El desollador de serpientes
Cuando el pintor noruego Edvard Munch, siendo todav¨ªa joven, gan¨® una beca para estudiar en Par¨ªs tuvo la ocurrencia, tras el primer entusiasmo por los impresionistas, de continuar viaje hacia el Sur e instalarse en Montecarlo. Para justificar la sustituci¨®n de la capital del arte por la capital del juego Munch aleg¨® que no hab¨ªa mejor laboratorio que un casino para experimentar la profundidad visual de las emociones humanas: derrotado o triunfante, el jugador ocultaba sus reacciones para ¨²nicamente dejar entrever, aquello que precisamente quer¨ªa captar el pintor para acceder no a la superficie, sino, como ¨¦l mismo escribi¨®, 'a las profundidades de un alma'.
Con el tiempo Munch ni siquiera quer¨ªa pintar las emociones individuales puesto que aspiraba a expresar la emoci¨®n en s¨ª misma. No quer¨ªa pintar el rostro de un hombre celoso o una mujer angustiada sino, en su estado puro, los celos o la angustia. Schopenhauer hab¨ªa escrito que no era posible pintar el grito. Munch le respondi¨® con su obra m¨¢s c¨¦lebre, El grito, donde, en efecto, el espectador no se halla ante un hombre que grita, sino ante un grito c¨®smico del que el protagonista del cuadro es s¨®lo un mediador enmascarado: es probable que la danza de m¨¢scaras que contiene la obra madura de Munch se forjara realmente en la escuela implacable del casino de Montecarlo.
Comoquiera que fuese, se trataba de una vuelta de tuerca. Durante siglos, la pintura europea se hab¨ªa empe?ado en una progresiva conquista de los caracteres individuales. Desde el Renacimiento hasta Courbet, la fascinante historia del retrato pict¨®rico es una aventura dirigida a capturar el movimiento y la expresi¨®n de los cuerpos. Podr¨ªamos interpretar casi enteramente la evoluci¨®n de la civilizaci¨®n europea a trav¨¦s de la cr¨®nica del retrato: no hace falta extenderse en la emergencia de la burgues¨ªa septentrional si tenemos delante los retratos de Frans Hals o Rembrandt, de la misma manera que los de Goya dedicados a los Borbones nos resumen la decadencia de la aristocracia.
Pero Munch perteneci¨® ya a una ¨¦poca en que la pintura no s¨®lo hab¨ªa dejado de tener el monopolio del retrato, sino que estaba en franca retirada ante la avalancha de la fotograf¨ªa. ?l mismo, en la segunda mitad de su vida, mientras recreaba una y otra vez las m¨¢scaras, desdobl¨® su actividad art¨ªstica incorporando, junto al pintor, al fot¨®grafo. Mientras la pintura moderna derivaba hacia la abstracci¨®n o representaba la existencia 'contra la realidad', la fotograf¨ªa tend¨ªa a hacerse con el nuevo monopolio del retrato.
No obstante, desde el principio, pese a que tantos fot¨®grafos tomaron como referencia a la pintura, el retrato fotogr¨¢fico tuvo algo de escult¨®rico y mucho de espectral. La pintura hab¨ªa buscado desesperadamente poseer la realidad a trav¨¦s de las ilusiones de volumetr¨ªa, movimiento y profundidad. El fot¨®grafo, por el contrario, al utilizar una t¨¦cnica que ya part¨ªa de la posesi¨®n real ha perseguido poseer la idea, el aura, el alma (lo que explica, por cierto, la resistencia de los indios norteamericanos ante las c¨¢maras fotogr¨¢ficas). El retrato pict¨®rico es m¨¢s ilusorio, pero es asimismo m¨¢s pr¨®ximo y c¨¢lido; el retrato fotogr¨¢fico, m¨¢s verdadero, tiene un efecto distanciador que le otorga gelidez. Por particularizados que sean los rasgos de la cara capturada, la fotograf¨ªa no deja de mostrar una m¨¢scara parecida a las pintadas por Munch en la que, como en ¨¦stos, parece estar aprisionado el esp¨ªritu del fotografiado.
No he podido dejar de pensar en Munch y en su relato del casino de Montecarlo -una historia en la que el pintor est¨¢ dejando paso al fot¨®grafo- al contemplar los extraordinarios retratos de Richard Avendon que conforman In the american west (expuestos actualmente en Caixaf¨°rum de Barcelona). Realizadas entre 1979 y 1984, las fotograf¨ªas de Avendon se internan en el vac¨ªo del oeste norteamericano, aunque no con la mostraci¨®n de los gigantescos ca?ones o las interminables carreteras que cruzan la tierra como cicatrices en la nada, sino con la presencia dura y formidable de algunos de sus pobladores. Son im¨¢genes crudas y en ocasiones crueles, pero tambi¨¦n oscuramente entra?ables. Por encima de todo son im¨¢genes que recogen, creo, la esencia misma del retrato fotogr¨¢fico: esculturas fantasmales, llamas petrificadas, auras robadas.
El propio Avendon ha explicado la austeridad rigurosa que se exigi¨® durante el desarrollo de todo el proyecto: los distintos personajes eran retratados al aire libre, a la luz del d¨ªa, aunque a la sombra para evitar los reflejos originados por la luminosidad solar. Al fondo se colocaba en todos los casos una gran hoja de papel blanco sobre la que se recortaba el cuerpo retratado. A los modelos, Avendon les ped¨ªa la menor expresividad posible, de modo que aquellos abruptos jugadores de la vida aparecieran tan inmutables como los jugadores de la ruleta o del black-jack a los que Munch apelaba.
El resultado es un inquietante contrasue?o americano, un desfile demoledor de espectros que parecen haber dejado la esperanza en un olvidado recoveco del camino. Pero sim¨¦tricamente, al evitar Avendon el patetismo f¨¢cil, la escenograf¨ªa blanquinegra est¨¢ cubierta por un extra?o rastro de salvaje grandeza que devuelve la dignidad a esta galer¨ªa de rostros derrotados.
Laura Wilson, que acompa?¨® a Avendon a lo largo de este lustro de periplos, ha recordado los mundos imposibles y m¨¢gicos en los que nacieron las fotograf¨ªas. El primer retratado fue Boyd Fortin, un muchacho de 13 a?os, desollador de serpientes de cascabel en el oeste de Tejas. En su pueblo hab¨ªa un Rodeo de la Serpiente de Cascabel y cada a?o se eleg¨ªa a Miss Encantadora de Serpientes, y un s¨¢bado por la noche se celebraba el Baile de la Serpiente de Cascabel. Todo ese mundo est¨¢ en el retrato de Richard Avendon, como los otros mundos est¨¢n en los otros retratos (tal como suced¨ªa en las pinturas de Hals, Rembrandt y Goya). El del apicultor de California. El del empaquetador de carne del matadero de Nebraska. El del hombre perdido en el valle de Utah que de vez en cuando ve¨ªa al tren zigzagueando por la pradera: 'El silbato del tren es el sonido m¨¢s solitario que has o¨ªdo en tu vida'. El del mundo de la mina de carb¨®n de Stanbury, en el Estado de Wyoming, donde el minero Roger Tims desuella el subsuelo como Boyd Fortin desollaba las serpientes. Hace falta observar atentamente el retrato que le hizo Richard Avendon para comprender el significado de sus palabras: 'Me gusta. De verdad que me gusta estar ah¨ª abajo. All¨ª nadie te encuentra'.
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