Ridge como coordinador de seguridad interior, con amplias atribuciones te¨®ricas, pero sin presencia en el Gabinete ni personal ni presupuesto propios. Ridge, debido a su falta de autoridad sobre palancas clave del Gobierno federal, ha ido perdiendo una batalla tras otra. Pero eso ocurri¨® antes de que el esc¨¢ndalo sobre la ineptitud del FBI y la CIA, cuyos detalles siguen salpicando a la Casa Blanca, amenazara con dinamitar la presidencia de Bush a los ojos de sus conciudadanos.
El anuncio de Bush, vendido a la opini¨®n p¨²blica como la mayor reorganizaci¨®n del Gobierno en m¨¢s de medio siglo, ha sido bien recibido. Cosa diferente es c¨®mo se desenvuelva la decisi¨®n del jefe del Estado en su tr¨¢nsito parlamentario a medida que se entre en detalles. Porque a pesar de tener el presidente un buen pretexto para poner patas arriba el aparato de seguridad de la ¨²nica superpotencia del planeta, no resultar¨¢ f¨¢cil tarea la de unificar un ajedrez de competencias dispersas, desde aduanas hasta polic¨ªa de fronteras, pasando por el servicio de inmigraci¨®n, los guardacostas y los m¨ªticos FBI y CIA, que mantendr¨¢n en el nuevo proyecto su identidad y caracter¨ªsticas. Ni tampoco vencer las resistencias del proceloso Congreso estadounidense, donde los asuntos relacionados con la seguridad nacional y el terrorismo se reparten entre cerca de 90 comit¨¦s y subcomit¨¦s.
Bush ha tomado la iniciativa para defenderse de las acusaciones de pasividad previa a la hecatombe de septiembre. Est¨¢ por verse si su megaministerio es la respuesta m¨¢s funcional a las necesidades de su pa¨ªs o se trata b¨¢sicamente de un escaparate para consumo electoral interno. En cualquier caso, el gran proyecto antiterrorista tiene, adem¨¢s de obvias implicaciones administrativas, otras que afectan directamente a los derechos y libertades de los ciudadanos, no s¨®lo estadounidenses, sino tambi¨¦n de quienes viajan a EE UU o est¨¢n instalados all¨ª. El Congreso tiene en los meses venideros la responsabilidad de velar por la eficacia de lo primero y especialmente por las garant¨ªas de los segundos.
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