Moli¨¨re-Vassiliev: juego de dobles
Uno. La Salle Richelieu de la Com¨¦die alterna el 'espect¨¢culo B¨¹chner' de Matthias Langhoff, con otra propuesta igualmente singular: el Amphitryon de Moli¨¨re, reinventado por Anatoli Vassiliev, que ha conocido el favor del p¨²blico -cinco meses en cartel- y las iras de la cr¨ªtica parisiense m¨¢s conservadora. No deja de ser curiosa esa reacci¨®n escandalizada, ya que Moli¨¨re tambi¨¦n reinvent¨® a Plauto: tom¨® el esquema de la farsa de equ¨ªvocos, lo perfor¨® con la aguja hipod¨¦rmica de un humor acre y violento, inyectando celos, caos y dolor, y levant¨® un drama que se ignora, en torno a los tormentos de la identidad y el rebrote de las pasiones. La trama, en pocas l¨ªneas: el dios J¨²piter se enamora de Alcm¨¨ne, la bella esposa del guerrero Anfitri¨®n, y toma la forma f¨ªsica de ¨¦ste para sustituirle, mientras que Mercurio adopta la apariencia de Sosia, criado del militar, a fin de proteger a J¨²piter, su amo, de un inesperado regreso del marido burlado. Anfitri¨®n y Sosia se ven expulsados de su casa por sus dobles, y sus respectivas parejas redescubren, en manos de los dioses, su sensualidad perdida. Moraleja f¨¢cil: para revitalizar el matrimonio no hay nada como el adulterio... a ser posible con el propio marido, siempre y cuando se comporte como un dios en la cama.
El rey de la funci¨®n, desde que se invent¨®, es Sosia, porque lleva la peor parte en la maquinaci¨®n ol¨ªmpica: un r¨²stico atrapado en una pesadilla esquizoide, pero capaz de expresar su angustia con una precisi¨®n anal¨ªtica que hizo salivar a Lacan y compa?¨ªa: 'Ce moi plus robuste que moi / ce moi qui m'a fait filer doux / ce moi qui le seul moi veut ¨ºtre / ce moi de moi-m¨ºme jaloux / Ce moi vaillant, dont le courroux au moi poltron s'est fait conna?tre / ce moi qui s'est montr¨¦ mon ma?tre / ce moi qui m'a rou¨¦ de coups'.
Dos. Como Langhoff, Anatoli Vassiliev es un visionario excesivo; encantado, como un ni?o delirante, con sus propios hallazgos. Parafraseando a Mu?oz Seca, esta cr¨ªtica hubiera podido titularse Anatoli se columpia. Para bien y para mal. Para mal (empecemos por lo peor): Vassiliev ha sometido a sus actores a un intenso entrenamiento en lo que podr¨ªamos llamar 'dicci¨®n ritualizada', inspirada, seg¨²n ¨¦l, en las ense?anzas de los Di¨¢logos de Plat¨®n, lo cual no es moco de pavo. Ha logrado acabar, oh milagro, con el soniquete tradicional de la Com¨¦die -el alejandrino elevado a la und¨¦cima potencia-, pero a costa de mascar y remascar el verso como si los int¨¦rpretes tuvieran en la boca 5.000 pesetas de chicle (busquen la equivalencia en euros), recitando con guioncitos imaginarios entre cada s¨ªlaba: como resultado, una obra que se suele ventilar en hora y pico -el montaje de Calixto Bieito en el Lliure- aqu¨ª se pone en tres. Para bien: la belleza extra?a, vigorosa y plet¨®rica de invenci¨®n de la puesta en escena. En un espacio blanco, el blanco puro del inconsciente, sacudido por las sombras alargadas de los personajes, se alza una columna trunca, con una doble corona de arcadas: un observatorio celeste, que parece salido de una falsa perspectiva de Giorgio de Chirico. Vassiliev ha sacado a sus actores fuera del tiempo, los ha vestido con quimonos de tela ocre y los ha centrifugado por un agujero negro: la acci¨®n parece desarrollarse en el futuro (modelo Star Wars) o en el remot¨ªsimo pasado de los samur¨¢is medievales. Anfitri¨®n (Eric Ruff) es un rey Arturo paranoico, de perfil prerrafaelita (largos cabellos rubios, barba, mirada extraviada y doliente) que ha perdido, en un mismo juego de dados, a Ginebra y a su propio reflejo: se comprende su desaz¨®n, porque la Alcm¨¨ne de Florence Viala hubiera inspirado poemarios a Juan Eduardo Cirlot.
Tres. Un poco a la manera de Brook, aqu¨ª se busca la esencialidad frente al mero exotismo, y la energ¨ªa pura por medio de la gama de movimientos -posturas, golpes, contragolpes- del Wu Shu, el pret¨¦rito arte marcial chino: las coreograf¨ªas de las peleas, con bastones, horcas e incluso abanicos, muestran una violencia estilizada pero contundente, en claro contraste con la dicci¨®n son¨¢mbula. Pese al notable esfuerzo f¨ªsico, las interpretaciones de Mercurio (J¨¦r?me Pouly) y Sosia (Thierry Hancisse) exhalan felicidad, la felicidad de una destreza casi a¨¦rea: trepan, saltan, ruedan por el suelo, y se descuelgan con cables de la columna central, por momentos reconvertida en el templo de Shaolin. El final de Amphytrion es una met¨¢fora perfecta del deseo desencadenado. Caen las m¨¢scaras, y J¨²piter, en todo su esplendor, regresa a los cielos para anunciar que Alcm¨¨ne concebir¨¢ a un hijo suyo, el todopoderoso H¨¦rcules: francamente, es lo menos que pod¨ªa hacer. La torre gira entonces sobre su eje como un carrusel sin frenos, y los personajes, liberados de su peso y succionados por la velocidad, parecen levitar en un v¨¦rtigo feliz. Una jubilosa apoteosis en la que todo estalla, todo vuela, celos e identidades, y una orquesta ¨¦pica de percusiones, caracolas marinas y trompas que a¨²llan como elefantes en celo, festejan atronadoramente el nacimiento del semidi¨®s.
Los amantes de Vassiliev que soporten la prosa de Heiner M¨¹ller tienen otra pr¨®xima cita: M¨¦d¨¦e-Materiau, este verano, en Avignon, del 8 al 16 de julio, y en el TNP de Ly¨®n, el 22 y el 23 de noviembre. Con Val¨¦rie Dreville, y tambi¨¦n la art¨ªfice -aviso- del 'taller de dicci¨®n' de Amphytrion.
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